María Elena Llana (Cienfuegos, 1936). Es una de nuestras mejores cuentistas actuales. Entre sus libros se encuentran La reja (1965), Casas del Vedado (1983), Castillo de naipes (1999) y Apenas murmullos (2004). Obtuvo el Premio de la Crítica en 1984. IBAN por la noche abrazados, un poco borrachos por los aromas de junio y de la lluvia recién caída; barquitos de papel derivando, inventando cauces para transcurrir en la aventura de un paseo sin otro objetivo que el de andar juntos, sonrientes y un poco tristes de tanto amor. La verja abierta y el jardín en penumbras se les presentan como la más sugestiva de las invitaciones.
—Ven —dijo, halándola suavemente.
—No.
—Sí, ven.
Entraron, tomados de la mano, mirando en derredor, buscando un lugar para su nido, y descubrieron allá, al final de una callejuela de grava, el portón del garaje, también entreabierto.
—Vamos.
—¿Tú crees?
—Sí, vamos.
Se estrecharon más las manos y caminaron uno detrás del otro, deslizándose contra el muro, sintiendo en las piernas el roce de los gajitos florecidos de la vicaria y escuchando el casi imperceptible rumor de las Varas de San José que se mecían fantasmagóricas en los anchos canteros.
Apenas sonó cuando la empujaron con cautela. No había nadie. Solo un vaho de gasolina y aceite de motor, y un viejo automóvil montado en burros que ocupaba casi todo el espacio. Adivinaron un rinconcito pulcro como todo el local. Se abrazaron. En el trayecto, la peligrosidad de la aventura había opacado la pasión y tenían que hacerla aflorar para justificarse tantas osadías. Se besaron una y otra vez.
Tras el último jadeo, yacían laxos, serenamente felices, olvidados de sí mismos y de cuanto los rodeaba, disfrutando un instante de adormecimiento antes de trasponer otra vez puertas y verjas para seguir su camino. Pero la luz de la linterna y el paso sobre el escalón de madera los saca del sopor y los devuelve, de golpe, a la realidad.
—¿Quién está ahí?
La voz surge detrás del halo de luz que tropieza contra ellos y se apaga. Escuchan los pasos bajar la escalera. Se incorporan rápidamente, se alisan las ropas, se sacuden los miasmas de la pasión, sabiéndose observados pese a la oscuridad. La luz vuelve a proyectarse en un rayo neblinoso y la voz repta sobre él.
—¿No les da pena?
Tratan de correr hacia la puerta, pero una mano rápida se desliza por la pared y, sin tocarlos, los detiene al hacer funcionar el interruptor de la luz. Se quedan inmóviles, con sensación de desnudez ante la mujer de pie sobre el tercer o cuarto peldaño de la escalera que conduce del garaje a la casa.
Están parados junto al guardafango del auto, y la mujer los fulmina con un rencor que va más allá de la situación misma; los clava con una mirada extrañamente triunfante que, pese a todo, no tiene nada que ver con ellos. Obedeciendo a un profundo y misterioso acuerdo, sin que medien una palabra ni un gesto, los jóvenes la miran directamente, desafiándola, echándole en cara haber dejado un garaje abierto en una noche así, justo en el camino de dos que se aman y que hace muy poco han descubierto tantas cosas.
El silencioso discurso llega en alguna forma a la mujer; baja el ya inútil rayo de luz y les dice con gesto imperativo.
—Suban.
Se acercan instintivamente uno al otro y miden el tramo que los separa de la puerta: bastaría salir corriendo para recuperar la noche, la calle, los aromas de junio. Pero en ese momento la verja se cierra y unos pasos lentos comienzan a avanzar por el sendero de grava.
—Suban —repite la mujer, y la orden se torna benevolente. Obedecen sin mirarse, bajo la incertidumbre de los pasos que se acercan.
Diez, doce, quince peldaños y se encuentran en una cocina que a simple vista parece un laboratorio por lo limpia e impersonal. La mujer les señala una blanca mesita esmaltada junto a la cual solo hay dos sillas.
Aceptan la silenciosa orden y se olvidan de los pasos. Se miran, sin poder evitar un cautivante paladeo de juego o de aventura. ¿Qué va a hacer esta mujer? La respuesta resulta más desconcertante aún. Baja de la hornilla eléctrica una cafetera, busca dos tazas con sus platos y las coloca frente a ellos. Les sirve y el olor se esparce, conciliador, por la aséptica pieza.
Cuando el hombre aparece en la puerta de la cocina, ella lo mira despaciosamente. Él va a hablar, pero se contiene. Mueve las toscas manos para iniciar una explicación y, al fin, torvo y ceñudo, masculla:
—Se me olvidó cerrar la verja.
—Y también la puerta del garaje.
Esta vez las palabras de la mujer son como cuchillas que cortan al vuelo las del hombre. Los dos jóvenes se miran, sus manos corren a encontrarse sobre la superficie de la mesa. Ahora son espectadores. Ahora constituyen una pareja verdadera frente a otra en la que se ha violado algún principio oculto. La mujer baja los ojos y se alisa un pliegue inexistente en su bata de seda gruesa.
—¿Hiciste café? —pregunta el hombre mirando hacia las dos tacitas aún humeantes, y el tuteo parece tinta lanzada contra tanta pulcritud. No obtiene respuesta. Se sirve un poco en un vaso y lo apura, de espaldas a los demás. Después se vuelve:
—¿Y estos?
—Dos conocidos.
El hombre se queda recostado a la meseta de mármol y pasea unos ojos culpables por la linterna dejada sobre un estante, por la puerta que comunica la cocina con el garaje... Después, sale de la pieza, se aleja, al tiempo que va diciendo para que quede claro que no son pocas sus preocupaciones:
—Llevé a comprobar el regulador de voltaje y mañana tengo que recoger las gomas recapadas.
La mujer retira las tazas.
—Pueden irse —dice sin mirarlos.
Ruedan las sillas y se ponen de pie. Permanecen aún expectantes, un poco decepcionados de que, terminado el extraño convite, ningún peligro los aceche.
—No lo hagan más, aunque vean la puerta abierta.
—Descuide, no es nuestro camino —contesta el joven.
Otra vez la cólera que con tanta facilidad aflora en ella tras el gesto de altivez, se concentra en la mirada que detiene un instante sobre él. Después echa a andar y solo dice una palabra gélida.
—Vengan.
La siguen. Los conduce por el mismo pasillo por el cual se alejó el hombre y trasponen una puerta que da al rellano de la escalera. Esta vez bajan peldaños de mármol para llegar al salón con veladores, espejos y cortinajes, en una de cuyas esquinas hay un piano. Los jóvenes contemplan sobrecogidos tanta magnificencia y el rústico individuo que se quedó en la planta alta, se les antoja una sombra proyectándose sobre las cosas, agrietando los adornos, haciendo costurones en los tapices. Un gran retrato muestra a la mujer con los hombros descubiertos y una mano volteada hacia arriba. La semisonrisa, infinitamente lejana, envuelve en un socarrón desprecio a la que ahora camina esquivando el enfrentamiento con el cuadro.
Ya en la puerta, la muchacha se vuelve en un arranque de valor hacia la extraña anfitriona.
—Muchas gracias.
La respuesta la hace bajar los ojos:
—No vengan nunca más.
El joven estrecha contra sí a su compañera, mira con rencor a la mujer y señala hacia lo alto de la escalera.
—¿Y a usted no le da pena?
Lo inesperado del golpe la sacude un momento, pero lo devuelve de un raquetazo rápido, tan socarrón como su antigua sonrisa.
—Mantener un auto no es fácil.
Cierra la puerta de un tirón y la pareja vuelve a la noche por el sendero de grava.
La mujer atraviesa nuevamente el salón, sube la escalera y se dirige hacia el pasillo al que dan las habitaciones de la casa. Entra en una, y la voz del hombre llega desde el otro cuarto.
—¿Vas a acostarte ya?
Se queda rígida un instante. Después cierra silenciosamente y el golpecito metálico del doble cerrojo es la única respuesta que traspone el oscuro corredor.