En la estación de Atocha, un Memorial rinde tributo a las víctimas de los ataques terroristas del 11 de marzo del 2004. Autor: Luis Luque Publicado: 21/09/2017 | 05:03 pm
El africano se sentó en un banco de mármol de la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real, para tomar un respiro. Los dos bultos a su lado, bolsas repletas de mercaderías baratas (reproducciones de relojes caros, ropa «de marca», teléfonos celulares liberados) justificaban el descanso.
A derecha e izquierda lo observaban Ataúlfo y Eurico, dos reyes visigodos que, como muchas de las figuras esculpidas que pueblan la Plaza, también habían llegado desde lejos a la Península, para gobernarla, para intrigar, para matar o ser matado por la daga o el veneno.
Ninguno de esos monarcas había traído baratijas para proponer a los transeúntes, ni debía estar a ojo con la policía. El inmigrante de los bultos, que les hizo compañía durante un rato, sí que estaba al tanto. Hay tolerancia, es cierto —en el Paseo del Prado, decenas de marroquíes y subsaharianos venden lo suyo, en mantas tendidas sobre la acera— pero nunca se sabe.
A algunos los han arrestado, me explica un amigo, pero al poco tiempo los sueltan: «No es a ellos, sino a los que manejan el negocio de las falsificaciones, a los que las proveen y después esperan el pago de los “manteros”, a quienes habría que poner tras las rejas».
Recuerdo entonces que en Barcelona, muy cerca del Monumento a Colón, a unos metros del Mediterráneo, vi pasar corriendo a varios africanos con grandes bolsas. Minutos después, la presencia de los Mossos d’Esquadra (la policía autonómica catalana) en motos, me hizo caer en la cuenta de por qué la prisa.
Aunque para granjearse problemas, no todos deben tener detrás a las fuerzas del orden. La vida de los que llegan desde África, sea por mar, sea por el aeropuerto, puede complicarse sin causa aparente. Pauline, una joven madre camerunesa, le cuenta entre lágrimas a un sacerdote que la empresa que la contrató para cuidar ancianos aún no le provee el uniforme como al resto de los empleados.
Ella, que hace malabares para cumplir con sus dos trabajos y ganar 600 euros al mes —en muchos sitios ese dinero apenas alcanza para el alquiler—, siente el color de su piel como un estigma. «No me lo entregan porque la empresa no quiere que se identifiquen negros entre su personal. Lo he pedido ya muchas veces, pero siempre me dan una excusa, me dicen que más adelante…».
Más «afortunados» son otros: les entregan el uniforme, ¡pero no el solapín! Al menos no tienen que correr delante de los Mossos…
«Por la calle de Alcalá…»
En una de las calles que desembocan en la Plaza de Oriente, casi debo escaparme de una joven pareja china que proponía «masajes contra todo tipo de dolores». La muchacha me abordó con una sonrisa, y empezó a frotarme ágilmente encima de los omóplatos, mientras me recitaba tropelosamente la ristra de remedios masajísticos que ofertaban contra el estrés, la cervicalgia, los dolores de espalda, etcétera.
«Gracias, gracias, pero no me duele nada», me apresuré a decirle para que se detuviera. Y ella, con la misma sonrisa, se encogió de hombros, se despidió, y se dispuso a esperar a otro sospechoso de cualquier padecimiento, para aplicarle su ciencia.
En la Plaza, como en otros de los sitios más frecuentados de Madrid —la Puerta del Sol, el entorno del Museo del Prado, la Plaza Mayor, con sus cúpulas terminadas en agujas— pululan buscavidas que se disfrazan de cualquier personaje, lo mismo de un gentilhombre de esmoquin y sombrero que finge no tener cabeza, que de pompeyanos a quienes el fluido mortal del Vesubio sorprendió en sus labores o en sus placeres cotidianos. Una alcancía nos hace notar que no son precisamente estatuas...
Mientras avanzo por callejuelas pulcras o por arboladas avenidas, señaladas en lo alto por el nombre y la efigie de un rey o de un hombre de letras (Carlos III, Calderón de la Barca, Lope de Vega…), soberbias esculturas me salen al paso: Neptuno, erguido en su caracola tirada por corceles, parece dirigir el tráfico en el Paseo del Prado. No lejos de él está el maestro Francisco de Goya, retratista de Carlos IV y familia —¡había que vivir!—, pintor de los monstruos que produce el sueño de la razón, y de una mujer hermosa que, ora vestida, ora en sus carnes, seduce desde el lecho. Allí, representados en el pedestal, le rinden tributo a su creador.
La reina de todas, la Cibeles, gobierna serena su carro tirado por leones en su fuente de la calle de Alcalá. Ella sabe que nadie que visite Madrid se irá sin verla, sin enamorarse, como el loco que —cuenta Sabina— se escapó del sanatorio para arrancarle un beso a sus labios de mármol. Y le arrancó lágrimas…
Pocas calles detrás la escolta, en complicidad, la Puerta de Alcalá, semejante a un arco de triunfo, erigida por Carlos III en 1778. Son el conjunto perfecto para el lente de un artista, y mi modestísima cámara tampoco quiere perdérselo. Me regalo el espectáculo durante unos minutos, doy un ¡click!, y sigo mi camino: «¡Ahí está, ahí está, viendo pasar el tiempo…!».
«Todos íbamos en ese tren»
En la estación de Atocha confluyen trenes de larga distancia, y también varios de Cercanías que enlazan el centro de Madrid con la periferia. El edificio, diseñado por Alberto de Palacio, colaborador de Gustave Eiffel —el mismo de la Torre parisina—, es un hormiguero de transeúntes que se pierden a voluntad entre la espesura del jardín tropical levantado en su centro. Unos compran billetes en ventanilla; otros acuden directamente a las máquinas automáticas, y después toman las escaleras mecánicas en busca del tren de su elección.
El 11 de marzo de 2004 era uno de esos días comunes. Estudiantes y trabajadores, inmigrantes y madrileños «de pura cepa», residentes y visitantes, cristianos, musulmanes, ateos; mujeres, hombres, en fin, seres humanos con sus dilemas y aspiraciones, viajaban en ese transporte democrático. Hasta el momento del estruendo…
Eran las 7:37 a.m. cuando comenzó la detonación de tres bombas colocadas en distintos vagones del tren 21431, que se encontraba dentro de la estación. Siete más explotarían durante los minutos siguientes en otros tres puntos de la red ferroviaria de Cercanías. Y 191 personas no regresarían nunca más a casa…
Están aquí, delante de mí. Un sencillo memorial, un espacio de silencio en el bullicio de Atocha, los honra y les devuelve la voz que la violencia extremista creyó poder apagar. Se llaman Ángel Pardillos, Cristina Romero, Yaroslav Zoknyuk, Mohamed Itaiben, Geneva Petrica… En un cono de luz, esto les dicen los que no murieron: «Nosotros seremos vuestra voz», «nunca os iréis del todo», «no al temor, no a la venganza», «todos íbamos en ese tren…».
Y una declaración de amor: «Paz, te quiero».
Siesta en Leganés
A las tres de la tarde no se escucha una mosca en Leganés. Mi maletín, que forzosamente debo llevar rodando, produce un ruido similar al de una matraca cuando las ruedas se desplazan sobre la acera cuadriculada.
Es un municipio de la periferia madrileña, comarca de trabajadores, sembrada de edificios de cuatro pisos, farmacias, mercados, bares, pequeños restaurantes. Pero a las tres, parece que todos duermen. También los autos, apretujados en busca de su espacio —escasísimo— junto a los contenes.
Veo carteles, muchos, pegados en las paredes de los negocios y hasta en el pedestal de San Nicasio, santo patrón de la parroquia local. Llaman a «despertar» de alguna manera, a ir a la protesta nacional contra la elevación de la edad del retiro, decretada por el gobierno. Telas, cartones y pósteres rezan: «¡Así no! Huelga general: ¡yo voy!». Siempre, claro, algún chistoso agrega con spray: «Yo no». Y otros pintan en negro su malestar: «Un obrero roba y va a la cárcel; un banco roba, y lo rescatan».
Mientras avanza la tarde, la calle vuelve a cobrar vida. Primero llegan los ancianos, y se sientan hasta cuatro en un banco, para tomar un fresco que a mí me hace recordar el suéter que dejé en la habitación. Ellas en un banco, ellos en otro, me ven pasar. Conversan sin ademanes, quietas las manos, con pausa.
A poco, empiezan a aparecer los niños. Camino por el parque, entre las hojas de arce que ha derribado el otoño, y los veo corriendo tras una pelota de fútbol. Como los de La Habana, también arman el escándalo en su juego. Y es gracioso escucharlos: los de ojos rasgados y los de piel negra hablan igualito que los pelirrojos: «con la zeta», como decimos los hispanoamericanos. Es la España mestiza, que nace.
Cuando cae la noche, las luces de la capital llegan como flechas a las pupilas de Leganés. También yo, mientras evoco la multitud de imágenes de esta tierra que me acompañan desde niño, dejo que hieran las mías.