CARACAS.— Como toda la vida del personaje real, como toda la obra del escritor admirable, siempre será válido retomar los pasajes de Simón Bolívar y las páginas de Gabriel García Márquez. En estos días, mientras cabalgaba desordenadamente sobre episodios ya leídos de la novela El general en su laberinto, caí de nuevo en la trampa de la angustia y la esperanza del último cumpleaños de El Libertador, recreado por la pluma del genio:
«Cuarenta y siete años ya, carajos», murmuró. «¡Y estoy vivo!».
Se incorporó en la hamaca, con las fuerzas restablecidas y el corazón alborotado por la certidumbre maravillosa de estar a salvo de todo mal.
Llamó a Briceño Méndez, cabecilla de los que querían irse para Venezuela a luchar por la integridad de Colombia, y le transmitió la gracia acordada a sus oficiales con motivo de su cumpleaños.
«De tenientes para arriba», le dijo, «todo el que quiera irse a pelear en Venezuela, que aliste sus corotos».
El cronista recuerda que la primera vez que leyó la novela, en lejanísimos años universitarios, tropezó con esa palabra, pero interesado en el laberinto de la historia —que terminaría cuando el personaje vio por la ventana «…los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse»— le pasó por encima.
Hubieron de pasar tres décadas para hacerme entender, en Caracas, parte de la génesis del término. En la céntrica Quinta Crespo, un mercado de corotos es desde la madrugada centro de atención de vendedores, compradores y curiosos. Bajo intenso regateo se vende, se compra y se trueca ropa, zapatos, antigüedades, artesanía, iconografía, juguetes, teléfonos, computadoras, mascotas, enseres, libros, muebles, relojes, cuadros, porcelanas, electrodomésticos, herramientas, «recogenalgas», un piano… en fin, corotos.
Lo mismo en centros formales que en plena calle, mercados similares del país comercializan un infinito abanico de bienes, usados y nuevos. Es otra cara de la potencia económica petrolera, venida a menos por el bloqueo, que muestra a sus ciudadanos —con la consiguiente histeria de una burguesía de nariz muy alta— el camino del reciclaje, a contracorriente de las arraigadas recetas capitalistas de botar y comprar a ultranza.
Tres acepciones de la palabra izaron banderas venezolana y colombiana en el ilustre Diccionario de la Real Academia Española: la primera, «Objeto cualquiera que no se quiere mencionar o cuyo nombre se desconoce» —o sea, el coroto es algo así como una definición vernácula de la materia—; la segunda, «Cacharro de cocina o de la vajilla»; y la tercera, «Poder político». Porque, en efecto, en una sociedad entrenada desde la calle en el agudo debate político no es extraño escuchar que alguien con aspiraciones de poder pretenda «montarse el coroto».
El asunto tiene acentos culturales. Se dice que el «déspota ilustrado» Antonio Guzmán Blanco, quien fue tres veces presidente de Venezuela entre 1870 y 1887 y tuvo en su formación una embriagadora atracción francesa —al punto de que quiso hacer de Caracas una maqueta del París que lo sedujo—, llegó a atesorar, junto con su esposa Ana Teresa Ibarra, originales del pintor galo Jean-Baptiste-Camille Corot, gran paisajista del siglo XIX.
Pues bien, en las reiteradas mudanzas caraqueñas de sus amos, los empleados de la pareja —que no parecían compartir el fanatismo que llevó a Guzmán Blanco a morir en París— recibían fuerte advertencia: «¡Cuidado con los Corots!»; es decir, con las pinturas.
Entendiendo, extendiendo, la orden a otros objetos, la voz del pueblo haría el resto.
Hay quien sostiene que la raíz real es una palabra indígena que designaba un recipiente para beber agua. Según esta tendencia, en 1823, cuando Corot era apenas un aprendiz en el estudio de Jean-Victor Bertin, ya el abogado dominicano Núñez de Cáceres recogía el vocablo, como sinónimo de «cosa», en el libro Memoria de Venezuela y Caracas.
Los corotos son, como todo aquí, objeto de agudos debates políticos, porque la casta de la etiqueta y del celofán no va a entender nunca que cuando se han cerrado desde afuera los grifos vitales del país, la resistencia del pueblo tiene que abrir las llaves de la imaginación.
De momento, a la vista de estos mercados, este cubano extraño que no ha comprado en ellos no pudo menos que recordar la estampa de El general en su laberinto y repasar la frase que el Gabo atribuye a Simón Bolívar pero que sirve para ahora mismo: «Todo el que quiera irse a pelear en Venezuela, que aliste sus corotos».