Carlos Henríquez, integrante de la orquesta Lincoln Center de Nueva York. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 05:02 pm
Él no sabía en detalle cuánto de tiempo y entrega toma aprender a guiar una agrupación. Hace solo tres meses que Wynton Marsalis, el gran trompetista norteamericano, le hizo la propuesta de codirigir artísticamente la Orquesta de Jazz del Lincoln Center (JLCO) de Nueva York, en los cuatro conciertos que ofrecería en la Isla.
«Wynton me dijo: “Quiero que la dirijas y selecciones el programa”», cuenta a Juventud Rebelde Carlos Henríquez, de 31 años y origen puertorriqueño. La razón era sencilla: Marsalis opina que el bajista es un conocedor de la música latina y eso contribuye a que todos los miembros de la JLCO la respeten.
«Hay que conservar nuestra tradición. Cada vez que llevo a la orquesta una pieza que tiene que ver con la música afrocubana, con la dominicana…, siempre les digo: “Así se toca”. “Debes chequear ese acorde”…, apunta Carlos.
La estancia de la agrupación neoyorquina en La Habana devino constante aprendizaje y prueba de fuego para el joven artista: «En el segundo concierto que ofrecimos en el Teatro Mella, anuncié la pieza Siboney; sin embargo el apellido de su autor, Ernesto Lecuona, estaba mal escrito y me disculpo por haberlo pronunciado erróneamente.
«Aquella noche Wynton me comentó que esas eran buenas experiencias como director musical, pues te dan la medida de que es necesario prepararse y asegurar que todo esté bien antes de la presentación.
«Es difícil dirigir. Yo solo estoy acostumbrado a tocar, que es más fácil, y ese día aprendí lo que equivaldría a casi cuatro años en un colegio», señala.
La relación de Carlos Henríquez con la música se remonta a su mítico barrio del Bronx, en Nueva York. Sus padres habían descubierto su incipiente capacidad como instrumentista, pero fue allá, en el Parque de la Gente —donde Eddie Palmieri, Tito Puente y otros defensores de la sonoridad latina en Estados Unidos deleitaban a los vecinos—, que le llegó la certeza: sería músico.
Los recursos para sufragar los gastos de una carrera artística eran escasos para los Henríquez. Sin embargo, fueron los más cercanos a Carlos quienes entendieron muy pronto su destino. Ya había referencias anteriores en esta familia: su papá tocaba trombón y su mamá era una de las bailarinas que acompañaba a Chucho Avellanet. Luego su hermano siguió los pasos de su madre y se hizo bailarín.
Carlos comenzó con la guitarra clásica a los diez años. Estudiaba en una escuela pública de la enseñanza media y gracias «al programa Acción de la Comunidad al Sur del Bronx, dos o tres veces por semana, después de clases, tomaba lecciones de música».
Se enamoró del bajo cuando acompañaba a su madre a la iglesia Pentecostal del vecindario. Allí disfrutaba tocar el instrumento al sustituir al bajista titular del templo.
—¿Es el Bronx una influencia melódica para sus residentes?
—Lo bueno de mi barrio es que allí vive algún que otro músico famoso. Pude aprender con el mexicano Víctor Venegas y el espectacular Andy González, ambos bajistas. Ellos me dieron lecciones y música para escuchar.
—¿Cuándo te decides por el jazz?
—Llegó a mi vida por la vertiente africana que usa el género y también porque me percaté de los elementos similares que tiene con la sonoridad latina.
«Mi padre me dio unos casetes de los bajistas Ray Brown y de Jimmy Blanton, que tocaba con Duke Ellington. Escuchándolos, me enamoré del jazz y quise hacer lo mismo que ellos.
«A Wynton Marsalis lo conocí camino a las clases que recibía en la Academia Juilliard. Tenía 14 años e iba todos los sábados con mi madre a tomar el Programa Avanzado de Música (MAP, por sus siglas en inglés). Él me dijo: “Aquí tienes diez discos, llévatelos a casa y estúdialos”. Eso hice y me metí en este mundo».
—Dicen que el alma de los jazzistas debe conectarse con el instrumento que interpretan. Cuando ambos elementos se unen, hacen una fusión tremenda...
—Aquí no sucede como en la música clásica, en la que se lee la partitura. En el jazz todo es inesperado. Hay una forma que seguir, porque en mi caso tengo que aguantar el “tiempo” con el bajo, tocar los acordes, y encima de ello hablo con quien toco, pues se establece un diálogo entre quienes están en escena en ese momento.
—La JLCO es una agrupación que defiende lo más clásico del jazz. ¿Cómo ves a los que incursionan en el género en tu país? ¿Los consideras continuadores de esa tradición?
—En EE.UU. hay jóvenes que siempre están creando cosas nuevas. Lo que veo como problema es que en el mercado lo comercial siempre está por encima de lo tradicional y lo clásico, y hay quienes consideran antiguos a estos últimos.
«Ellos (los más nuevos) quieren estar “al tiempo”. Debemos tratar de hacerles entender que nada es “viejo”. Así lo tenemos como sistema en la JLCO, en la que aunque toquemos una pieza de 1918, para nosotros es moderna, porque no ha perdido vitalidad.
«Sin embargo, pienso que el jazz sigue triunfando y sigue creciendo. Existe un movimiento de estudiantes que tiene su propio sonido. Hay músicos que tocan muy bien. El problema es cómo enfrentarse a lo comercial y cómo pelear por imponerse, pues allá también coexiste el género con el reguetón, el hip hop…, estilos con los que no tengo nada en contra.
«Yo, que ya tengo dos nenes, valoro lo que quiero que mis hijos escuchen. La tradición es lo que sigue, lo que hay que preservar».
—¿Qué impresión te llevas de los noveles instrumentistas cubanos?
—Cuando fuimos al conservatorio Guillermo Tomás, de Guanabacoa, tenía lágrimas en los ojos. Escuchamos a unos pequeños tocando La Guantanamera y en otras aulas sonaban una orquesta sinfónica, una sección de guitarra clásica y un cuarteto de cello. Al final del recorrido vimos a los Van Vancitos cantando Anda, ven y muévete, ese número de Los Van Van.
«Los músicos en Cuba sienten respeto por su cultura y por el jazz, porque valoran el arte de un modo muy profundo. Estos estudiantes tienen un amor muy grande por la música y por lo que hacen. Eso en Estados Unidos lo ves en unos pocos y aquí lo llevan todos.
«Porque cada músico que integra la JLCO salió de un programa especial y en sus clases no todos eran tan virtuosos, solo dos o tres. Pero aquí la mayoría de los “chamaquitos” tocan bien. No lo podía creer. Para los que venimos de otra nación es como estar en un paraíso. Es como si fuera otro mundo».
—¿Deseos no cumplidos en la Isla?
—Quiero volver con más tiempo, y así se lo dije también a Wynton. Pienso que dentro de algunos años todo debe cambiar, ojalá, para que los músicos de Estados Unidos puedan venir dos o tres veces al año y también puedan ir los cubanos y mostrar allí la buena música que tienen.
«Los norteamericanos han podido ver el documental Calle 54 y lo que ha hecho el Buena Vista Social Club, pero hay más que eso, mucho más. No hay nada malo. Vamos a hacer el intercambio musical».