Manuela Oyarzún y Roberto Farías junto a Manuela Martelli (centro) en La buena vida, de Andrés Word. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 05:01 pm
Una nueva puesta al día con esa cinematografía latinoamericana que marcha a la vanguardia en los derroteros artísticos de la región: Chile, nos deparó este septiembre, en el Multicine Infanta.
Entre varios estrenos de las más diversas tendencias ideoestéticas, descuella un par de títulos que en los dos últimos años ha arrasado, literalmente, en importantes festivales internacionales, y recolocado no solo a su país de origen sino a Latinoamérica toda, en la mirilla del mundo fílmico.
Sobre todo La nana (2009, Sebastián Silva) ha demostrado que el llamado «renacimiento» con que la crítica calificó el proceso de reverdecer y madurez que signó esta producción desde mediados de los años 90, es todo un continuum renovado con nuevos matices.
La obra sigue con tino y precisión, desde su inteligente escritura hasta su no menos contundente puesta en pantalla, a una doméstica llena de frustraciones que se proyecta obsesiva con los hijos ajenos y contra toda rival que aparece en la casa burguesa donde trabaja, hasta que un buen día una de ellas la hace cambiar radicalmente de actitud.
Silva (La vida me mata) no persigue tanto la clásica confrontación interclasista (que por supuesto, también está) como el análisis caracterológico, la persecución de detalles reveladores en la personalidad que lo ayuden a conformar un retrato, pero pintado con la suspicacia y los claroscuros de los maestros.
Siendo, como es, un cineasta de poca experiencia tras la cámara, lo consigue con ventaja, pues esa mujer complicada, pletórica de amarguras y falencias, perversa en el estilo de las más apasionantes criaturas hitchcocknianas, envuelve incluso al espectador más pasivo en la complicidad y el arrobo, desde su inicial negatividad hasta su evolución y mejoramiento humano, con la ayuda de esa colega que, sin otros recursos que los de su luz interior, logra conducirla por atajos que la encaminan y elevan.
Claro que en ello desempeña un rol superlativo la también muy laureada (¡no faltaba más!) Catalina Saavedra, quien dota a su personaje de todos los resquicios y enveses que necesitaba, junto a sus también notables compañeros de reparto.
Más allá de los vericuetos psicosociales del protagónico, La nana resulta un estimable thriller, con todas las de la ley, aunque no deban esperarse policías ni sabuesos, pero sí esa atmósfera cargada de intriga y suspense, sin trampas ni fórceps en el guión, que fluye de principio a fin.
El otro título justipreciado por críticos y certámenes, que hemos podido revisitar o descubrir en esta muestra, es La buena vida (2007), de Andrés Wood (Machuca).
Ahora este director, que inició su periplo fílmico en materia de largometrajes con Historias de fútbol (1997), nos presenta tres relatos —emulando su primera película—, enlazados por una mirada social centrada en la vida de la clase media santiaguina. De modo que estamos ante eso que llaman una película «coral».
El nuevo filme tiene, entre sus virtudes, un elenco con gran capacidad interpretativa, donde se destaca el trabajo de Roberto Farías y Manuela Oyarzún, quienes contribuyen con sus desempeños a que su historia sea la mejor elaborada de las tres que presenta La buena vida.
Este rubro logra, por tanto, sostener la obra en los diversos pasajes a pesar de no conseguir darles un cierre a sus historias respectivas y un satisfactorio engarce a las mismas. La mirada oscura, al borde del pesimismo con que comienza cada uno de los argumentos, se vuelve brillante y esperanzadora siguiendo el canon. Sin embargo, la puesta en escena de la capital de Chile es lo más interesante.
Las imágenes, el decorado, la mirada diferente, son el plus que entrega esta nueva película de Andrés Wood, pero a pesar de tal mérito, La buena vida no logra la misma estatura de La nana por algo esencial: el guión. Hay que dejar claro que la idea es notable, mostrando casos basados en hechos reales sobre personas comunes y corrientes, mas a la hora de desarrollarlas y alternarlas se debilita un poco la puesta en pantalla, lo cual no impide que andemos motivados por sus destellos y detalles hasta el mismo desenlace.
Como decía al principio, hubo mucho y variado en este panorama chileno contemporáneo: el llamado «cine político», que por destino histórico ha signado buena parte de esta cinematografía, volvió con nuevas aristas en documentales sobre el inolvidable presidente de la Unidad Popular (EE.UU. vs. Allende, Diego Marín Verdugo); sobre Hardy Vallejos, líder de una movilización de comerciantes que congregó a 2 000 personas luchando por mantener su trabajo (El poder de la palabra, Francisco Hervé), y sobre una figura tan olvidada como imprescindible en la literatura nacional (Pablo de Rokha: el amigo piedra, Diego Meza), así como en nuevas ficciones en torno a un organismo de vigilancia ciudadana nombrado Brazaletes; ex funcionarios de Allende enviados al campo de trabajo Dawson Isla 10 o, para nuevos acercamientos corales, por medio de habitantes de una pequeña isla al sur de Chile (El cielo, la tierra, la lluvia, 2010, José L. Torres Leyva).
Y para quienes gustan de dramas psicológicos femeninos, si con La nana no les fue suficiente, la muestra también les deparó Teresa (2009, Tatiana Gaviola): mujer encerrada en un convento de donde finalmente huye nada menos que con Vicente Huidobro.
En fin, que Chile y su cine regresaron otra vez con propuestas sugerentes, variopintas y motivadoras, que siguen recordando cómo en su caso el Renacimiento es un proceso que no se detiene.