De belleza que fascina, la joven Yolanda Correa aparenta ser tan frágil como el amor. Eso, si sus ojos, de inigualable transparencia, no revelan una firmeza que en lo absoluto contrasta con su delicadeza, su suavidad casi etérea. Tal vez por ello Giselle le sea en extremo cercana, y no solo porque descubrirla selló su destino para siempre: nada impediría que su nombre apareciera al lado de las grandes figuras del Ballet Nacional de Cuba. Claro, eso no quería decir que en ciertos momentos de su hoy magnífica carrera, la actual bailarina principal sintiera que le fallaban las fuerzas, que el hermoso sueño se transformaba en pesadilla. Pero aquella noche en el Gran Teatro de La Habana (GTH), cuando las lágrimas oscurecieron sus pupilas, supo que ese arte era definitivamente lo suyo.
Como tantas niñas a los seis años, Yolandita se enroló en la gimnasia, pero no permaneció practicándola por largo tiempo: al advertirla, Rafael del Prado, joven coreógrafo del Ballet de la TVC tristemente desaparecido, vislumbró en ella un prometedor porvenir, y se lo hizo saber a sus padres.
«A mi familia le encantó la idea. Estaban seguros de que en la Escuela Vocacional de Arte de Holguín, ciudad donde nací, recibiría una formación más completa. Era muy pequeñita —la más pequeña durante los cinco años de la escuela—, pero poseía notables condiciones. Jamás había visto una gran compañía, y la única oportunidad que tuve, durante un Festival Internacional de Ballet, no contó: me quedé dormida en mi luneta. Es decir, que comencé esta carrera como un juego que, no obstante, me dominaba y al que me entregaba con placer.
«Terminé el nivel elemental, pero quiso el azar que ese año el Ballet de Camagüey decidiera no tomar ninguna plaza, lo que obligó a que los estudiantes del oriente del país (Holguín, Santiago de Cuba y Las Tunas) tuviéramos que trasladarnos hacia la capital en busca de las diez plazas puestas en disputa, por las que también optaban los alumnos de Villa Clara, Matanzas, Pinar del Río y La Habana.
«Éramos muchos los que vinimos a “probar suerte”, pero afortunadamente para mí, y para amargura de mis compañeros, fui la única que aprobó el pase de nivel».
No persistió demasiado la inmensa alegría que albergaba a Yolandita. Encontrarse con la ENA y con el BNC fue hacerse consciente de que «estaba totalmente perdida. Para mí el ballet era lo que había estudiado. Y cuando llegué a la escuela, una escuela inmensa llena de muchachas que, además de talentosas, conocían los ballets y los pas de deux que interpretaba la compañía, mientras yo no tenía ni la más remota idea, comprendí que me esperaba un camino “negro”, infranqueable. Si escuchaba una música y preguntaba: ¿de qué ballet es?, me miraban con una cara que manifestaba: ¿de dónde habrá salido? Estaba en el “limbo”.
«Me salvó el gran hallazgo del BNC. Jamás olvidaré la primera vez que vi Giselle (ya en la ENA). Los protagonistas eran Alihaydée Carreño, con su ángel para bailar, y Oscar Torrado, y yo salí hipnotizada del Lorca, y con el pecho apretado. Recuerdo también cuando descubrí Don Quijote, con Lorna Feijóo y aquella técnica casi perfecta, en el papel estelar. No había terminado la primera variación y me levanté como un resorte a aplaudir desenfrenadamente, mientras la gente me observaba como si estuviera loca. Y es que para mí fue un impacto muy fuerte ver esta compañía en verdad asombrosa; impacto que se hizo más contundente cuando aparecieron las maestras: Alicia, Josefina, Aurora, Loipa... Estaba en un mundo realmente grande, donde yo me soñaba bailándolo todo: Giselle, El lago de los cisnes, Don Quijote...
«Es curioso, porque a pesar de que al ver bailar al BNC surgió en mí una decisión irrevocable, ser parte de esa maravilla que disfrutaba desde el público, de cierto modo permanecía incrédula de que algún día podría llegar al lugar donde me encuentro hoy, porque me veía sumamente pequeñita».
—¿Cómo lograste acortar la marcada diferencia que había entre tus compañeras y tú?
—No me quedó otra alternativa que trabajar el doble para alcanzar la técnica que ya ellas poseían y esforzarme ilimitadamente para estudiar y aprender lo que desconocía. En la ENA empezó mi carrera de verdad.
«En las clases, durante el primer año, me vi obligada a dar más que el máximo, a sacar el extra aunque estuviera extenuada. Y después, en la beca, realizaba un intensivo de ejercicios y preparación física porque mis músculos estaban muy débiles. Aunque tenía buen salto, carecía de la potencia física para afrontarlo, para ejecutarlo con limpieza... No sabía pensar, algo que es determinante en el ballet, de forma que tuve que aprender a preparar mi cerebro para buscar la manera más óptima de hacer el ejercicio y extraerle el mayor provecho. Ese fue uno de los años más duros de mi carrera.
«En el segundo tuve la suerte de que la maestra Ileana Balmori percibió alguna lucecita en mí y me empezó a preparar para el Concurso Internacional de Academias de Ballet de La Habana. Ella hizo renacer la fe en mí y me lanzó. Y pese a todo, obtuve medalla de oro. Tras este certamen pasé a manos de la maestra Mirta Hermida, a quien agradezco con el corazón y el alma por su entrega total. Hermida tomó un pedazo de piedra, y lo talló, como si me estuviera esculpiendo, durante el tercer año, período en el que bailé muchísimo, sobre todo con Romel Frómeta, con quien interpretaba la suite de El Corsario, y pas de deux como Diana y Acteón, Don Quijote, Coppelia, La fille mal gardée y Sylvia, que, por cierto, nunca he podido interpretar. Ella nos lo montó para otro concurso donde no pude competir, pues me lastimé, lo cual casi puso en crisis mi graduación. Fue Mirta Hermida, maestra y madre, quien me aseguró: “Tú serás primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba”. Yo la escuchaba con respeto, pero me decía: es que me tiene mucho cariño».
—Sola en La Habana, imagino que no habrá sido nada fácil la beca...
—Recuerdo que el primer día llamé a mi madre para decirle que regresaba. Y ella me dijo: «Bueno, has trabajado mucho para llegar. ¿Realmente quieres irte?». Es que me siento mal, le confesé, y entonces sentenció: «Todo no puede ser tan sencillo». Y ciertamente no fue nada fácil. Para ser sincera, fueron años terribles para mí, porque era una muchacha muy rara —así me decían—, pues me gustaba leer, estudiar, sacar buenas notas... Y no encajaba, porque solo tenía cabeza para el ballet y mi carrera, mientras que las muchachas estaban más interesadas por la moda, los novios, las fiestas...
«No culpo a nadie, solo que, aunque ahora lo entiendo, a esa edad aquel “rechazo” me hizo sentir muy mal. Éramos adolescentes sin la madurez suficiente para pensar que yo era una buena muchacha, que simplemente quería trabajar. Sin embargo, agradezco todo eso porque me hizo muy fuerte e independiente. Esos malos ratos me convirtieron en una persona más capacitada para enfrentar la vida».
—En el año 2000 te integras al BNC. Ya dentro, ¿tenía algo que ver la compañía que soñaste con la real?
—Cuando entré la encontré mucho más grande de lo que imaginaba, porque todavía estaban algunas primeras figuras de renombre: Lorna, Alihaydée, Galina Álvarez..., Viengsay Valdés empezaba a despuntar, Anissa Curbelo... y bueno, las irrepetibles Loipa Araújo, Aurora Bosch, Josefina Méndez... Era como el Olimpo. Me dije: aquí toca aprendérselo todo y trabajar mañana, tarde y noche. Tengo que admitir que bailé muy rápido, porque lo que más aprecian los maestros es ver a un bailarín interesado por superarse. Así, me hallé en todos los cuerpos de baile y, poco a poco, fueron apareciendo personajes de solistas, hasta que me tocó hacer mi primer ballet completo: Coppelia. Una gran sorpresa, de repente aparecí en el mural, lo que creí una confusión hasta que iniciaron los ensayos. Me asusté mucho, porque no me sentía preparada para algo así. Era muy joven y no tenía la experiencia. Sin embargo, traté de afrontarlo lo mejor posible, con la ayuda inestimable de las maestras Josefina Méndez y Svetlana Ballester.
—¿Cuál es el ballet que más aborreces?
—No, ese no existe y espero que no aparezca nunca. Sí hay muchos por los que siento predilección: Giselle, una de las cumbres para cualquiera que tenga como meta ser primera bailarina, pero también otros ballets con los cuales me siento muy libre como Don Quijote y La cenicienta, con su millón de pasos y de cosas enredadas, pero que me divierte.
«Asumí El lago de los cisnes también muy joven. Tengo muy lindos recuerdos de esos ensayos, porque Joel Carreño decidió bailarlo conmigo, y fue muy valiosa su ayuda, aprendí mucho de él, pero, sobre todo, de la maestra Josefina Méndez, quien me preparó como hizo con casi todos los roles que he defendido en la compañía. Siempre que lo hago pienso en ella».
—A quien te unieron lazos muy fuertes...
—En toda mi vida como artista ha estado Josefina Méndez. No hay un día en que no dedique, al menos, un minuto para pensar en ella. No existe. La maestra me «empujó» para que hiciera los cuerpos de baile, los papeles de solistas, mis roles protagónicos. Sin embargo, el haberme ayudado no significó que hubiera sido fácil. Por el contrario, fue duro, muy duro. Cada vez que entraba a un salón temblaba, porque quería que todo saliera perfecto, y ese respeto que siempre le declaré —y admiración, por sobre todas las cosas—, hizo que se estableciera entre nosotras un vínculo muy especial. Le agradezco que haya sido así de exigente conmigo: eso es básico para extraer el máximo de una bailarina. Hubo una etapa en la que sentí mucho su cariño de madre. La vi bailar muy poco, mas cuando ensayaba conmigo era como si estuviera en el escenario, tenía una facilidad inmensa para hacerte ver cualquier personaje. Me nutrí mucho de ella, me enriquecí con ella. Es invaluable todo lo que me dejó. Su ausencia física creó un vacío colosal a esta compañía y a mi carrera.
—¿Y el amor por Joel Carreño apareció junto con El lago de los cisnes?
—No, para nada (ríe con picardía). Éramos compañeros y le pidió a Alicia que lo dejara bailar El lago... conmigo. ¿Qué tú crees?, me preguntó y yo le dije: «por favor...». No creía en aquel momento (ni en este) que tenía derecho de escoger con quién bailar. Lo importante es bailar. Si es un magnífico partner mejor todavía. Joel fue muy, muy caballeroso, creo que supo valorar el hecho de que yo solamente quería trabajar. Así surgió un cariño muy lindo, que ya existía por su parte. Con el tiempo, la amistad se convirtió en un amor verdaderamente increíble que todavía mantenemos. Él me hizo comprender que podría resultar genial la relación entre bailarines, y lo ha sido tanto, y tan bueno, que ahora quisiéramos bailar todo el tiempo juntos, lo cual sucede, sobre todo, en el extranjero, pero muy poco en Cuba, a pesar de lo mucho que lo deseamos. Me encantaría, por ejemplo, que cuando interpreta al Albrecht de Giselle los ojos que viera fueran los míos.
—Yolandita, ¿crees que ya estás preparada para convertirte en primera bailarina?
Ver Giselle selló para siempre su destino. —Sí, creo que ya estoy lista. Hace muchos años pensé que nunca llegaría ese momento, pero ahora puedo afirmarlo de manera categórica. Lo he bailado casi todo, y en la medida en que lo he hecho, he logrado cosas muy buenas. Ahora bien, todavía no soy la bailarina que quiero ser. Sé que es casi imposible ser perfecto, pero no quiero que me encasillen como la bailarina del tipo tal..., no. Quiero ser la bailarina que lo puede hacer todo: lo mismo una Giselle frágil y una Odile villana e impetuosa, que una Odette suave y una Kitri, alegre y coqueta, con esos giros y saltos maravillosos...; una bailarina versátil, que esté preparada para cualquier desafío.
—¿Qué te falta? ¿De qué depende alcanzar tus propósitos?
—Depende de mí y del modo como el público me vea bailar, porque al final es el público el que juzga al bailarín. El que nos pone el cartel, el que nos apellida. Es a él al que tengo que convencer de que puedo asumir personajes completamente diferentes e interpretarlos cabalmente.
«Solo quiero dar mi vida y mi arte en la sala García Lorca del GTH, pero también sueño con trabajar en otras compañías, con otros coreógrafos, con darme a conocer al mundo, como lo hicieron nuestras grandes bailarinas. Pero, sobre todo, que me conozcan aquí. Lo que más deseo es que mi pueblo sepa quién es y cómo baila Yolanda Correa, y, por supuesto, gustar y..., con una pizca de egoísmo tal vez, gustar más que nadie».