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Con v de Vecino y de Vampiro

Si tuviera que armar un diccionario de cine cubano, la sección de la letra v estaría presidida por los títulos Vecinos (Enrique Colina) y Vampiros en La Habana (Juan Padrón)

Autor:

Joel del Río

Si tuviera que armar ahora mismo un diccionario del cine cubano, la sección de la letra v o v corta estaría presidida indiscutiblemente por dos títulos, Vecinos (Enrique Colina) y Vampiros en La Habana (Juan Padrón), dos filmes que en este año celebran su aniversario 35. Y así, propulsados por la nostalgia, que no siempre es un sentimiento contemplativo y reaccionario, aterrizaríamos en plena década de los años 80 del siglo pasado, que algunos juzgan con injustificada aversión, mientras que otros aseguran que se trata de un período en que la filmografía criolla consiguió la mejor y más positiva unidad en la totalidad del arte nacional, marcado también por la eclosión de capacidades y sucesos en la plástica, la danza y el ballet, la música y el teatro.

Los cinéfilos y conocedores seguramente estén pensando que en la letra v de mi supuesto diccionario antológico habría que incluir, y estamos de acuerdo, los largometrajes de ficción Venecia (Enrique Álvarez), Vestido de novia (Marilyn Solaya), La vida es silbar (Fernando Pérez), La Virgen de la Caridad (Ramón Peón) y Viva Cuba (Juan Carlos Cremata); el mediometraje Video de familia (Ernesto Padrón); los documentales Vaqueros del Cauto (Oscar Valdés) y Viva la República (Pastor Vega), además del animado Veinte años (Bárbaro Joel Ortiz). Pero independientemente de las transformaciones que estos operaron en el tejido del cine cubano, solo Vecinos y Vampiros en La Habana cumplen 35 años y quisimos festejarlo en estas páginas habida cuenta también de que el documental y la animación atraen mucho menos la atención de los medios que la ficción.

Al igual que en la anterior Estética (1984) y en la posterior Chapucerías (1987), Colina asume, en Vecinos, cierto relativismo tendiente a poner en solfa algunas certezas del espectador, y los supuestos reconocibles de la conciencia colectiva, en torno a grandes temas como la convivencia pacífica en el barrio, el respeto al derecho ajeno, la indisciplina social, o el injustificado maltrato al prójimo.

Para estructurar la reflexión, el realizador aplica los más diversos códigos inherentes al documental, desde momentos observacionales, la breve entrevista a cámara de testigos y participantes, hasta imágenes más alegóricas, como aquel plano en que aparece la estatua de un ángel en el Cementerio de Colón, en una suerte de homenaje a La muerte de un burócrata, o aquella otra secuencia donde se retrata la ciudad por encima de sus azoteas, desde un punto de vista similar al que adoptaría, 20 años después, la cámara de Raúl Pérez Ureta y Fernando Pérez en Suite Habana.

Otro de los muchos momentos memorables de Vecinos es aquel en que se observa a una madre limpiando el trasero de un niño, con una hoja de periódico que es lanzada por una ventana y llevada por el viento; mientras la hoja de periódico manchada sobrevuela el barrio, se escucha a los Van Van cantando aquello de «Habana, paraíso encantado, princesita del mar», un estribillo que Juan Formell tomó de Romance a La Habana, canción de 1953 popularizada en Cuba por el Trío Taicuba. De modo que Colina cita una pieza musical que citaba a otra, en rejuego de cita que cumple cabalmente con el propósito irónico, tal vez sarcástico, de acompañar un papel sucio en su vuelo por encima del «paraíso encantado». En otros momentos se escucha la Quinta de Beethoven para hablar sobre alta cultura y buen gusto, junto con uno de aquellos pleitos maritales convertidos en canción para mayor gloria del dúo argentino Pimpinela, además de la orquesta Aragón tarareando metafísicamente el estribillo de Eso no tiene remedio.

Respecto a Vampiros en La Habana, su prestigio ha crecido con el tiempo. Tercer largometraje de Juan Padrón, adopta como principal recurso comunicativo la parodia y el choteo, al igual que el documental de Colina, pero en lugar de aplicarlos a la contingencia y la inmediatez barrial, acude a ellos para caricaturizar ciertos lugares comunes en varios géneros del cine clásico norteamericano como los filmes de gánsteres y de vampiros. Además, se tocan de soslayo algunos incidentes de la historia nacional (los años 30 de despotismo y las luchas antimachadistas), pero desde un dinamismo festivo que se distanciaba de la épica más espesa o rígida.

Al mismo tiempo, Juan Padrón y sus Vampiros… se apartaban de varias tradiciones del dibujo animado cubano dirigidas sobre todo al didactismo y al público infantil, porque aquí se asumió la historia y la idiosincrasia nacionales a partir de un enfoque jocoso, juguetón, y se acercaba al pasado republicano desde imágenes y situaciones menos graves y pesimistas que las impuestas por Lucía o Memorias del subdesarrollo.

Pero seguramente será imposible para mí definir el valor de la película mejor que el especialista en Animación Mario Masvidal, de modo que tomo un fragmento de su crítica aparecida en la revista Cine Cubano, No. 171: «Este es un vampiro “aplatanao”, es decir, asimilado al clima y a las costumbres del país (…) y cuya condición de vampiro (de otredad, pudiéramos decir) no le impide formar familia y luchar por un orden social justo (…) ese vampiro, en fin, es una metáfora que revela la esencia ecléctica y dinámica de la identidad nacional».

Ante filmes que celebran tres décadas y un lustro de gozosa vigencia, pudiéramos llegar a la preocupación de que nuestro cine, producido en los años 80, e incluso antes y después, merece ser examinado a partir de mejores reglas que las impuestas por la moda o la opinión general que coyunturalmente rechaza «lo viejo». Ahora que la televisión cuenta con innumerables espacios cinematográficos, es inaudito que el agasajo sistemático y constante a nuestro cine se restrinja a De cierta manera, el excelente espacio memorioso de Luciano Castillo por el canal Educativo.

Por cierto, no solo Vecinos y Vampiros… cumplen 35 años, sino además otras obras memorables que constituyen propuestas para refrescar ese conjunto de títulos nacionales retransmitidos sin parar, cuando hay tantos esperando por ser recordados. Es el caso, por ejemplo, de la comedia romántica de gusto retro Una novia para David (Orlando Rojas); Lejanía (Jesús Díaz), que trató el tema del emigrado que regresa; y En 3 y 2 (Rolando Díaz), uno de los pocos filmes de ficción sobre nuestro deporte nacional. Se suman asimismo el drama juvenil Como la vida misma (Víctor Casaus) y la comedia rural Del tal Pedro tal astilla (Luis Felipe Bernaza) a los muy notables documentales Yo soy la canción que canto, de Mayra Vilasís, poético homenaje a Bola de Nieve; Roldán y Caturla, de Oscar Valdés, y Cuando termina el baile, de Gerardo Chijona.

Según se puede leer en los catálogos del Icaic de esa época, en 1985 se estrenó una versión cinematográfica, resumida, de Algo más que soñar, que dirigió Eduardo Moya, y consagró definitivamente a Luis Alberto García, Patricio Wood, Rolando Brito y Enrique Álvarez (que luego prefirió los caminos de la dirección). Al igual que en Una novia para David, Como la vida misma y Del tal Pedro tal astilla, en la serie televisiva se combinaba el talento de todos los implicados (se destacaron los aportes del guionista Eliseo Altunaga y del fotógrafo Ángel Alderete) para discursar sobre el destino de jóvenes que intentaban encontrar su camino. Y escribo todo esto con la secreta intención de convencer a mi lector de que volver a ver películas de hace tres décadas y media le permitirá descubrir virtudes, contradicciones, claridades e incertidumbres que apenas se sospechaban en 1985.

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