Soldados de EE.UU. atienden a un compañero herido en Afganistán. Autor: US Army Publicado: 21/09/2017 | 05:42 pm
La data se ha detenido en el millón, porque es la decisión encubridora del Departamento de Asuntos de los Veteranos (VA). Un millón de heridos en Iraq y Afganistán, muchos de ellos amputados de algunos de sus miembros o de todos, están en la lista que no quieren mostrar con un nuevo crecimiento, evidente atentado a los derechos humanos: del derecho de conocer, que tiene la ciudadanía que paga impuestos dedicados a la guerra; el derecho de reconocer a quienes han dado todo por una «libertad y una democracia» que luego de comprimirlos quiere apartarlos como desechos…
Mother Jones, una organización de noticias, investigadora y defensora de los derechos humanos en Estados Unidos, publicó hace unos días un artículo donde presentaba a Ann Jones, una mujer que ha cronicado los efectos de la guerra en la vida de los civiles. Lo ha hecho en Afganistán, en el África subsahariana, en el sur de Asia, en el Medio Oriente… y también ha hurgado en cómo la gente responde y se recobra de la violencia. Son varios los artículos y libros donde ha dejado plasmadas esas tragedias humanas.
Ahora, la publicación reporta un nuevo libro de Ann Jones, en el cual los protagonistas son los propios soldados de Estados Unidos, esos que van a matar y a morir, y el título enseña ya otro drama: They Were Soldiers: How the Wounded Return From America’s Wars (Ellos fueron soldados: cómo los heridos retornan de las guerras americanas). Mother Jones da su propia respuesta, que por supuesto coincide con la de la escritora: regresan QUEBRADOS.
Se trata de las sombras mentales, de los traumas psíquicos y de las dolencias físicas que plagan de forma brutal las filas de los veteranos y también a sus familias, desde que comenzaran estas guerras en el 2001 y por las que han pasado unos 2,6 millones de soldados.
De esos efectivos, cerca de 240 000 han sido diagnosticados con PTSD o desorden de estrés postraumático, un padecimiento psíquico que lleva a otras muertes: los suicidios (de 18 a 22 veteranos atentan contra su vida cada día desde 1999, según las estadísticas de VA), o se han cobrado las vidas de otros familiares o desconocidos.
Al menos 100 000 licenciados de las fuerzas armadas han sido atendidos el pasado año por la Administración de Veteranos a causa de PTSD; con razón Ann Jones afirma: «Más tarde o más temprano cada soldado norteamericano regresa a casa en una camilla, en una caja, o en un estado mental alterado».
Por añadidura, en otro artículo publicado en enero de 2013, por Mac McClelland, se afirmaba que cuando se profundiza en el estudio de los casos de PTSD los resultados sugieren que esposas, esposos, hijos y otros familiares pueden mostrar semejantes síntomas de estrés postraumático por contagio de los demonios de la guerra, las pesadillas y noches en vela, los sentimientos de culpa, o por las frustraciones motivadas por una guerra que descubren no se hizo por los «valores» de su país, sino por los intereses mezquinos de una élite, y esa guerra no se gana, ni se acaba…
Las preocupaciones crecen, pero no siempre tienen respuestas desde las autoridades oficiales; sin embargo, estudios de especialistas, organizaciones o medios de comunicación van sacando a la luz cifras críticas, como la encontrada por la cadena radial NPR-ProPublica: el 40 por ciento de los soldados de Fort Carson, en Colorado Springs, tiene daños cerebrales no detectados por los escrutinios de salud del ejército.
Colorado Springs es un núcleo fundamental para esta problemática porque es el hogar de cinco de las mayores instalaciones militares de EE.UU.: Fort Carson, la Base Peterson de la Fuerza Aérea, la Academia de la Fuerza Aérea de EE.UU., la Base Schriever de la Fuerza Aérea, y la Estación Aérea de la Montaña Cheyenne.
Investigaciones semejantes ya las había hecho un periódico local, el Colorado Springs Gazette, en el año 2009 en una serie que tituló Bajas de guerra, escrita por el reportero Dave Philipps, quien pudo hacer un libro con sus pesquisas sobre el 506 Regimiento de Infantería, conocido como «la banda de los hermanos», una vez que habían regresado tras su primera misión bélica en Iraq. El nombre del volumen era esclarecedor del contenido: Lethal Warriors: When the New Band of Brothers Came Home (Guerreros mortales: cuando la nueva banda de hermanos regresa a casa).
Simplemente GI
Ahora bien, a esa historia apenas contada —en la cual los traumas aumentan epidémicamente con la inadaptación de los soldados al medio social y familiar, recrudecidos si no encuentran trabajo o el adecuado y luego se ven incapacitados de lograr su sustento, lo que provocó que 63 000 se encontraran una noche sin el resguardo de una casa—, se unen los vericuetos legales en los que miles pierden la protección que un Estado, agradecido de sus servicios, debiera proporcionarles.
A los soldados de EE.UU. se les conoce como los GIs (yiais, de acuerdo con la pronunciación), y probablemente muy pocos estadounidenses tengan noción de qué significan esas pocas letras; sin embargo, ellas encierran la definición de su uso práctico y su negación como seres humanos: general Issue, lo que significa cosa general, la misma identificación de propiedad del Army para el fusil, el casco y el uniforme…
Quienes han seguido la situación de los veteranos aseguran que todas esas cifras oficiales de los males que les aquejan están por debajo de la realidad, porque se refieren a los que cuentan en sus filas. Resulta que a los GIs con problemas psicológicos o con dolorosas secuelas de las heridas, se les prescriben medicamentos identificados como los opiáceos matadores del dolor, fuertes analgésicos que van creando una alta adicción, y también son iniciadores de un camino a las drogas, al alcohol y posiblemente al suicidio.
Según Jamie Reno, en un artículo publicado en International Business Times el pasado 1ro. de noviembre, VA dejó, desde marzo y abruptamente, de revelar al público las estadísticas de las heridas de guerra no fatales.
Anthony Hardie, un defensor de los derechos de los veteranos que combatió en la Guerra del Golfo —cuando testificó ante un subcomité de la Cámara de Representantes que trataba el tema— lo consideró, además de como «un abuso y falta de transparencia», como una acción de «gran injusticia hacia los veteranos y el público contribuyente».
Para conocedores, hay dos motivos que llevan a esta especie de ocultamiento:
Uno, no reconocer la enormidad que representa que un millón de hombres y mujeres pueden estar en las listas de los lesionados, como asegura el grupo Veteranos por un Sentido Común, lo que muestra el fiasco de las guerras iniciadas por el binomio Bush-Cheney y que ha mantenido Barack Obama.
Y el otro tiene que ver con el astronómico costo monetario que según la profesora de Harvard, Linda Bilmes, se expresa en el título de su libro La guerra de los tres trillones de dólares, una cifra de ceros casi incontables.
Combinados ambos elementos, la pregunta es si Estados Unidos tiene suficiente presupuesto para ayudar y hasta mantener a quienes fueron sus soldados en los años subsiguientes.
Uno de los concernidos, citado en el artículo del International Business Times, el activista de Veterans for Common Sense y teniente coronel de marines, Michael Zacchea, informó que en el año 2007 su organización demandó a la agencia VA porque no estaba preparada para lidiar con la ola de pacientes y reclamaciones; pero el expediente litigante murió en la Corte Suprema de los Estados Unidos, que se negó a escuchar los argumentos.
Como paliativo al deber que se les viene encima —y que no tienen ni voluntad ni dinero para resolver mucho más que un millón de veteranos necesitados y con derecho a ser atendidos—, ya van quedando miles por el camino con el subterfugio de los licenciamientos o bajas deshonrosas, por malas conductas que pueden ser participación en hechos violentos, drogadicción, robos y otros delitos. Estos salen de los registros militares, y ya no hay compromisos con ellos.
Es oportuno recordar que, con sus fuerzas armadas de voluntarios y cuando las guerras se prolongaron demasiado en el tiempo, los militares dejaron la ortodoxia en los requerimientos para quien integrara las filas uniformadas y se hicieron de la vista gorda ante algunas rayas de conducta, transgresoras o delictivas en los reclutados.
Hay quienes consideran que, convenientemente, luego de ser usados en los escenarios bélicos, se dan casos en los que se toman en cuenta transgresiones o delitos de menor cuantía que propician las separaciones deshonrosas, que conllevan la pérdida de los derechos como veteranos, el amparo de la paga por servicio prestado, las indemnizaciones por las discapacidades producidas en las guerras, los cuidados médicos, los beneficios para garantizar la educación, y otros, lo que se considera una vergonzosa aplicación de leyes y reglamentos.
Las organizaciones de veteranos luchan porque en el caso de quienes han nacido en otros países, se les tome en cuenta ese servicio militar como factor positivo, en momentos en que la Oficina de Inmigración y Aduana mantiene una política severa en las deportaciones, y recuerdan que durante décadas las autoridades declinaban deportar a veteranos excepto en circunstancias extraordinarias.
En cuanto a los números mostrados por el trabajo del Internacional Business Times, en octubre de este año, 1 400 000 nuevas, reabiertas y reclamaciones apeladas de los veteranos están pendientes, y lo acompaña con esta coletilla: el proceso de reclamación de indemnizaciones es de al menos un año y los errores que el departamento comete se elevan al 30 por ciento; como promedio, se prolongan por cuatro años las reclamaciones…
Y nada de esto es ajeno a los recortes de gastos en el ejercicio fiscal, que también tocaron al Departamento de Asuntos de los Veteranos, donde el 56 por ciento de los dineros que maneja están destinados a los cuidados de salud.
Siempre listos y con agilidad para iniciar una guerra, Estados Unidos no muestra igual prontitud y disposición cuando se trata de compensar a quienes le sirvieron en el frente de batalla.