José Villa Soberón junto al Mella a tamaño natural que está en la plaza Julio Antonio Mella de la Universidad de Ciencias Informáticas. Foto: Franklin Reyes Es difícil creer que el autor de creaciones tan memorables como Lennon en La Habana, el Preso 113 de la Fragua Martiana; el Mausoleo a los mártires del 13 de marzo, de Obelisco II, o de Homenaje a Julio Antonio Mella, se haya visto tentado más de una vez a tomar un martillo y deshacer con un golpe contundente y certero la obra que había hecho crecer con sus manos. Pero José Villa Soberón, el más reciente Premio Nacional de Artes Plásticas, esboza una sonrisa y repite para convencerme: «Muchas veces he querido hacerlo, muchas veces...
«Hay una gran verdad: el momento más difícil para un artista aparece cuando termina la obra. Generalmente uno está como muy enamorado de la idea, pero cuando logras materializarla, una confusión muy grande se apodera de ti, te llenas de dudas y no sabes si lo que tienes frente a ti es exactamente lo que querías conseguir. Pero después, a los pocos días, si la escultura es buena y todavía no alcanzaste a destruirla, reaparece el amor. A mí me sucede con frecuencia.
«Y no obstante, ni siquiera esas “desilusiones” han logrado flaquear mi apasionamiento por la escultura, que me ganó desde muy joven, todavía hoy no sé por qué, pero siempre tuve la claridad de saber que yo quería ser escultor. Y lo cierto es que creo que es lo único que he aprendido a hacer, que trabajar en la escultura me hace sentir orgulloso. No estoy seguro si hago bien o mal el resto de las cosas. Las ideas que me inspiraron al principio para comprometerme con esa manifestación todavía hoy siguen siendo válidas. Desde que la descubrí supe que la escultura era mi destino.
«Así fue desde siempre. De niño tuve bastante clara mi vocación. Después fui afortunado de pertenecer a una generación que gozó del privilegio de contar con las escuelas de arte, que cuando cumplí 16 años, ya habían sido creadas, de modo que pude ingresar en la Escuela Nacional de Arte (ENA) y comenzar mis estudios de artes plásticas. Pero la escultura me deslumbró muy tempranamente; ella y los escultores que fueron mis profesores, con quienes me identifiqué enseguida. Fue una conexión clara, inmediata. Prácticamente desde esa época lo único que he hecho ha sido trabajar y pensar en la escultura», asegura Soberón quien anuncia que el año venidero inaugurará una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes con obras completamente nuevas.
—¿Esa motivación apareció en la escuela?
—Cuando era un muchacho me gustaba tallar, jugar con fango, dibujar... Sin embargo, no tenía una noción muy clara de qué era exactamente la escultura, la pintura o el grabado. Yo vivía en Guantánamo —en ese entonces mi familia radicaba allí—, y estudiaba en una escuela pequeñita que quedaba frente a mi casa. Fue en esa escuela popular de arte donde me enteré que en Santiago de Cuba se estaban haciendo exámenes de ingreso para la ENA. Mi familia me llevó y lo logré.
«La mía fue una familia que siempre apoyó —éramos tres hermanos— nuestras inquietudes. Mis padres no eran intelectuales ni artistas. Estoy convencido de que el mundo del arte era muy ajeno para mi papá —no tanto quizá para mi madre que daba clases de piano—, pero a pesar de ello nunca se opuso a que su hijo fuera un pintor o un escultor. A mí todavía me asombra la naturalidad con que nos apoyaron.
«Ya en la ENA teníamos que hacer otra prueba. Todavía me maravillo cómo los profesores pudieron descubrir que realmente uno podía tener aptitudes para estudiar esa carrera, porque a mí me parecía que lo que había hecho era un total y absoluto desastre.
«Cuando entré en la ENA empecé a ver las cosas más ordenadamente. Y se obró el milagro. En esa época conformaban el claustro importantísimos escultores como Antonia Eiriz, Orlando Llanes, Enrique Moret..., quienes no solo me dieron las herramientas, sino que me enseñaron ética, qué es arte y cuál es la responsabilidad social de un artista. Esos profesores fueron los más importantes que tuve en mi vida, aunque después estudié el nivel superior en la Academia de Artes Plásticas de Praga, Checoslovaquia. A ellos le debo, en buena medida, lo que hoy soy».
—¿Recuerda cuáles fueron sus primeras esculturas?
—Imagino que en un principio eran cabezas y torsos, como parte del propio aprendizaje. Sin embargo, lo primero que recuerdo es un grupo de terracotas que probablemente ya indicaba el camino que después tomaría mi trabajo.
«Por supuesto que Che, comandante amigo resultó la obra más importante en mis inicios. Esa estrella del Palacio de los Pioneros, que nació del primer concurso que gané junto con el arquitecto Rómulo Fernández, fue la que más significó para mí y mi primer gran reto profesional. De alguna manera ese monumento estaba más cerca de lo que a mí me interesaba hacer: producir una obra de carácter público, de carácter social; realizar una propuesta que se pudiera insertar en el entorno, en la arquitectura, en la ciudad.
—Aunque usted ya había emplazado obras significativas en Cuba y otras partes del mundo, siento que como artista se hizo más visible para el gran público con las esculturas figurativas al estilo del Lennon de La Habana, el Caballero de París, Benny Moré o Teresa de Calcuta. ¿A qué lo atribuye?
—El impacto social que consiguieron esas obras fue para mí una gran sorpresa. No creo que los escultores podamos conseguir con mucha facilidad que nuestro trabajo sea tan atendido por un público muy amplio. Generalmente, la plástica trabaja para un público más especializado, conocedor de ese lenguaje. Por ello no pude evitar sentir satisfacción cuando comprobé la capacidad de estas obras para establecer un contacto tan cercano con la gente; virtud que les corresponde más a las propias esculturas que a mí. Y es algo que me parece muy hermoso.
«Quizá las personas se sientan más cercanas a estas obras porque no aparecen en esas poses tradicionales en la escultura, sino que los presento más humanizados, más próximos a cualquier caminante. Son piezas con las que la gente se ha identificado porque forman parte de su momento, de su espacio. Así, poco a poco van adquiriendo una condición anónima, al punto de que uno empieza a perder un poco la autoría. Ahí está la explicación. A esas obras les agradezco la oportunidad que me han dado de dialogar con un público que no era con el que yo estaba habituado a dialogar».
—Hubo un momento en que esas esculturas figurativas se pusieron de moda. Algunas verdaderamente muy buenas; otras no tanto...
—Todas nuestras ciudades, incluyendo La Habana, necesitan muchísimo más esculturas. El arte público, el arte urbano, es una contribución importante a la calidad de vida de nuestras ciudades —desgraciadamente estamos perdiendo el recurso humano que hemos estado formando en nuestras escuelas, y no hemos sabido aprovecharlo en función de hacer más hermosas las ciudades y el entorno. Siempre habrá esculturas buenas y esculturas malas. Es magnífico, excelente, cuando salen bien. Lo terrible es cuando alguien hace una escultura que no es buena y se instala. Entonces es más complicado. Debemos aspirar a que siempre sean buenas, pero está claro que habrá buenas, regulares y malas, e incluso entre las primeras estarán las que nos gusten y las que no. No faltarán opiniones al respecto, pero así es el arte, un terreno permanente de opiniones.
—No poder llevar a cabo proyectos monumentales fue, durante mucho tiempo, una de las mayores insatisfacciones de los escultores. ¿Ha cambiado en algo esa situación?
—Ese ha sido el reto permanente de todos los escultores en el mundo, no solo en Cuba. Generalmente un escultor se ve imposibilitado de enfrentar ese tipo de proyecto, de dimensión más o menos regular que tiene que ser emplazado en un espacio público, y por tanto debe estar preparado para soportar diferentes impactos. Porque casi nunca cuenta con recursos para poder realizarlo, necesita de una contribución importante para poder pagar una fundición, que siempre son extremadamente caras.
«Las esculturas monumentales casi siempre son por encargo de una entidad, una empresa o institución que posee los recursos. Ocurre que a veces te sientes identificado con lo que te han solicitado; otras no. En ese caso lo preferible es no asumirlo. El Lennon de La Habana, por ejemplo, también se ejecutó gracias a una especie de concurso que convocó el Ministerio de Cultura, trabajé en la idea y tuve la dicha de que fuera aprobada. Yo lo veo como la regla del juego de la escultura. O sea, uno tiene que saber que sucede de esa manera. Entonces, hay que tratar de buscar las mejores condiciones para acometer un proyecto que se aproxime a lo que uno quiere».
—¿Qué momento vive la escultura cubana hoy?
—En las décadas de los 70 y los 80 del pasado siglo, la escultura cubana fue valorada como la cenicienta de las artes plásticas. Y aunque nunca he estado convencido de que haya sido exactamente así, es cierto que entre los artistas de la plástica, era siempre una minoría la que apostaba por la escultura, porque ser escultor es infinitamente más difícil por problemas de recursos, de materiales, de tiempo. No obstante, las nuevas generaciones nos han enseñado que la escultura es mucho más que lo que todos nos imaginábamos, y nos han demostrado que toda intervención en el espacio puede ser una buena escultura. Los jóvenes han abordado el trabajo escultórico con una creatividad y una personalidad tremendas. Te puedo asegurar que hoy la escultura está viviendo un momento muy especial.
—Usted fue fundador del Instituto Superior de Arte...
—Esa ha sido una de mis grandes satisfacciones. Fui de los primeros profesores que llegó al ISA, poco después de graduarme en 1976. Desde entonces he permanecido vinculado a la docencia, que es la más hermosa de todas las tareas con las que me comprometo. Estar en el ISA me ha permitido aprender más que enseñar. Ese intercambio constante con mis alumnos es muy enriquecedor.
—La presencia de los mejores artistas en las escuelas de arte fue uno de los mayores reclamos del VIII Congreso de la UNEAC...
—Existe una conciencia generalizada de que no puede perderse ese vínculo de los estudiantes de las escuelas de arte con la vanguardia artística del país. Pero es un tema muy complejo. Creo que las escuelas deben encontrar maneras más actuales, más contemporáneas, de propiciar el encuentro de los estudiantes con los artistas, que a veces no pueden ser profesores a tiempo completo, de la manera más tradicional, y que además necesitan sentirse atendidos tanto por el Ministerio de Educación como por la UNEAC y el de Cultura. Lo que sí me parece decisivo y clave para la enseñanza de las futuras generaciones es que consigamos mantener —estoy hablando de la plástica, sobre todo— ese vínculo con la vanguardia artística.
—Hablando de la UNEAC, ¿no le roba demasiado tiempo a su obra la vicepresidencia?
—Muchísimo. Siempre he tenido grandes dificultades con el tiempo, porque nunca he podido dedicarme a una sola cosa a tiempo completo, sino que me he compartido entre muchas actividades. Solo que la vicepresidencia es más complicada de lo que imaginaba, pues debo atenderlo todo, que es lo peor: lo mismo cosas que conozco bien como otras a las cuales me estoy acercando por primera vez. Afortunadamente, el equipo de vicepresidentes es bastante equilibrado y trabajamos en colectivo para, junto a Miguel Barnet, poder sacar adelante nuestras responsabilidades en la UNEAC, sin abandonar nuestro compromiso como profesionales y como creadores.
—Con usted suman cuatro los escultores que han sido reconocidos con el Premio Nacional de Artes Plásticas...
—Para mi sorpresa, la escultura ha sido bastante favorecida con los Premios Nacionales. Antes de mí fueron distinguidos Rita Longa, Agustín Cárdenas y Osneldo García, quien fue mi profesor, lo cual es significativo para un país que es eminentemente de pintores. Por mi parte, me siento tremendamente honrado, y me tranquiliza porque el hecho parece decir que mi vocación no estaba muy desatinada.