El trabajo en cárceles de Estados Unidos ha dejado también desempleo en la industria de confecciones. Autor: Global Research Publicado: 21/09/2017 | 05:36 pm
El gran violador hace sus listas, juega y rejuega a ser juez, cuando en verdad es parte y bien culpable. El Departamento de Estado sacó recientemente, una vez más, su vara de medir tan especial y puso, «de manera arbitraria y malintencionada, en la peor de las categorías del informe del Departamento de Estado sobre la trata de personas, el nombre de Cuba, y uno tras otros siguió deletreando países: China, Rusia, Uzbekistán, Corea del Norte, Irán, Siria, Mauritania, Guinea-Bissau, Zimbabwe… hasta un total de 21 naciones.
Sin embargo, se les puede hacer la sabia recomendación: no puede tirar piedras quien tiene tejado de vidrio, u otra más vulgar aunque igual de cierta: no escupan para arriba porque…
Y son «magnánimos», porque Azerbaiyán, República Democrática del Congo e Iraq fueron removidos de la lista de vigilancia. Según considera el hacedor de la política exterior estadounidense, estos tres realizaron avances en el combate del tráfico humano.
Cuba dejó de inmediato expuesta su denuncia de la maniobra «arbitraria y malintencionada», como la calificó en su declaración la directora de Estados Unidos en la Cancillería cubana, Josefina Vidal Ferreiro.
«Lo que daña a la niñez, la juventud, la mujer y a todo el pueblo cubano es el bloqueo de los Estados Unidos», dijo categórica la diplomática, tras la denuncia del informe calumnioso. Y definió lo que todo el mundo sabe: Estados Unidos «no tiene moral alguna para singularizar a Cuba cuando el propio Gobierno norteamericano se ha visto obligado a admitir que es un país de origen, tránsito y destino de hombres, mujeres y niños, estadounidenses y extranjeros, sujetos a trabajo forzado, esclavitud, servidumbre y tráfico sexual».
Sin embargo, quien se cree Dios, dio su última palabra y deja, a los 21 señalados con el dedo acusatorio, pendientes de sanciones por su parte, que incluirían cero préstamos de instituciones multilaterales, congelación de la «ayuda no humanitaria» y cierre del comercio, entre otras medidas de retaliación.
No empleo por gusto el término de represalia, porque en buena parte de los casos presentados por Washington como «los malos» está presente la ojeriza, el odio, un revanchismo contra el que le hace sombra o mejor, contra aquellos que mantienen una posición de soberanía, independencia y dignidad que nada tiene que ver con el seguimiento a ultranza de los dictados sociopolítico-económicos de Washington.
Para que a nadie le quepa duda de dónde los sitúa, el Departamento de Estado pone en la página web oficial su «diplomacia en acción» en los siguientes idiomas —además del inglés, por supuesto—: árabe, chino, francés, ruso y español.
A partir de la divulgación de la lista, el Nobilísimo Obama tiene tres meses para decidir las sanciones, y al respecto lo mejor es la acotación que hacía una agencia noticiosa: «parece improbable (las sanciones) en el caso de China y Rusia dado su peso estratégico»… A los más chiquitos, que se los coma el lobo.
Si no fuera tan cínico, farsante, artero y prepotente, movería a risa el documento que examina a 188 países y solo le dan el visto bueno a 30, porque al mal ver del Departamento de Estado sí cumplen los estándares mínimos establecidos por la ONU para combatir la trata de personas. Claro que en esa lista de los 30 magníficos está el propio Estados Unidos, y hasta España aprueba la materia.
Y yo quedo como la ingenua que creía que Estados Unidos es, más que confirmado, tránsito y destino de tráfico de personas.
Casualmente el miércoles 19 de junio —coincidiendo con el informe calumnioso del Departamento de Estado—, la CNN en inglés publicaba que agentes del FBI habían descubierto a tres individuos en Ashland, estado de Ohio, que mantenían a una mujer mentalmente incapacitada y a su hija en condiciones «subhumanas», viviendo hacinadas con otras personas y animales durante más de un año, forzadas a hacer labores manuales, amenazadas con perros y serpientes, golpeadas e incluso robadas del dinero de sus beneficios sociales, en fin, injuriadas básicamente en su dignidad humana, víctimas de «esclavitud de los tiempos modernos».
No importan nombres ni mayores detalles del caso que pudiera parecer la acción personal de esos bárbaros, la realidad es que el trabajo forzado es habitual en Estados Unidos, sobre todo practicado contra inmigrantes sin documentación en extensas propiedades agrícolas, o en residencias particulares, o en hoteles y otros centros de la «industria no contaminante o de chimeneas limpias» o en cadenas de tienda de dudosa reputación en el trato laboral a sus empleados….
La esclavitud moderna en las cárceles
Lo peor es que instituciones del Estado hacen otro tanto, y eso es política oficial, ¿o no?
El 4 de febrero de este año, la periodista Sara Flounders publicaba en Global Research un reportaje investigativo titulado The Pentagon and Slave Labor in U.S. Prisons (El Pentágono y el trabajo esclavo en las prisiones de EE.UU.), donde se ponía de manifiesto la explotación de los reclusos en las prisiones federales.
Concretamente revelaba que con una paga de 23 centavos la hora los reos fabrican componentes electrónicos de alta tecnología para los misiles Patriot de capacidad avanzada, los lanzadores para los misiles antitanques TOW, y otros sistemas misilíticos; una explotación del trabajo humano que ya había sido también expuesto el pasado marzo por el periodista e investigador financiero Justin Rohrlich en World in Review.
El trabajo de Flounders no se iba por las ramas, comenzaba con esta sentencia: «El expandido uso de las industrias carcelarias, que pagan salarios de esclavos, como un medio para incrementar las ganancias de las gigantes corporaciones militares, es un ataque frontal a los derechos de todos los trabajadores».
Continuaba la formulación: «El trabajo en la prisión —sin protección sindical, ni pago de horas extras, ni días de vacaciones, pensiones, beneficios, salud y protección, o seguridad social— hace también complejos componentes para los aviones de combate F-15 de McDonnell Douglas/Boeing, el F-16 de General Dynamics/Lockheed Martin, y el helicóptero Cobra de Bell/Textron».
La lista de armas o sus componentes construidos en las cárceles federales estadounidenses es probablemente tan larga como la de los 21 países condenados por Estados Unidos: espejuelos de visión nocturna, chalecos antibalas, uniformes de camuflaje, aparatos de comunicación, sistemas de iluminación, partes del armamento antiaéreo, minas terrestres y detectores, equipos electroópticos para el blindado de combate Bradley, recliclaje de equipos electrónicos tóxicos y reparación de vehículos militares….
Y todo está muy bien organizado por Unicor, conocida anteriormente como Industrias de la Prisión Federal, una corporación manejada por el Buró de Prisiones que tienen 14 factorías, donde más de tres mil reos fabrican equipos electrónicos para la comunicación por tierra, mar y aire.
Dato complementario aportado por la periodista: Unicor es actualmente el contratista 39 del Gobierno estadounidense —quizá sea más preciso decir que sus productos y servicios son especialmente contratados por el Departamento de Defensa—, con 110 fábricas o talleres en 79 penitenciarias federales.
Por supuesto, las ventajas de la ubicación de sus instalaciones son evidentes: mano de obra barata que le aportan los 23 000 reos que fabrican para el Pentágono los componentes o piezas de repuesto de Unicor.
Y además, tóxico...
El trabajo periodístico al que hemos hecho mención agrega el carácter peligroso, por tóxico y desprotegido, que se realiza, por ejemplo, en la prisión federal de Victorville, instalada en una antigua base aérea, y donde los prisioneros limpian, reparan y reensamblan tanques y otros vehículos militares que regresan de las zonas de combate y como se conoce tienen los residuos del polvo de uranio empobrecido y otros quimicales.
Ni en Victorville, ni en la cárcel federal de Marianna, una prisión femenina de seguridad mínima en la Florida, también en función de Unicor, se utilizan los requerimientos de protección necesarios para poder trabajar con seguridad para la salud los tóxicos que contienen plomo, cadmio, mercurio y arsénico que entran en la composición de la fábrica que recicla computadoras y efectos electrónicos.
En ese sistema de esclavitud moderna, donde los reclusos son expuestos a los tóxicos que dañan los sistemas reproductivo y nervioso, los pulmones, riñones y enfermedades de los huesos, además de cáncer, problemas respiratorios y circulatorios y males menores como ansiedad, dolores de cabeza, fatiga, pérdida de memoria y lesiones en la piel, la Unicor administra ocho prisiones federales para el reciclaje electrónico.
Acaso Unicor y el Pentágono son los únicos beneficiados de esta explotación del trabajo de los condenados, pues no, entre los que obtienen mayores ganancias de la explotación laboral están empresas tan disímiles en su producción como Motorola, Boeing, Revlon, Chevron, Honeywell, IBM, Dell, Texas Instruments, Kmart y JCPenney, entre muchas otras.
Se entiende entonces el por qué Estados Unidos, con el cinco por ciento de la población mundial, tienen, sin embargo, el 25 por ciento de la población penal. Ha encontrado en sus prisiones mano de obra barata y sin protección alguna que le permite los mayores niveles de ganancias y sin la menor queja o complicación laboral.
Es obvio el techo de vidrio de Estados Unidos, y apenas hemos visto una arista del trabajo esclavo en el sistema carcelario estadounidense actual, nada nuevo bajo el Sol; recordemos que más de un filme de Hollywood dio a conocer las labores de los condenados en plantaciones sureñas, la construcción o el mantenimiento de carreteras, con el contubernio y la explotación de autoridades corruptas.
Esto explica en parte la conveniencia de que uno de cada cien estadounidenses viva hoy detrás de las rejas y responda, más que a un nombre, a su número de prisionero.