Nací en una numerosa familia donde hasta los más humildes de origen sabían leer y escribir más o menos correctamente, como era el caso de mi bisabuela materna Yoya (se llamaba en realidad Dolores Ramos) que era una humilde campesina nacida en una aldea de las Islas Canarias. Vino a Cuba a los 30 años de edad a trabajar como sirvienta en una casa del entonces incipiente Vedado, con su marido, mi bisabuelo Totó, que era el jardinero, pero que también iba al mercado a comprar comida o ayudaba en cualquier faena.
La recuerdo bajita, silenciosa, amable, y respetada por todos. Con sus ahorros durante más de 30 años de trabajo de ella y su marido habían comprado aquel caserón del barrio de Jesús del Monte (ahora todos sabemos que se llama Diez de Octubre) y de alguna manera Yoya era el centro de gravedad moral de la familia. Todo lo importante había que consultárselo a ella que desde muy temprano se levantaba, desayunaba una buena taza de café con leche, y se sentaba en el comedor a esperar que le trajeran el periódico, que según me han dicho era el Diario de la Marina. Entonces se ponía unas gafas que guardaba con sumo cuidado en un estuche. Lo que estaba leyendo —desde los titulares hasta cualquier artículo que le interesara y algunos de los anuncios— lo musitaba con los labios levemente sin que nadie se atreviera a importunarla. Esta imagen me persiguió amablemente durante mis primeros años de vida.
Cuando llegué aproximadamente a los cuatro o cinco años de edad quise aprender a leer lo mismo que todos en la casa —incluyendo a la silenciosa Yoya— lo hacían a diario a distintas horas. Como mi madre era maestra de enseñanza primaria me pareció que era la persona más indicada para que satisficiera mis deseos de lector incipiente. Esto, según me contaron después, causó mucha sorpresa, pues según decían era muy pronto para aprender a leer. Pudiera hasta ser dañino para mis ojos, para mi mente, para el sueño. Pudiera enfermarme de algo serio. Definitivamente, era muy pronto para aprender a leer, tenía que esperar por lo menos uno o dos años. Según me contaban después, por eso no me hicieron mucho caso. Mi hermana Olga, que era cuatro años mayor que yo, no aprendió a leer hasta los ocho. Eso era lo normal. Pero como siempre he sido persistente y demandante cuando algo me interesa de verdad, persistí una y otra vez. El asunto se convirtió, me contaba mi madre muy sonriente después, en algo peculiar que había que resolver. El niño quería hacer lo mismo que todos los demás: aprender a leer.
Se convirtió en un asunto tan serio que tuvo que intervenir mi sabía bisabuela Yoya. Dicen que un día, mientras se discutía el asunto con cierto interés, dijo algo así que ella no estaba de acuerdo con los demás. Si el niño quería aprender a leer había que enseñarlo. Como sus palabras siempre eran escuchadas y valoradas consideraron que tendrían que prestarle atención. Alguien dijo que la persona más indicada era mi madre dada su condición de maestra.
Pero no previeron que Yoya tenía una solución mejor. La suya propia. La manera como ella había aprendido a leer allá en su aldea de las Islas Canarias. Entonces dijo que le dejaran el asunto a ella. Fue a su cuarto y buscó minuciosamente en su viejo y misterioso escaparate de caoba legítima, hasta que encontró algo que iba a solucionar mágicamente lo que parecía era un problema insoluble por el momento. Traía en la mano un viejo cuaderno algo arrugado pero intacto. Se sentó en su silloncito, se ajustó bien las gafas y dijo que le trajeran al niño. Como lo que ella dijera había que respetarlo, me buscaron en el gran patio de tierra que estaba al fondo de la casa, donde yo pasaba gran parte del tiempo con los cinco perros de caza de mi abuelo Carlos, y me llevaron ante Yoya. Según los recuerdos fieles de mi madre, mejores que los míos siempre, me pidió que me sentara en sus piernas y tomó en sus manos aquel cuaderno que tenía un nombre muy específico. La llamaban una Cartilla. Mi madre la conocía bien pues su generación aprendió a leer por una igual. El método era muy elemental pero efectivo hasta cierto punto. Primero había que identificar y aprender a decir las cinco vocales: a, e, i, o, u. Por un simple método repetitivo cualquier persona normal las aprendía. Después venía algo más complicado pero muy sencillo. Unir las vocales a una consonante, por ejemplo: ba, be, bi, bo, bu. Y así sucesivamente con todas las consonantes. Los próximos pasos eran inevitablemente parecidos, unir la vocal a con dos consonantes, por ejemplo: las, ada, afa, etc., etc. Esto me permitió que cuando matriculé en el primer grado a los ocho años ya leía de corrido.
Puedo asegurar que algún recuerdo tengo de eso aunque es vago y confuso. Pero mi madre, y jamás en tono de burla, de crítica, ni censura, me dijo siempre que así aprendí yo a leer con mi bisabuela Yoya.
Así a los seis años pude leer por mi cuenta y riesgo los famosos cuentos de Callejas que los más viejos recordarán. Y otras lecturas más complicadas que sí recuerdo bien. A los nueve o diez años descubrí al escritor cubano Alfonso Hernández Catá que ya requería un mayor esfuerzo. Y después vinieron Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro, Cirilo Villaverde, Julio Verne, Juan Jacobo Rousseau, Voltaire, Enrique Labrador Ruiz, Ernest Hemingway...
La lectura ha sido para mí, y para millones de personas en el mundo, un amable refugio, una fuente inagotable de conocimientos, un placer infinito. Sé que no estoy diciendo nada nuevo, pero es útil recordarlo.
Ahora que estamos en tiempos de ferias de libros en toda Cuba, es bueno evocar esta experiencia fabulosa de mi infancia, guiado por mi sabia bisabuela Yoya.