Esta película significa la incursión del ICAIC, y de una de nuestras más destacadas documentalistas, Rebeca Chávez, en el thriller de sesgo político
Cargado de prejuicios y escasa expectativa me senté a ver Ciudad en rojo. Como espectador, no bastaba para estimularme la buena voluntad de que triunfara en salas esta adaptación de una premiada novela (Bertillón 166, de José Soler Puig), segundo largometraje de ficción del ICAIC que dirige una mujer. De buenas intenciones está revestido el gran anaquel donde se almacenan las peores películas. En el cine, me fue convenciendo poco a poco esta historia que con indiscutible destreza escribió Xenia Rivery, y puso en pantalla Rebeca Chávez. Me sorprendió encontrarme una película contada con agilidad, notablemente bien filmada y puesta en escena, profesional, con varios momentos conmovedores e impactantes, y sobre todo, con un encomiable registro intermedio entre lo íntimo, individual y lo político-social. Es decir, que los creadores implicados se las arreglaron para desmarcarse de la altisonancia y de la heroicidad con ribetes extremadamente idealistas.
Para mejor comprender sus aciertos es preciso reconocer la cierta tendencia al panfleto, el monolito y el carácter de axiomática propaganda que ha marcado, en el cine cubano, el tratamiento de la historia más o menos reciente. Salvo un puñado de excepciones (vienen a la mente sin siquiera invocarlas Elpidio Valdés, La última cena, Aventuras de Juan Quin Quin y Clandestinos) los numerosos empeños fílmicos por narrar la epopeya y la emancipación nacional se realizaron para los convencidos o sectarios, y han derivado, en mayoría, a la retórica, la propaganda acrítica, la apología del evento y la hagiografía de los personajes. Rebeca y Xenia se acercaron con extremo respeto y sentido de pertenencia a circunstancias históricas muy específicas (un día marcado por la violencia y la represión en la vida cotidiana de un grupo de jóvenes revolucionarios, en Santiago de Cuba, en las postrimerías de la dictadura batistiana).
Para nadie son secretas las tremendas dificultades económicas que atraviesa el ICAIC a la hora de generar nuevos proyectos, máxime cuando tales empeños requieren el despliegue de vestuario de época, escenografía, locaciones y ambientación en lugares distantes de la capital. Ciudad en rojo consiguió sortear todos los obstáculos y en general logra recrear, muy apoyados en la dirección de arte (a cargo de Lesbia Vent Dumois y Erick Grass) y en la «capacidad informativa» de la cámara, una atmósfera creíble, coherente con la estética de los años 50, santiaguera, cubana, a pesar de que aparezcan algunos atuendos tal vez demasiado contemporáneos, y se develen numerosas paredes despintadas y casas maltrechas, y nos choquen ciertas actitudes de los personajes secundarios, o los extras, más típicas de ahora que de hace medio siglo.
Pero los pequeños anacronismos carecen de importancia en el saldo total de una obra cuyos principales aciertos estriban en el rescate de un espíritu epocal —con determinadas resonancias contemporáneas— mediante el acercamiento a cinco protagonistas, y a unos 12 o 15 personajes secundarios, bastante bien perfilados. El filme acierta indudablemente en la visualidad discreta y hermosa generada por la fotografía que realizó Ángel Aderete (estipulada a partir de lúcidas angulaciones, simétricos encuadres y movimientos de cámara casi constantes, que se extrañan sobremanera en los pocos momentos de estatismo), en la vivacidad de la edición establecida por Manuel Zayas, y en el valioso desempeño histriónico promedio de un reparto donde alternan felizmente consagrados y figuras noveles.
Al cronista más elocuente se le pueden agotar los elogios para Mario Guerra (el sastre, Quico) quien vuelve a regalarnos un empeño descomunal, haciendo equilibrios magistrales entre la tragedia y la comedia. Cuando su personaje sale de la película, se siente el bache. Una naturalidad refractaria a toda pose despliegan también Alberto Pujols, René de la Cruz, Omar Alí y Patricio Wood, en papeles que enriquecen sus respectivos acervos interpretativos. Larisa Vega también cambió su registro habitual, y aquí encarna coherentemente a la madre de familia angustiada y temerosa. En el plano de la discreción y la profesionalidad se situaron convenientemente Eman Xor Oña (su personaje escapa milagrosamente a los peligros del teque), Yori Gómez y Carlos Enrique Almirante (necesitados de mayor interiorización, pues sus personajes requerían algo más que fotogenia, sonrisitas y despliegue de garbo), Rafael Hernández (tan empeñado en superarse como actor que de seguro lo irá consiguiendo), y es de lamentar la brevedad de las intervenciones de Mayra Mazorra y Fernando Hechavarría, quien acaba de conseguir otro pináculo en su carrera teatral y aquí padece la estrechez de un personaje demasiado menor.
Todo lo anterior puede dar a entender que estamos en presencia de una obra maestra. Y no es el caso. Mi admiración por las virtudes que antes enumeré, me permitieron percatarme de algunas opciones menos felices, desde mi punto de vista. La voz en off de Waldino/Oña comienza la película y desaparece poco después, sin aportar nada sustancial a la trama. Además, esa voz en off subraya innecesariamente lo que estamos viendo o vamos a ver, o da a entender que será este personaje quien contará la historia total, y ninguno de los dos caminos funcionó dramáticamente. En términos de narración, se relatan 24 horas en la vida de Santiago de Cuba y los cambios de suerte de estos personajes, con alto sentido del suspense y de la violencia, de modo que el thriller sería el género canónigo elegido; sin embargo apenas se hace referencia al paso del tiempo, cuando el cumplimiento de una misión contra reloj es de los elementos dramáticos que incrementa la eficacia de cualquier thriller memorable.
Por otra parte, hay escenas demasiado verbalistas y prolongadas. A pesar de que sea imprescindible explicar las circunstancias históricas y las motivaciones de los personajes, debieron predominar la elipsis y la sugerencia, de acuerdo con el género elegido para contar la historia. Tampoco aportan a la esencia dramática ni al dinamismo predominante, ciertos planos descriptivos, de ambiente, que parecieran apuntar a una detallista reconstrucción de la época, imposible de verificar en esta ocasión. Un hombre de éxito y La edad de la peseta fueron ejemplos paradigmáticos en la reconstrucción minimalista del pasado. Ciudad en rojo clasifica, por lo general, en ese mismo nivel de logros, sugerencias e intenciones, pero en unos momentos jugó innecesariamente con la apertura del plano, y entonces inserta elementos de disrupción que nos sacan de los años 50, y nos distancian de la trama. También distanciador resulta el videoclip de X Alfonso, epílogo incomprensible para una historia cuyo final ya era bastante arriesgado, pues incluye en la recta final acciones nuevas, y no lo suficientemente catárticas, de los personajes. Y esas acciones que ocurren al final llegan de manera casi abrupta, sin que medie la preparación del espectador vía suspense, intriga y respuesta suspendida.
Con todo lo que pueda decirse en su contra, y los muchos argumentos a favor, Ciudad en rojo significa la incursión del ICAIC, y de una de nuestras más destacadas documentalistas, en el thriller de sesgo político, un subgénero donde triunfaron Z, Estado de sitio y Missing, de Costa-Gavras. Mucho podemos aprender todavía sobre el tratamiento naturalista del héroe y el antihéroe, o de la imbricación que perfilaban esas películas entre cine de entretenimiento y los grandes temas políticos y sociales. Pero por un paso se empieza, y ese paso, en firme, lo verificaron Rebeca Chávez y su talentoso equipo de colaboradores.