Marcha por el Día de la Memoria, Buenos Aires, 24 de marzo de 2024. Autor: Getty Images Publicado: 07/09/2024 | 08:14 pm
Los negacionistas no solo quieren poner en duda la ciencia o los avances de la ciencia y la tecnología. Algunos aspiran a rebobinar el pasado y retransmitirlo en reversa... Convertir la historia en otra cosa.
El propósito no puede ser más escandaloso: tergiversar los hechos para modificar valores; derrumbar criterios. Mirándolo sencilla y casi burdamente se trata de que los buenos eran malos y, obvio, ¡los malos eran buenos! Pero la meta no es tan llana. Borrar lo que fue equivale a «desideologizar»; no para que dejen de existir las ideologías, como pregonan los artífices de esas posiciones. El objetivo es aniquilar a la izquierda. Imponer la ideología derechista, y a veces, hasta fascista.
Ese interés es preocupantemente ostensible en distintos lugares del mundo, pero está adquiriendo ribetes dramáticos en Argentina, no solo porque se materializa con la vituperación de quienes fueron asesinados, torturados, secuestrados o desaparecidos solo porque se trataba de jóvenes y había «sospechas» de que eran progresistas, aunque ahora los otros les quieran tildar de terroristas.
Aquellos fueron las víctimas de un plan de exterminio transnacional que alió a las dictaduras militares sudamericanas bajo el manto protector del secretario estadounidense de Estado, Henry Kissinger. Aunque algunos ahora apenas la mencionen, la Operación Cóndor fue real y dejó decenas de miles de desaparecidos, torturados y muertos en Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay…
Lo más terrible es que los represores que han sobrevivido el peso de los años tras las rejas en Argentina, o en cómoda reclusión domiciliaria —porque la conciencia no les pesa—, aspiran a que se aplaudan sus crímenes. Y ser exonerados de culpas. Y liberados.
Resulta muy perturbador que un sector en el poder con la llegada de La Libertad Avanza al Gobierno avale ese deseo, y lo canalice. Conseguirlo sería un ultraje a las víctimas, un golpe mortal a la verdad y al ejercicio de la justicia… y un atentado a la estabilidad sicológica de una buena parte de la ciudadanía.
Durante muchos años después de la llegada del primer Gobierno civil tras las dictaduras militares —el del radical Raúl Alfonsín, en 1983— los argentinos sufrieron una tortura sistemática y continuada: convivir con los asesinos y torturadores de sus padres, de sus hermanos o de sus hijos. Topárselos en la calle. Contemplarlos rozagantes en la mesa de al lado, en cualquier café.
Entonces, los más valientes acudieron al escrache. Los veían en pleno parque y los señalaban públicamente; o pintaban las fachadas de sus casas para que todo el mundo los pudiera identificar como represores.
Mientras, las madres de aquellos muchachos y muchachas secuestrados y muertos iniciaban una ronda de denuncia en torno a la Pirámide de Mayo, por la céntrica Plaza de ese nombre, que desafía cada jueves desde el año 1977 la lluvia, el frío o el sol inclemente. Así nacieron las Madres de Plaza de Mayo. Y todavía se concentran, secundadas por las Abuelas que nacieron para rescatar a los nietos ilegalmente apropiados en otro delito atroz: el secuestro de los bebitos que les nacieron en cautiverio a aquellas jóvenes madres llevadas a centros clandestinos de reclusión en pleno embarazo, que parieron atadas, a veces con los ojos vendados y, luego de traer a sus niños al mundo y escuchar su primer llanto, fueron asesinadas.
Una vez terminada la dictadura, la ley de Punto Final —que establecía la caducidad de los crímenes y, por tanto, del derecho al debido proceso—, y la de Obediencia Debida —se suponía que esos mismos que se vanaglorian ahora de sus fechorías, solo «obedecieron órdenes» y, por tanto, sus delitos no eran punibles—, no permitieron hacer justicia más allá de una primera y única causa conocida como el Juicio a las Juntas Militares.
Aquellas vistas solo procesaron a nueve ex altos jefes militares que habían usurpado el Gobierno, y condenó apenas a cinco de esos pejes grandes: JorgeRafael Videla, «presidente» de la primera junta; el tenebroso almirante Emilio Eduardo Massera, jefe de la sangrienta Escuela de Mecánica de la Armada, un centro de torturas conocido por sus siglas, la Esma; y los también altos jefes militares Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini y Orlando Ramón Agosti. El resto fue absuelto.
Entonces prosiguió la batalla por hacer valer esa memoria que hoy se quiere escamotear. Resulta casi imposible creer que esas mismas Madres y Abuelas que abrieron camino a la justicia, tengan que marchar ahora para salvaguardar las conquistas conseguidas después de tanta impunidad y sufrimiento, y luego de años de una lucha que conllevó también la batalla jurídica y legal para demostrar, entre otras realidades, que crímenes como la desaparición forzada eran imprescriptibles. Para ello se valieron de abogados probos, sin miedo y defensor irrestricto de la verdad, como Alberto Pedroncini…
Las leyes de impunidad fueron derogadas por el Congreso en 1998, pero su inconstitucionalidad solo fue establecida por la Corte Suprema en el año 2005, después que un hombre como Néstor Kirchner, amante de la justicia, había llegado al poder. Entonces se abrieron realmente los juicios, no por venganza, como aclaraba Hebe de Bonafini: para que la justicia no permitiera que los horrores se reeditaran jamás. Desde el año 2006 se han imputado 482 personas de las cuales 391 han sido procesadas. A 157 se les dictaminó falta de mérito, y 190 acusados fueron absueltos.
Derechos Humanos en peligro
Tan tenebroso e intimidante como pudo resultar en los años de 1970 y 1980 hallar a los represores asesinos en el metro o el teatro, debe ser ahora para los argentinos la lectura de sus mensajes en las redes digitales. Están en X y en su perfil se hacen llamar Los Muertos Vivos. Se trata de los detenidos «en la Unidad 34 del Servicio Penitenciario Federal de Campo de Mayo»; así se presentan.
Ellos y sus seguidores denominan a los miembros del grupo armado Montoneros de los años de 1970 como «terroristas» y «jóvenes idealistas»; «siniestros tirabombas» de quienes ellos habrían «salvado» a la sociedad. Pero la actuación de las juntas militares dejó en Argentina ¡30 000 desaparecidos! entre 1976 y 1983. Y no eran Montoneros.
La justicia ha seguido su curso y coloca a Argentina en el país sudamericano que con más vehemencia y rigor ha enjuiciado aquellos sucesos. Cifras compiladas por la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad y divulgadas por medios de prensa informan que hoy existen 636 personas detenidas —ya sean condenadas o bajo proceso— por aquellos terribles acontecimientos. Ciento veintiocho están bajo custodia penitenciaria, y 508 cumplen sus penas en arresto en sus domicilios, debido a que tienen la edad establecida para ello, de más de 70 años.
Pero las alarmas empezaron a sonar para los defensores de los derechos humanos desde el mes de julio, cuando un grupo de diputados del partido en el Gobierno, encabezados por la vicepresidenta Victoria Villarroel, visitó a los reclusos en el penal de Mayo.
Aunque el presidente Javier Milei parece querer desmarcarse de la evidente campaña en ciernes por su liberación, medidas recientes adoptadas por el ejecutivo tienden a desmantelar el entramado institucional que ha propiciado hasta hoy la búsqueda de datos para las investigaciones y la consecución de los procesos judiciales; incluyendo los que propician la restitución de los bebitos ilegalmente apropiados y la devolución de su identidad a adultos que crecieron en familias adoptivas, algunas veces, de los propios represores que acabaron con sus madres. El trabajo de las Abuelas permitió devolver ya sus raíces biológicas a 137 de 500 niños que se estima fueron robados.
Entre las decisiones que tienden a echar por tierra la labor por la justicia puede citarse una considerada clave: la eliminación por decreto del área de investigación de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, fundamental, precisamente, para la búsqueda de nietos. Hace unos días, sospechosamente, la policía cercó e impidió el acceso a la Universidad creada por las Madres…
Aunque se han presentado proyectos legislativos para determinar si corresponde investigar a los diputados que visitaron a los represores y dieron vida a la conmoción que sacude desde entonces a la sociedad argentina, puede constatarse, a priori, una verdad que inquieta: los fantasmas han salido de entre las piedras.