Foto: Osvaldo Gutiérrez Gómez CIEGO DE ÁVILA.— Dicen que está embrujado. Y por unos segundos, Eddy Naranjo pensó que era verdad, ese día, cuando estuvo a punto de ahogarse. Trató de subir por las paredes, pero el musgo lo arrojó de nuevo al agua. «Si no es por mi hijo mayor, creo que el cuento lo hubiera hecho otro», dice este profesor de Filosofía del Instituto Superior Pedagógico Manuel Ascunce Domenech.
Pese al susto, persistió, y al cabo de 20 años aparece su libro: Historias de Pozo Brujo, donde se hilvanan diez relatos alrededor del paisaje que rodea a esa poceta, un tanto mística, alimentada por un manantial del campo y que estuvo a punto de llevárselo.
El hilo conductor es sencillo: un niño que escucha las historias que el padre le cuenta, cuando pasean por el campo. Al final del camino aparece el fantasma del abuelo, justo en el último cuento, entre historias de tesoros de bandidos, zanjas que antes se inundaban y ahora están secas, secretos de campesinos y duendes aparecidos de la nada.
Delgado, con un pelo a cuenta gotas y con una sonrisa eterna en el rostro, Eddy Naranjo aclara: «Los cuentos de mi libro no son ficción por completo, pero tampoco son, totalmente, una realidad. ¿Y entonces qué cosa son? Pues simplemente historias».
—Historias de Pozo Brujo tardó 20 años en aparecer. ¿Desde el primer momento tuvo la idea de que esos cuentos terminarían en un libro?
—Esos cuentos fueron surgiendo en la medida que escuchaba los relatos de los campesinos sobre las leyendas que hay sobre Pozo Brujo y los lugares que lo rodean. Yo escuchaba el cuento y a partir del mismo tejía mi propia historia, que es como cocinar un gran pastel al que tú le das la forma que deseas.
—¿Por dónde empezó realmente este libro?
—Mira, yo soy un animal urbano, pero dejé de serlo para irme al campo, porque estaba muy enamorado de mi esposa, Magaly Álvarez Pino. Su padre, Felipe, era un narrador nato. Tenía un encanto especial para contar historias, al punto de que te quedabas noches enteras oyéndolo. Un día me enseñó un manantial y me dijo: «Esa agua sale porque por este lugar el bandido Arroyito enterró su tesoro y nadie lo ha podido encontrar». Aquello me prendió, le pedí que contara la historia y luego yo escribí la mía.
—¿Y esa fue la primera?
—Lo primero que escribí fue La Solpaca y quien me dio la idea fue mi hijo menor, cuando tenía cuatro años. A mí me gustaba pasearlo por el campo y me tenía loco con un personaje: la Solpaca. Yo le preguntaba: «¿Pero qué cosa es eso?». Y él me hablaba de un ser que tenía poderes algo mágicos. Un día le pedí: «A ver, dibújame la Solpaca», y me hizo el dibujo de un animalito mitad largatija, mitad mariposa. De esa fantasía de mi hijo, tomé los ingredientes para mi historia.
—Usted ha dicho que sus cuentos son ficciones tomadas de la realidad; pero ¿hasta qué punto este es un libro de testimonios?
—No, aquí no hay nada testimonial. Lo que aparece en mi libro es pura ficción. A mí me han preguntado: «¿Dónde están las fuentes de lo que usted narra?». Y yo he respondido: en ninguna parte, solo en la gente.
—¿Y quiénes se lo han preguntado?
—Los historiadores, lo han hecho de buena fe; lo que pasa es que yo no consulté ningún documento. Lo único que hice fue escuchar historias.
—¿Alguna particularidad especial para ser un «oidor»?
—Saber escuchar. Tener paciencia y humildad para oír al otro. Yo pienso que la literatura tiene un punto de arranque en la realidad y, como a mí me gusta escribir, siempre ando con la oreja bien parada. Es algo que tengo incorporado.
—¿Qué le llamó la atención de esa oralidad campesina?
—La forma de amasar las historias. Algunas son un poco ingenuas, pero a mí no me importaba. Lo que quería era entender una filosofía. Hay personas que están interesadas en los misterios de la muerte; a mí, en cambio, me preocupan más los misterios de la vida.
—¿Las ciudades pueden albergar la misma riqueza de leyendas que el campo?
— Sí, en buenas cantidades; solo hay que encontrarlas.
—¿Incluso las ciudades de provincia, que en ocasiones pueden parecer tan corrientes?
—Incluso ellas. Mira el caso de Ciego de Ávila: es la única ciudad del país que tiene un lago, La Turbina, que surgió de pronto. ¿Cuántas cosas se dicen de ella? Que en su fondo hay trenes completos, camiones y hasta su cuentecillo medio misterioso anda por ahí. Ya te digo: hay que buscarlas.
—¿Podrán aumentarse los cuentos de Pozo Brujo?
— A lo mejor; el otro día, cuando regresaba a mi casa, en el ómnibus un hombre me contó sobre unas inundaciones grandes en el campo y las cosas que hacían las aguas. Ya el libro estaba en la editorial y yo me di un golpe en la rodilla. «¿Por qué usted no me contó esto antes, compadre?», le dije. Pero algo haré..., esa historia no se va a quedar en el aire.
—Eddy, ¿qué hay detrás de ese padre contándole historias al niño y que al final se topan con el fantasma del abuelo?
—Lo que está es mi filosofía. Yo creo en la negación de la negación, en el relevo, en el cambio que debe ocurrir en la vida. No creo en las metafísicas que tratan de desconectarse de la realidad y justificar las cosas per se.
—De todos modos funciona como un buen recurso literario para unir los cuentos...
—Sí, quería dejar una especie de final abierto. El niño ha ido creciendo escuchando las historias del padre y se topan con el fantasma del abuelo, el mismo que enseñó los cuentos que se están contando. Es como si un niño hubiera crecido para reiniciarse el ciclo. Quería dejar la sensación de que iba a comenzar un nuevo cuento de Pozo Brujo.
—¿Y cuál es ese cuento?
—Eso no lo sé; se lo tienes que preguntar al niño. Él es el único que lo sabe.