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Ares: Lo imperdonable es perder el chance

Juventud Rebelde se acerca a la vida y obra de Arístides Esteban Hernández Guerrero, para todos Ares, el caricaturista cubano más reconocido internacionalmente, a propósito del premio que acaba de otorgarle el Salón Internacional Kragujevac de caricatura contra la guerra, impulsado desde Serbia

 

Autor:

Alina Perera Robbio

Este es el diálogo con un rey en su emporio. El soberano, que ni por equivocación enseñaría las gemas de su corona, es Arístides Esteban Hernández Guerrero, es decir, Ares (Ciudad de La Habana, 1963), un hombre hecho de memorias más que de olvidos.

Médico, psiquiatra, caricaturista, ilustrador y pintor autodidacta, Ares era inspiración para una entrevista desde hacía tiempo. De modo que para esta cita es casi un pretexto su reciente Primer Premio, obtenido este año, en un concurso promovido desde Serbia por el Salón Internacional «Kragujevac», de caricatura contra la guerra.

«En esa ciudad —me cuenta— se celebra el evento en homenaje a las víctimas del crimen cometido allí por los nazis el 21 de octubre de 1941. Se otorgan varios lauros. A mí me dieron el Gran Premio Mensajero de la Paz que otorga la Asociación Internacional de las Ciudades Mensajeros de la Paz, con un dibujo publicado en Juventud Rebelde y hecho a propósito del golpe militar perpetrado en Honduras».

El escenario de esta conversación es un hogar cálido en Centro Habana, apretujado en lo alto por balcones aledaños, y escudado por guardavecinos imponentes. Es un mundo preñado de imágenes, y habitado por seres que explican la naturaleza de Ares: Pasa el anciano padre cantando una canción de amor. Dicen que cuando la explosión del vapor francés La Coubre, en marzo de 1960, las paredes de la casa anterior, cercana al puerto, se resintieron, y que le ofrecieron al hombre un sitio acristalado en una zona «fina» de la ciudad, pero él quería estar cerca de su fábrica, allí donde era torcedor de tabacos.

Pasa la hermana mayor, cariñosa y segura como una madre. Entra una de las tres hijas de Ares. La casa es generosa y se mueve, y en ella el artista pinta, o cocina, o escucha música mientras alarga y planta sus raíces alimentadas lo mismo en un grito que sube evaporado desde la calle, que en un amoroso café colado por él.

El anfitrión es de una modestia abrumadora. No encaja su estampa de cubano sensitivo, de «normal, natural…», como diría una amiga del gremio periodístico, con haber sido nominado, en 1994, por la revista Witty World (Estados Unidos) para figurar en la lista de los mejores caricaturistas del mundo; o con haber sido nominado por Cuba para el Premio Quevedos de Caricatura Iberoamericana; o estar incluido en el Proyecto Memoria como uno de los más relevantes artistas visuales del Siglo XX en nuestra Isla; o estar entre los 20 más importantes caricaturistas del siglo pasado en Cuba, según la encuesta Los Veinte del siglo XX.

Intuyo que Ares puede ser denso como un hueco cósmico. Pero sus ojos afilados, y su equilibrio de rey magnánimo, crean todas las condiciones para mi comodidad. Comento algo sobre su éxito. Y él: «Hace poco me preguntaba alguien cómo hacer. Le dije: “Compras cartulina, una plumilla y tinta, y te pones a dibujar durante 25 años…”. Es eso: trabajar».

—¿Cuándo tienes la certeza de querer dibujar?

—Desde los tres años, afirmaba mi mamá, dibujaba de todo, aunque la certeza llegó después. Recuerdo, siendo más grande, que pintaba los personajes de películas que mi papá me llevaba a ver. A él le hice una caricatura a mis nueve años. Por ahí anda. En la escuela siempre estaba en eso.

—¿Alguien con esa vocación te antecedió en la familia?

—Pienso que lo mío es un «error genético». Eso sí, en casa siempre me dieron mucho aliento y se divertían con mis «obras».

—Y al pasar el tiempo…

—Estuve becado durante seis años en la Escuela Vocacional Vladimir I. Lenin. Conocí a muchas personas, y también dibujaba. Hacía caricaturas de alumnos y maestros. Casi me botan por eso en dos o tres momentos, porque se armaban grandes desórdenes con ellas, sobre todo con las de los profesores. Conservo dibujos hechos a los amigos, y una libreta donde copiaba caricaturas de creadores como Juan David, Carlucho, Roberto Alfonso…

El destino, antes de consumarse, suele llevarnos de la mano por otros pasadizos de la vida. «En el momento de escoger carrera universitaria —recuerda Ares— no había nada que tuviera que ver con artes plásticas. Elegí Medicina».

Cursando el tercer año alguien le habló de la revista Opina, donde aceptaban colaboraciones. Se sentó y empezó a hacer muchas caricaturas. Le publicaron algo. Fue ese el momento de encontrar su seudónimo: Ares. Y de llevar dos caminos a la par.

Ya en la recta final de la universidad era conocido como caricaturista. Desde Guantánamo, donde permaneció cuatro años en cumplimiento de su servicio social, colaboraba con distintas publicaciones y enviaba sus obras a concursos internacionales. Siendo estudiante lo había seducido la Cirugía, pero al vivir la experiencia como alumno ayudante de Psiquiatría, quedó atrapado por la especialidad.

—¿Cuánto te ayuda ser psiquiatra?

—Mucho. Entiendo mejor cómo funciona la mente humana, cuál es la frecuencia de determinados comportamientos. No pienso que los psiquiatras sean personas perfectas. De hecho los hay con problemas psiquiátricos. Pero la profesión ayuda, sumada desde luego a la experiencia que da la vida.

—¿De qué te hablan las personas que acuden a ti?

—Hablan mucho sobre la cotidianidad. Todos tenemos problemas similares. Lo cardinal es cómo enfrentarlos. El psiquiatra, como el caricaturista, absorbe toda la información posible y devuelve esencias a quien pide ayuda, como punto de partida para cambiar estados de cosas.

—¿Qué te une a la Isla?

—Estaba hace unos días en el Memorial José Martí, donde pueden leerse frases del Apóstol. La Patria, expresó algo como esto, es el pedazo de universo que nos tocó vivir. Ella es como el hogar; es la familia extendida. Aquí sé a dónde ir cuando estoy aburrido, a quién acudir cuando tengo un problema. Aquí hago lo que quiero. Sinceramente. Publico en muchísimos espacios. Y cuando deseo parar de hacer caricaturas y ponerme a ilustrar un libro, lo hago; y si luego quiero hacer pintura, la hago. No siento ningún freno. El único posible sería el del talento. Si tengo que trabajar un tiempo en algún otro lado del mundo lo hago, pero siempre regreso a casa.

—¿Por qué pintas criaturas voluminosas?

—No me propuse pintar gordos. Simplemente empecé a dibujar y no paraba de hacerlo, hasta el sol de hoy. Picasso lo decía: «Yo no busco; encuentro», y fui encontrando una manera que poco a poco fue «engordando». Me gustaban esos personajes voluminosos, que primero eran gorditos más bonachones, y con el paso del tiempo se fueron convirtiendo en seres más grotescos, como más derretidos.

—En tu obra son recurrentes el burócrata, el hombre de cuello y corbata, la incomunicación…

—Me interesan todos los temas, pero sí, esos son recurrentes. Empecé haciendo chistecitos, cosas más pueriles, y la vida me fue llevando a pensar de otra manera. No me propongo tocar asuntos estratosféricos, pero hay actitudes del ser humano que me llaman la atención y que son universales: el burocratismo, la falsedad, el arribismo, los prejuicios, la guerra. Y busco inspiración en todo.

—Siempre te veo sonreír. ¿No te deprimes?

—He tenido y seguiré teniendo problemas como todos. Me disgusto igual que cualquiera, pero esos estados de ánimo me duran poco. Busco soluciones y no pierdo tiempo molestándome con lo que no vale la pena. Y no sé lo que es paralizarse. Siempre estoy trabajando. El trabajo cura.

—A pesar de que, como ha dicho alguien, la vida es ir perdiendo cosas…

—La vida no es la vida de uno: es eso que transcurre desde tiempos inmemoriales, y de lo que ahora somos parte, hasta no serlo más. La vida es la alegría, es ir ganando cosas. Claro que vamos perdiendo: pedacitos de corazón, juventud, pelo, capacidad para correr. Pero vamos ganando experiencia, hijos, nietos, espacios, reconocimientos, años, memoria, amigos, amores. Lo que se pierde, si has vivido bien, lo ganas por otro lado, y cuando eres un anciano y tienes una familia que te cuida, has ganado mucho porque eres quien armó todo eso. Pierde el que llega a esa edad y no hizo nada. Eso sí es imperdonable: perder el chance, que es precioso y breve.

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