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EE.UU.: ¿El voto negro cuenta?

A 50 años de que el presidente Lyndon B. Johnson firmara la Ley del Derecho al Voto para favorecer la participación ciudadana de la población afrodescendiente, no parece que esta disfrute siempre de esa posibilidad en la paradigmática democracia estadounidense

Autor:

Juana Carrasco Martín

Las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos tienen como fecha noviembre de 2016 y es notable cómo la campaña ha iniciado probablemente con mayor ímpetu que en contiendas precedentes, motivado en buena parte por un amplio número de aspirantes que se disputan la representación del Partido Republicano, dispuesto a tomar el poder ejecutivo y unirlo a un control congresional que piensan mantener.

También se dinamiza con los aportes que están haciendo las posiciones extremistas de derecha, como el multimillonario Donald Trump, levantando ronchas con opiniones excluyentes y dislates racistas, especialmente contra los inmigrantes latinos. O la pimienta que se le pone al debate desde posiciones críticas a males del sistema que conspiran contra las masas populares, como las del socialista Bernie Sanders, que pretende destronar a Hillary Clinton, la casi segura candidata demócrata.

Como siempre, la búsqueda de votos se dirige a sectores poblaciones o áreas geográficas específicas. ¿Quién tiene el favor del voto latino, quién del voto negro, a quién preferirán las mujeres, cómo se comportará el sufragio en las grandes ciudades, en los suburbios o en las zonas rurales? De acuerdo con las respuestas así irán maniobrando las maquinarias partidistas en un país que se jacta de su democracia, pero que mantiene una alternancia de poder entre solo esos dos partidos, dejando a un lado cualquier otra fuerza política.

A la hora de administrar a la nación, para muchos, los políticos responden todos al uno por ciento de la población que detenta el máximo poder económico y nada queda en sus objetivos para el 99 por ciento restante. Ese ha sido un reclamo y denuncia de los movimientos surgidos en los años más recientes, pero no cuaja todavía en la visión de buscar la alternativa política, ni siquiera para buscar posiciones en los gobiernos locales.

De acuerdo con una reciente encuesta de The New York Times/CBS el 74 por ciento de los estadounidenses —incluidos 84 por ciento demócratas, 72 por ciento independientes y 62 por ciento republicanos— cree que las corporaciones tienen demasiada influencia en la vida y en la política de Estados      Unidos, y otra encuesta del Pew Research Center encontró que el 60 por ciento de los norteamericanos cree que «el sistema económico en este país injustamente favorece a los ricos». El 84 por ciento de los estadounidenses piensa que el dinero tiene mucha influencia en los políticos, aseguraba un artículo publicado en Salon.com.

¿Qué poder real tiene el voto individual cuando se impone con regularidad el candidato que haya forrado su campaña con fondos millonarios? La respuesta posible define la falacia de la democracia estadounidense.

¿Existe el derecho?

Sin embargo, hay otra para agregar: ¿Acaso cada individuo tiene derecho a ejercer ese voto igualitario garantizado supuestamente por la Constitución del país? ¿La Ley de Derecho al Voto aprobada hace solo 50 años se cumple como es debido?

Recordemos que fue el 6 de agosto de 1965 cuando el enérgico movimiento por los derechos civiles, que tuvo como figura cimera al reverendo Martin Luther King, logró tras largos años de lucha y mucha sangre derramada, que el entonces presidente Lyndon B. Johnson firmara la Voting Rights Act (Ley de Derecho al Voto).

En 1965 había pasado ya un siglo de que se promulgara la Décimoquinta Enmienda a la Constitución (aprobada el 3 de febrero de 1870) que prohibía cualquier tipo de discriminación por raza o color frente al voto. Cien años demostraron los pies de barro de esa Enmienda y de la magna ley estadounidense. Durante todo ese largo lapso a los votantes negros se les exigían pruebas de alfabetización o el pago de algún impuesto y la empobrecida y excluida población sufría esos lastres de siglos de esclavitud.

La Ley del Derecho al Voto, puede leerse en cualquier enciclopedia digital, le «da poderes al Congreso de los Estados Unidos de supervisar la administración electoral de los estados, siempre que el estado tenga un historial de prácticas discriminatorias y no pudiendo hacer ningún cambio que afecte a los resultados electorales de ningún estado sin la autorización expresa del Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Esta ley ha sido reformada cuatro veces, siendo la más reciente una extensión de 25 años hecha por el presidente George W. Bush en 2006».

En aquel 2006, no pocos miembros del Partido Republicano en el Congreso se opusieron a su renovación por considerarla una extralimitación del poder federal porque, argumentaban, no existían estados del sur que desde sus legislaciones particulares limitaran el derecho al voto por motivos raciales.

La práctica sigue demostrando que no son pocos los medios para coartar el derecho al voto, en especial aplicados contra la población afroamericana. ¿Qué puede esperarse si en estos momentos un nuevo movimiento de protesta pone a discusión pública no el derecho al voto sino el derecho a la vida? Black Lives Matter (Las vidas negras importan) está dejando claro que sí importan y deben ser respetadas cuando una conducta policíaca extendida en todo el país —sean estados sureños o norteños, del este o del oeste— los tiene como blanco favorito a la hora de detener, de reprimir y de disparar, en este caso indiscriminadamente.

Pero vayamos al asunto del voto. Hace unos días, un despacho de la agencia noticiosa EFE fechado en Washington analizaba el derecho al voto en Estados Unidos y dejaba ver la ironía cuando lo calificaba en su titular como «la tarea inacabada de la democracia más vieja del mundo». Puntualizaba el comentario que EE.UU. puntea entre las democracias de países desarrollados «con el índice de participación en elecciones más bajo y una de las pocas sin registro universal de votante».

Los datos que suministraba, tomados de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), mostraban que en 2012 —cuando Barack Obama salió presidente para un segundo período—, solo el 53 por ciento de la población con derecho al voto acudió a las urnas, y afirmaba EFE que era el tercer peor dato solo por delante de Japón, Chile y Suiza en comicios recientes.

El comentario explicaba: «Casi la mitad de los estadounidenses que podrían votar no lo hacen porque no están registrados, un problema que persiste medio siglo después de la eliminación de las barreras raciales al voto y se ha exacerbado en los últimos años en estados conservadores».

¿Apatía ante un sistema electoral que no les da pero sí les quita? Lo más probable, pero también hay otros obstáculos en el camino hacia las urnas, y el segmento de los afrodescendientes se los encuentra con mayor frecuencia que otros grupos o minorías.

O el voto está encarcelado

Por ejemplo: se vota un martes, día laborable, lo que impide que muchos trabajadores puedan ejercer ese derecho, aunque puede haberse paliado en parte con el voto adelantado, el que no está instituido en todos los estados; en las más recientes normas o requisitos se exige presentar un documento con foto, lo que no existe de manera generalizada, quizá el más común sea la licencia de conducción y aunque algunos lo pongan en duda —así es el poder de la imagen que los medios y la propaganda dan de Estados Unidos, el llamado sueño americano—, muchos en la población de bajos recursos carecen de esa identificación, así que tampoco pueden votar.

Se han estado redistribuyendo los distritos electorales en no pocos estados para reducir en ellos el peso demográfico de las minorías, señalaba también EFE, y además en 2013 el Tribunal Supremo invalidó en la Ley de Derecho al Voto aquella parte que obligaba a los estados a pedir la aprobación federal para hacer cambios en las regulaciones con vista al ejercicio en las urnas, lo que les ha permitido a algunos de los estados —como Carolina del Norte, por ejemplo— imponer nuevas limitaciones que afectan a personas de movilidad reducida o con trabajos precarios, a votantes jóvenes y a minorías (hispanos y negros).

«Unos 5,8 millones de personas han perdido el derecho al voto por haber sido halladas culpables de algún delito durante sus vidas, un número equivalente a la población del estado de Maryland, con ocho asientos en la Cámara de Representantes», afirmaba el artículo de la agencia noticiosa española.

Una simple ojeada a los números y la composición racial de quienes están en las cárceles estadounidenses o son exconvictos añade información a la lista de los valladares para que la «ciudadanía» negra no pueda acudir a los centros electorales y exponga su criterio y decisión a la hora de elegir a quienes le representen en la «democracia» al estilo USA.

Casi uno de cada cien estadounidenses está en prisión, es la tasa más alta del mundo de población carcelaria, esto significa que 2,3 millones de hombres y mujeres viven en celdas (50 000 de ellos en prisión perpetua)  y el 60 por ciento son afroestadounidenses o latinos.

Lo más interesante —según un comentario editorial del diario español El País que analizaba el interés del presidente Obama en reformar el sistema que se considera innecesariamente represor, poco eficaz y racialmente discriminatorio— es que esa explosión o masificación carcelaria no la causan delitos graves.

«Por el contrario, la criminalidad violenta ha caído significativamente respecto a sus cifras de hace 20 o 30 años. Su origen fundamental está en un sistema que impone obligatorias y elevadísimas penas, absurdamente desproporcionadas, a delincuentes menores. Y que se ceba especialmente en transgresores de raza negra y jóvenes», afirmaba el rotativo.

Volvemos a un sistema que para Estados Unidos constituye basamento esencial de su democracia, el electoral. Con esa visión de país carcelario, con esa intención manifiesta de cerrarles el paso a minorías y pobres, con esa insistencia en campañas multimillonarias que cada vez resultan más costosas para escoger a los candidatos, el demos sale del ruedo y la oligarquía cimenta su poder.

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