Muchos de nuestros lectores quizá conozcan el audiovisual titulado Floro en París, que hace un par de años realicé para la televisión cubana, como parte de la pequeña saga de historias de mi amigo Floro. A raíz de que París está en boca de todos, que no significa que todos estemos en París, quiero traer a colación esta historia que fue la que dio vida al gustado cortometraje.
Floro no lo creía, pero estaba allí. Parado sobre aquel pavimento desconocido y, sobre él, inmenso y azul, el cielo de París. También sobre él, más despampanante aún, con sus 6 300 toneladas de hierro, la Torre Eiffel.
Mientras el guía explicaba, en perfecto y meticuloso castellano, que aquella estructura metálica constituía un hito de la construcción monumental en hierro forjado, Floro, con su cuello truncado miraba atónito y sentía que se le erizaban uno a uno todos los vellos de su piel. El torrente sanguíneo se aceleró a una velocidad poco común.
«El ingeniero civil francés Alexandre Gustave Eiffel la proyectó para la Exposición Universal de París de 1889. El edificio, sin su moderna antena de telecomunicaciones, mide unos 300 metros de altura», —ampliaba el guía en su explicación— y Floro parecía extasiado, lelo. A veces miraba a Pierre, su amigo francés, el que lo invitó al curso por la empresa, y sonreía sin poder articular palabra alguna.
Su emoción era incontenible. Miró nuevamente a Pierre y casi balbuceó: ¿Es una de las siete maravillas? Pierre respondió sonriente, en un español no tan claro: «No, no estaba cuando repartieron». Floro sonrió, aunque apenas percibió la broma. Más bien quedó pensando que no era justo que la Torre Eiffel no fuera contemplada dentro de las siete maravillas. Pensó además en proponer su inclusión en la próxima reunión del sindicato. Es cierto que el sindicato no había resuelto ni siquiera el problema de la guagüita de los trabajadores, pero a lo mejor este asunto de la Torre Eiffel sí estaba en sus manos.
«Cerca del extremo de la torre tenemos una estación meteorológica, una estación de radio, una antena de transmisión para la televisión y unas habitaciones en las que vivió el propio Eiffel», concluía el guía, y Floro, dentro de tantas emociones, hasta sintió deseos de llorar.
No tenía a mano ni siquiera una cámara fotográfica para atrapar aquel momento único. No tuvo tiempo de ver a René, que se la iba a prestar. Es que todo fue tan rápido.
Otra vez miró a Pierre, pero esta vez con una mezcla de alegría y nostalgia: «No traje cámara», le comentó. El amigo francés, sin apenas pensarlo sacó del abrigo su teléfono móvil y le sugirió en su no tan claro español:
«Llama a quien gustes y cuenta que estás aquí».
«No, no conozco a nadie en Francia». Respondió Floro, y Pierre insistió: «llama a tu casa». «¡No, no! ¿Tú estás loco?
Eso es muy caro», —agradeció Floro.
Pierre sin dejar de sonreír insistió: «No tan caro, y es un momento importante. ¿No crees?». Floro asintió con la cabeza y con notable pena tomó el teléfono del amigo.
Siguió las indicaciones y tras el código, ansioso y feliz, marcó el número de su casa. Con los nervios a flor de piel esperó la lejana voz de su esposa: «Oigo», se dejó escuchar. «¡Mi amor, estoy aquí, en París, en la Torre Eiffel!». Las palabras salieron de la garganta de Floro como una ráfaga, y no miento si les digo que sus ojos se aguaron. Rápida llegó la respuesta de su esposa: «Floro, mira a ver si ahí mismo hay chancleticas plásticas de esas que se están usando y la cartera que te dije».