Elvira Arellano y su hijo, refugiados en una iglesia metodista de Chicago, esperan justicia. Foto: AP De alguna manera, la acción de la mexicana Elvira Arellano para evitar su deportación ha roto el impasse que mantiene en una suerte de tregua el reclamo de los indocumentados en EE.UU. por la regularización, y su futuro, en un limbo jurídico.
Al cumplirse el plazo que le dieron las autoridades migratorias norteamericanas para presentarse ante ellas y abandonar el país, dos años después de haber sido detectada en una operación rastreo en el aeropuerto donde trabajaba como moza de limpieza, Arellano buscó refugio en una iglesia de Chicago junto a su hijo Saúl.
Resultó una suerte de «asilo» que moral y éticamente no podían romper los guardias desafiados por la joven, pero sí la prensa.
Su foto junto a la del muchacho acaparó los principales espacios de diarios y telenoticieros, y sirvió de asidero para que defensores de los derechos humanos y legisladores proclives a una reforma migratoria que normalice el estatus de los ilegales, expusieran su demanda otra vez.
Pero, además, el hecho expuso ante la opinión pública el caso sui géneris de una madre soltera ilegal y su vástago quien, por haber nacido en la Unión, es ciudadano estadounidense… Elvira afirma que, en todo caso, se va, pero Saúl se queda para estudiar, en un retrato fiel de las reflexiones vertidas por Grace Napolitano, representante demócrata por California, y una de los muchos opuestos a la militarización de la frontera con México y la extensión del muro electrificado y ultrasensible.
«No importa cuántos cercos se puedan planear construir. La gente va a venir igual porque saben que aquí es donde están las oportunidades», declaró al diario latino La Opinión.
EE.UU. podría estar más comprometido con los indocumentados, que lo que piensan los xenófobos detractores de estos.
Un estudio del Centro Hispano Pew dado a conocer hace dos días por la agencia Notimex, intenta abrir las entendederas de los reaccionarios al revelar que los ilegales conforman el 14 por ciento de los trabajadores de la construcción, el 17 por ciento de los que limpian, el 12 por ciento de los empleados de restaurantes y el 25 por ciento de la mano de obra agrícola.
En opinión de Demetrios Papademetriou, presidente del Instituto de Política de Migración, lejos de quitar empleo a los estadounidenses, su trabajo por bajos salarios subsidia al consumidor promedio y el estilo de vida norteamericano.
Para algunos, incluso, si en el Congreso se imponen las medidas duras quedará en riesgo la agricultura en estados como California, donde se producen la mitad de las frutas y vegetales que se cosechan en todo el país.
A pocos días de que el Congreso reabra los debates sobre el tema —paralizados durante las vacaciones hasta septiembre—, estudiosos y activistas intentan darle agua al tablero, moviendo las piezas del dominó.
Las posiciones de representantes y senadores quedaron bien distantes, y ahora tendrán que ser conciliadas por un comité bicameral. La Cámara de Representantes aprobó el duro proyecto de Sensenbrenner, que aboga por la expulsión inmediata de la totalidad, y el Senado se inclinó por una postura mixta, parecida a lo que defiende el presidente Bush: reforzamiento de la represión en la frontera al tiempo que se legaliza, cumpliendo mil requisitos, solo a los indocumentados que más tiempo lleven en el país.
La postura ha sido bien pensada por las maquiavélicas cabezas que dirigen la Casa Blanca. Tal propuesta, junto a las presiones ejercidas contra los emigrantes que participaron en los paros y protestas callejeras de dos meses atrás —posiblemente las más nutridas y sólidas de la historia nacional— busca, a todas luces, dividir y desalentar la lucha…
Sin embargo, puede que el ingenioso intento haya sido descubierto ya por los trabajadores ilegales extranjeros. Una convención celebrada hace pocos días en Chicago con la presencia de sus representantes en los 50 estados de la Unión, concluyó que en lo adelante, la demanda debe ser «legalización para todos».
Según lo acordado, las protestas se reiniciarán en los primeros días de septiembre, coincidiendo con la reapertura de los trabajos en el Congreso, y demandarán también el cese de las redadas y deportaciones.
Si el llamado unitario es oído, no serán días fáciles los que vendrán.