Policías custodian a un grupo de sospechosos de haber participado en el asesinato del presidente haitiano Jovenal Moïse. Autor: EFE Publicado: 26/07/2021 | 08:08 pm
Hace rato, el fenómeno del mercenarismo convertido en tenebrosa industria de servicios, da la vuelta al mundo.
Así, participar en un conflicto bélico o en las traicioneras e injerencistas actividades encubiertas, se ha convertido en «profesión» de gente bien entrenada para infiltrarse, «luchar» y matar.
No lo hacen por una causa en la que crean, sino a cambio de tentadores contratos financieros, como en los aparentemente irreales filmes de la saga Los Mercenarios y otros del superhéroe Arthur Bishop. Estos también venden sus artes al mejor postor. Y lo más peligroso es que amenazan a naciones enteras.
El entramado es sencillo y lo conforman soldados bien adiestrados y aún en forma pasados a retiro y, a la cabeza, las llamadas empresas contratistas, bautizadas como compañías de seguridad que se han convertido en populares desde que el trabajo sucio de una de sus pioneras salió a la luz.
Blackwater se hizo tristemente conocida luego de iniciadas las guerras de Estados Unidos contra Afganistán e Irak, a las que aportó cientos de hombres jóvenes experimentados, bajo el rótulo poco sincero que presentaba a la firma como «la más completa compañía de militares profesionales para tareas de ¡refuerzo de la ley, seguridad, pacificación y operaciones de estabilidad en todo el mundo!».
Una se pregunta hasta dónde centros de poder con base en Washington están detrás de estas entidades; listas para entramados clandestinos e ilegales que siempre —¿o casi siempre?— tienen fines políticos.
Blackwater puede ufanarse de todo lo contrario a lo que proclamó. Actuó en las sombras hasta el año 2004, cuando la mutilación y muerte de cuatro de sus hombres en la provincia iraquí de Faluya la sacó a la luz. Tres años después se supo que sus hombres eran responsables del asesinato de 17 civiles, apenas en una operación de las muchas que acometieron en Irak.
Pero la firma también trabajó en operaciones más deleznables, como las que sirvieron a la CIA para las detenciones extrajudiciales que poblaron de musulmanes inocentes los ilegales
campos de concentración, como el ubicado en el territorio usurpado de Guantánamo.
Tan escandaloso expediente hizo que en 2009 Blackwater cambiara su nombre por el aparentemente inofensivo Academi. Sin embargo, las misiones que la han rodeado recientemente no han estado a la orden de causas mejores.
Ha trascendido que Erick Prince, uno de los fundadores, planeó «por fuera de la firma», la formación de un ejército mercenario que sería infiltrado en Venezuela para derrocar al Gobierno Bolivariano.
También muy recientemente, un alegado informe que se habría entregado al Consejo de Seguridad de la ONU, y que divulga el sitio AA.com., reveló que Prince violó en 2019 un embargo de armas decretado sobre Libia, e intentó en dos ocasiones derribar al denominado Gobierno de Acuerdo Nacional, respaldado por Naciones Unidas en ese país.
Lo peor es que Blackwater no constituye ahora una excepción. Se afirma que existen decenas de estas «compañías de seguridad», promotoras de efectivos tipo Rambo que pueden ser contratados por grandes empresas y hasta por gobiernos.
Moïse y el rastro colombiano
El asunto vuelve a la palestra tristemente, con el impensado asesinato del presidente de Haití, Jovenal Moïse, a manos de efectivos a sueldo procedentes de Colombia.
Ello otorga al crimen ribetes nunca vistos en la historia reciente de la humanidad, toda vez que se trata de una operación con «carácter privado» que ha descabezado un Gobierno, lo que da motivos para preguntarse hasta dónde el auge de las empresas contratistas, nacidas en Estados Unidos, constituyen una amenaza para la gobernanza mundial.
Aunque todavía se investiga quién fue la cabeza pensante que organizó el magnicidio en Haití —los hilos más íntimos están en el país y su tejido, si se conoce, todavía no se divulga—, las indagaciones de las autoridades de ese país, confirmadas por funcionarios en Bogotá, han establecido que quienes penetraron en la residencia presidencial y dispararon 12 balazos contra Moïse fueron, en efecto, soldados colombianos en retiro contratados por la empresa Counter Terrorist Unit (CTU Security), con sede en Miami, y propiedad del ciudadano venezolano Antonio Intriago, a quien algún analista ha calificado como «ficha clave» en los sucesos de Haití.
Todavía ronda la especulación. Youtubers radicados en la vecina República Dominicana hablaron, aunque sin pruebas, de que se aplicaron torturas contra Jovenal Moïse. No faltan quienes dijeron que los intrusos lograron el acceso fingiendo que eran efectivos de la DEA. Y otros se siguen preguntando qué rol jugó la seguridad presidencial...
Lo contante y sonante por ahora es la captura en suelo
haitiano de 18 de la veintena de
colombianos involucrados, quienes aseveran que pensaron iban a una misión de protección; fueron abatidos tres, y el resto sigue fugitivo. Ello confirmó las declaraciones de quienes aseguraron que los asesinos de Moïse eran «hombres que hablaban en español e inglés» en alusión, además, a la presencia en el comando de dos haitianos residentes en EE. UU., igualmente detenidos.
Mercenarios «de punta»
Los reportes que circulan han permitido apreciar también cuánto se ha desarrollado el negocio del mercenarismo en la nación andina.
El fenómeno no solo tiene que ver con la búsqueda de mejor paga por los reclutados sino, además, con su eficaz preparación previa, lo que los convierte en efectivos muy demandados.
Voceros del Pentágono han confirmado estos días que algunos de los colombianos detenidos en Haití fueron entrenados por sus asesores, como parte del adiestramiento habitual que las Fuerzas Armadas de EE. UU. brindan a Colombia, su principal socio —y no precisamente comercial— en Latinoamérica.
Los soldados que pasan a retiro en Colombia, se dice hoy a toda voz, fueron preparados por los oficiales estadounidenses, supuestamente, «para enfrentar el paramilitarismo».
Pero lo que sí se sabe es que se les formó, como ha reconocido ahora el Pentágono, con
fines contrainsurgentes. La aseveración valida las denuncias que en su momento hizo la guerrilla acerca de la injerencia de Washington en el conflicto armado, que concluyó con los Acuerdos de Paz de 2016. E ilustra acerca del flanco principal del Plan Colombia. Estos de hoy pueden ser otros saldos.
Fuentes de prensa han apuntado que gracias a esa estrecha cooperación militar bilateral, Colombia vio nacer en el año 2000 su Brigada de Fuerzas Especiales contra el narcotráfico y, en 2003, la Fuerza de Tarea Omega, a la que se adjudica haber propinado duros golpes a las antiguas FARC-EP.
Alta demanda
«Entrenados, baratos y muchos disponibles», describe el diario colombiano El Tiempo al referirse a los atributos que desde hace unos 20 años han ubicado a los soldados de esa nación pasados a retiro, «en la arena de los mercenarios internacionales».
«Máquinas de matar que venden sus habilidades a quien mejor pueda pagar por ellas», afirma.
La mayoría —como en el caso del comando contra Moïse— estuvieron en activo hasta dos o tres años atrás, no rebasan los 40 o 45 de edad, y acumulan la experiencia de cinco décadas de guerra, además de experticia en varias especialidades.
Más de 5 000 dólares de paga superan con mucho sus pensiones, y constituyen una oportunidad difícil de desdeñar.
Para ilustrarlo, El Tiempo narra que a partir de 2005 fue necesario hacer firmar compromisos a los soldados, para retenerlos un tiempo prudencial en filas.
Los militares empezaban a pedir la baja, pero poco después se hacía público que muchos «estaban viajando hacia el Medio Oriente a trabajar, contratados por empresas de seguridad de los EE. UU. para cumplir labores de vigilancia y escolta en países como Emiratos Árabes», revela.
Con razón, el articulista se pregunta si el Estado colombiano tiene algún control sobre esos hombres que entrenó, de modo de evitar «que terminen jugando para intereses criminales».
Las empresas contratistas pueden ser legales, apuntan algunos expertos. Pero todas sus misiones, no.