La obra Ensayo para siete ocupó el íntimo espacio de El Ciervo Encantado. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:21 pm
Cada ocasión en que los escenarios cubanos proponen obras de dramaturgos polacos representados por colectivos del patio, el público responde positivamente. La más reciente semana no ha sido excepción, y tiene como peculiaridad que la mayoría de las puestas continúan en cartel.
Ensayo para siete, de Boguslaw Schaeffer —quien, a propósito, dictó una videoconferencia durante la jornada— ocupó esta vez el íntimo espacio de El Ciervo Encantado, dirigido por quien asumió desde el comienzo este proyecto: el actor Carlos Pérez Peña.
Escenas donde, brechtianamente, los actores entran y salen de diversos personajes que en otros tantos episodios abordan cuestiones internas de la profesión, y emergen de ella para atacar aspectos que afectan al ser humano todo: la soledad, la envidia, el desamor, la chismografía, el erotismo y la amistad —enturbiada con frecuencia por aquellos— trasuntan esos pasajes generalmente bordados por un provechoso cinismo, y donde la ironía y el sarcasmo son las armas que se pulsan.
El director saca provecho del espacio, de la economía de recursos escenográficos, del eclecticismo musical (de Vivaldi al Guayabero) y de los actores, los cuales deben practicar constantemente el travestismo al abordar personajes femeninos, y entre los cuales sobresalen Roberto Gacio y el propio Pérez Peña, pues Erick Morales exagera a veces la nota tendiendo a la caricatura.
Este es un problema que roza otra obra del mismo autor incorporada por Irene Borges y su grupo Aldaba en la flamante sala Raquel Revuelta (y ahora, de martes a jueves en El Sótano): Cuarteto para cuatro, donde el absurdo, el disparate y la aparente incoherencia diseñan un relato que critica mediante el humor, muchos problemas de la sociedad contemporánea y la condición humana en general. Justamente por ese tono que, saludablemente detenta la pieza, es que los histriones no deben sobrepasarse, limitación en la que desafortunadamente aterrizan casi todos y casi siempre; válido incurrir también en el travestismo como método actoral —en este caso, al contrario, mujeres representando hombres— pero debe matizarse, perfeccionarse para futuras puestas, y así no confundir el choteo cubano (bien) trasfundido con la comicidad polaca, con el astracán y la exageración.
La primera vez, de Michal Walczac, volvió a la sala Llauradó de la mano de Raúl Martín y su Teatro de la Luna. Se trata, según palabras de su director cuando la estrenara hace un par de años, de «un amor teatralizado, de las sucesivas combinaciones pactadas y pautadas por dos jóvenes para concebir su primer contacto físico; juego que los lleva a la incomunicación y, definitivamente, al desencuentro».
Pulsando recursos habituales en su poética —fuerte presencia coreográfica, la música de todo tipo como esencial pauta dramática, alto contenido lúdicro, componentes cíclicos y circulares de las historias que se traducen escenográficamente, acentuadas gestualidad y eufonía de los actores— el colectivo discursa, desde las interpretaciones de Yordanka Ariosa y Liván Albelo, y las músicas Dania Suárez y Mary Carla (desdoblándose, intercambiando roles) sobre las mil y una posibilidades del amor y la vida.
No solo ese recurso (música ejecutada en vivo sobre el escenario) pulsa el último de los estrenos: El Archivo, de Tadeusz Rosewicz, en una puesta de Sahily Moreda y la Compañía del Cuartel, también en la Revuelta. Lo hace incorporando múltiples técnicas, desde la sombra chinesca y el audiovisual proyectado hasta la multiespacialidad y el empleo de accesorios que llevan en sí mismo el germen de la sátira.
Perteneciente a la llamada Generación del Apocalipsis, Rosewicz (1921) discursa con frecuencia sobre la posguerra y su trauma en el inconsciente europeo; esta vez se concentra en un (anti)héroe que ventila ante el auditorio sus intimidades y flaquezas mediante las cuales se desdramatiza un tanto la huella bélica, el fracaso cotidiano y la memoria vergonzante.
Sahily y los del Cuartel acercan una puesta vigorosa e inteligente, donde la conjugación de elementos, como se ha dicho, diversos y funcionales, coadyuvan a una decodificación jugosa del texto, dentro de lo cual lleva una altísima responsabilidad el trabajo actoral, principalmente de Carlos Pérez Peña y en términos generales, de casi todo el equipo; sin embargo, cuando la puesta intenta contextualizar (y cubanizar) algunos de los códigos del discurso, el intento —bien conseguido per se— llega como algo un tanto violento, forzado, sobre todo por la manera brutal en que se sustituye el tono oblicuo, elusivo e irónico del relato por una expresión más directa, realista, generando entonces una evidente contradicción tonal.
De cualquier manera, El Archivo resultó una suerte de broche dorado para esta provechosa Semana de teatro polaco que, afortunadamente, se prolonga por varios días más. La sensible interconexión entre nuestros teatristas, técnicos y actores con estas propuestas, y sobre todo, con el público, demuestra, una vez más, la universalidad del buen teatro, de donde quiera que este venga.