Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Persuasivo apasionamiento de un filme cubano

El amplio espectro de personajes y temas en el filme Inocencia implicó uno de los esfuerzos histriónicos más memorables de la cinematografía cubana reciente 

Autor:

Joel del Río

«Las pasiones son los únicos oradores que persuaden siempre», reza un aforismo del filósofo y moralista francés François de La Rochefoucauld, un razonamiento que viene a la mente de los miles de paisanos que han visto, y seguirán viendo en las próximas semanas Inocencia, la cual ya se puede catalogar, sin miedo a la premura, como el más reciente éxito del cine cubano.

Persuade la pasión con que se muestran, en este retrato fílmico, el amor tronchado de Lola y Anacleto Bermúdez (uno de los ocho estudiantes de Medicina fusilados por las autoridades coloniales españolas en 1871) y destila exaltación la entrega obsesiva de Fermín Valdés Domínguez a la causa de demostrar la inocencia y denunciar el crimen. Ambas líneas narrativas se entrecruzan (gracias al muy buen guion de Amílcar Salatti, quien también resaltó los elementos de suspenso necesarios) en una película dedicada, sobre todo, a enardecer al espectador contemporáneo con injusticias y crímenes ocurridos hace siglo y medio, a reflejar las sicologías de jóvenes estudiantes inconformes, mientras también revela las relaciones familiares y los problemas coloniales de la sociedad cubana en aquel entonces.

Tan amplio espectro de personajes y temas implicó uno de los esfuerzos histriónicos más memorables de la cinematografía cubana reciente: 70 intérpretes con texto; ocho actores muy jóvenes, algunos recién graduados, en papeles cardinales; además de consagrados en cine y televisión que sabiamente aceptaron participaciones especiales, no protagónicas, como Héctor Noas, Fernando Hechavarría, Patricio Wood y Osvaldo Doimeadiós, entre otros.

Además, este grupo muy grande de histriones se la ingenió para poner en carne e ímpetu una amplia tipología sicosocial que representa plausiblemente a españoles y criollos, esclavos y acaudalados, castrenses y civiles, voluntarios y oficiales, maestros y estudiantes… para así lograr, con limitados recursos, un fresco de apariencia colosal sobre La Habana de las últimas tres décadas decimonónicas, tanto a favor del Icaic a través del director de arte Aramís Balebona y el productor Carlos de la Huerta.

Con la bien aprendida lección de que la Historia en general, y la nuestra en particular, continúan atrayendo a múltiples audiencias, a todos los ávidos consumidores de sufrimiento y calamidad, esperanza y salvación, el triunvirato de éxito que constituyeron el cineasta Alejandro Gil (La pared, La emboscada), el guionista Amílcar Salatti y el director de fotografía Ángel Alderete construyeron la puesta en escena de una ficción conmovedora, convincente, edificada sobre los cimientos de una profunda investigación en los anales históricos y en las biografías de los personajes traídos a cuento, sobre todo el, para muchos, redescubierto Fermín Valdés Domínguez: un cubano decente, negado a dejarse llevar por las mentiras oficiales y mucho menos a obedecer ciegamente disposiciones arbitrarias y criminales. Es el típico personaje testigo que relata y símbolo de una época, pues encarna el juicio de la posteridad, es decir, nos representa a todos nosotros. Pero a pesar de la esperable solemnidad, que solo aparece cuando es imprescindible, Yasmany Guerrero le suministra los suficientes y humanitarios temblores, sobre todo en la segunda época, para desencartonarlo y hacerlo creíble.

Mucha de la apasionada filantropía con que se percibe el personaje de Fermín tiene que ver también con la adecuada ficcionalización de su amistad con Anacleto Bermúdez, cuya tronchada historia de amor con Lola es otra de las principales bazas emocionales del filme, junto con la apasionada interpretación del novel Luis Manuel Álvarez en el papel de Anacleto, en tanto consigue reforzar la carga emocional y erigir su personaje cual emblema de la inocencia destruida, del vigor tronchado, de la posibilidad anulada por la intolerancia.

A destacar el final impactante, que no describo aquí por respeto al lector, pero que se cuenta, desde ya, entre los más eficaces del cine cubano del siglo XXI, gracias, fundamentalmente, al sabio manejo de los códigos del melodrama, y a la capacidad del guion, y de la excelente edición de Fermín Domínguez, para hacer confluir en unos pocos planos las dos épocas antes relatadas (que corresponden al crimen y a la posterior búsqueda de los restos) y además poner a dialogar, en esa misma escena, a sus personajes históricos, con los espectadores contemporáneos, ambos confundidos en un hermoso gesto de gratitud.

Es real que en la primera parte hay cierta parsimonia medio superflua a la hora de adentrarse en una historia cuyas líneas generales constituyen materia de estudio en las escuelas primarias, pero muy pronto el relato toma brío, sobre todo hacia el final, cuando se demarca con grafismos el paso del tiempo, y van ocurriendo inútiles intentos por salvar a los jóvenes, mientras se acerca inexorable la hora del fusilamiento.

También el relato remonta vuelo cuando se aparta de lo estrictamente histórico y comienzan las revelaciones personales, a partir de subrayar, por un lado, la humanidad de los jóvenes (vehemencia, rebeldía, afectos y amores) mientras que se ilustra de manera paulatina la inmoralidad y corrupción del sistema colonial, su tiránica ferocidad.

Héctor Noas se roba la mitad de las escenas en que aparece cuando le suministra un físico macizo, brutal, y un rostro de piedra, al capitán de voluntarios Felipe Alonso. A pesar de todo ello, el actor consigue, por su mesura proverbial, y su conocimiento del oficio, crear una estampa humana memorable, alegoría del odio cerril de los voluntarios a toda idea anticonformista, libertaria o librepensadora.

Tampoco se puede negar que en varias zonas del filme salta al oído una especie de vacío sonoro, demasiado concentrado en los diálogos, pero carente de ruidos, o de la ambientación sonora que nos permita situarnos en aquella época, y no estoy hablando del silencio dramático necesario, sino de una ciudad que siempre fue bulliciosa y pregonera. Por suerte, para trasladarnos hasta aquel entonces, la fotografía suple las ocasionales carencias del sonido y recurre a una gama de colores que insiste en dramáticos claroscuros donde predominan sepias, grises y tenebrosos azules.

Contribuye también con la atmósfera emocional de varias grandes escenas la música de Juan A. Leyva y Magda R. Galbán, en particular el momento cuando los reos cantan La Bayamesa. En ese momento, y en otros, Inocencia consigue revestirse de un halo de pensativa tribulación indiscutiblemente ligado a lo mejor de la cultura cubana.

El director Alejandro Gil (derecha) y Yasmany Guerrero, quien le suministra los suficientes y humanitarios temblores a su Fermín Valdés Domínguez. Foto: Lester Pérez.

Hector Noas se roba la mitad de las escenas en que aparece.

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