Este 6 de noviembre EE. UU. celebra unas elecciones trascendentales para su democracia. La creciente polarización que vive la potencia norteamericana hace que cada contienda electoral sea más relevante que la anterior, pues determina cada vez más que haya decisiones irreversibles. Son elecciones parciales, pero de mucha significación en esta ocasión.
Estamos, además, ante las primeras elecciones con Donald Trump en la Casa Blanca. Los republicanos poseen un enorme poder institucional, con la presidencia y la mayoría en ambas Cámaras. Si los demócratas recuperan al menos la mayoría en la Cámara de Representantes, el resultado de estos comicios podría configurar el primer gran contrapeso político a Trump. Se trata, por tanto, de la ocasión de comprobar si el particular estilo de Trump será castigado o premiado por el electorado y de si los estadounidenses desean continuar ahondando en las brechas raciales y sociales acentuadas por las políticas del Presidente, pero también de si la ciudadanía se mantiene fiel a la dinámica de polarización política y a un Gobierno caracterizado por el caos y la extravagancia.
Trump ha vuelto a colocar con éxito en la agenda política el tema de la inmigración, un terreno demagógico en el que se sabe ganador. El envío de tropas ante la llegada de la caravana de inmigrantes, o la propuesta de abolir el derecho a la nacionalidad por nacimiento no dejan de ser maniobras populistas dirigidas a tal fin.
En su ofensiva para hacerse con el control del Congreso, el Partido Demócrata aspira a movilizar a un segmento clave: el voto joven. En la campaña a las elecciones legislativas, organizaciones, famosos y políticos han impulsado un sinfín de iniciativas para llevar a las urnas a los menores de 30 años, que suelen ser más cercanos a los progresistas, pero participan poco en este tipo de comicios. La política es bastante predecible en Estados Unidos. La gran mayoría de los distritos vota siempre de la misma manera, y solo una pequeña porción oscila de elección a elección.
Pueden evaluarse tres escenarios posibles el día después de los comicios. En el primero, a pesar de los pronósticos en contra, el Partido Republicano consigue mantener la mayoría en las dos cámaras del Congreso.
La dinámica de la política estadounidense daría un vuelco y Trump se vería fortalecido como nunca desde su asunción. La posibilidad de que lo lastimen las denuncias e investigaciones que acechan a su círculo íntimo pasarían a ser mínimas. Además, tendría el aval para redoblar los esfuerzos en algunas de sus políticas más cuestionadas en materia comercial, migratoria y diplomática. Su camino hacia la reelección estaría allanado.
En el segundo escenario ocurre lo contrario. Sobreponiéndose a una perspectiva muy adversa en el Senado, el Partido Demócrata se queda con todo y deja a Trump en minoría. El resultado es un Gobierno dividido, con un partido manejando el Ejecutivo y otro el Parlamento.
Sería un terremoto. Ya no podría impulsar nuevas leyes por su cuenta, ni cubrir vacantes en los tribunales federales ni en otros puestos clave. Trump debería completar el mandato extremadamente debilitado. El impeachment, un fantasma que viene sobrevolando su gestión por el escándalo de la supuesta injerencia rusa en las elecciones de 2016 y la presunta complicidad de su equipo de campaña, se volvería una amenaza tangible.
Pero el escenario más probable está en el medio. Los republicanos conservan la mayoría en el Senado, pero la pierden en la Cámara de Representantes. El problema es que la onmipresencia de Trump ha borrado a los demócratas de la narrativa de la campaña. El Presidente ha convertido exitosamente las elecciones en unos comicios sobre la inmigración ilegal y sobre su persona.
Lo que está en juego más que unas elecciones de medio término de mandato es impedir que Trump remodele el país a su radical antojo, controlando cómodamente todas las instituciones del Estado.