Fotograma de 4 meses, 3 semanas, 2 días, del rumano Cristian Mungiu. Ya estamos en diciembre y nuevamente los principales cines de La Habana son hervideros. Las actividades del 29 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano arrancaron desde el martes temprano en la mañana, y pasado el mediodía era posible notar el ir y venir frenético de cinéfilos por toda la calle 23.
Dos filmes llegados desde Europa, y producidos este año, acapararon rápidamente la atención de las primeras jornadas, como parte de la muestra internacional: Conversaciones con mi jardinero, de Francia, y 4 meses, 3 semanas, 2 días, de Rumania. El primero, muy clásico y tierno; el segundo, más atrevido en términos visuales e indiscutiblemente superior.
Lo esencial lo enseña la vida, no la escuela, parece decir el filme Conversaciones con mi jardinero, del realizador Jean Becker. A través de una fábula sencilla, la cual enrola a dos amigos de la infancia que se reencuentran en la madurez, su director expone una gama de sentimientos y estilos de vida contrapuestos (uno es pintor; el otro jardinero), sin que ello suponga un conflicto para el desarrollo afectivo de la relación. El argumento, basado en un relato literario, descansa sobre la base de la confluencia de experiencias, sin que ninguna se imponga tiránicamente sobre la otra; o sea, lo importante apunta hacia un reconocimiento de lo bello de la vida, de sus gratitudes y orfandades, pero siempre en un tono alegre, a ratos jocoso.
Para ello fue vital la labor de dos excelentes actores como Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darroussin, quienes desde actitudes diferentes revelaron con estilo la torpeza ontológica que se esconde tras cualquier ánimo de trascendencia. De conmovedora puede calificarse la escena del bote donde los amigos se permiten por unas horas (ya a sabiendas de la muerte inminente de uno de ellos) el sabor de la nostalgia, de la paz interior y de la reconciliación con la naturaleza. De las manos curtidas del jardinero se escurre un pez, el cual es regresado al agua a modo de compensación con el mundo, con los que quedan tras su partida definitiva.
Con diálogos fluidos y bien concatenados que destierran toda sombra de ampulosidad, Conversaciones con mi jardinero ofrece, sin embargo, pocas sorpresas en cuanto a imagen; su objetivo apunta a la recreación cortés de una amistad renovada a tiempo para beneficio de una de las partes. La crisis personal del pintor, luego de que su esposa le pidiera el divorcio, encuentra su tabla de salvamento en el compañero que, sin instrucción, ni educación estética alguna, es capaz de emocionarse frente a sus dibujos.
Si bien la evolución de los personajes ocurre en una sola dirección —en la del pintor— (algo que deja entrever cierta arrogancia, pues, tal parece que el jardinero ya viene de vuelta de la vida, que ya lo sabe todo, y no es así), es plausible el concepto de la metamorfosis en tanto no disminuye la capacidad del otro para todavía sorprenderse con ciertos detalles de la cotidianidad.
Aunque el final es predecible, por el exceso de énfasis en la precaria salud de uno de los personajes, la cinta logra desandar caminos trillados sobre ruedas altas y a prueba de obstáculos.
Más dramática y decididamente desconcertante transcurre la historia de 4 meses, 3 semanas, 2 días, del rumano Cristian Mungiu. Con la Palma de Oro de Cannes de este año en el bolsillo, llega a nuestra cita anual una película de alto vuelo y connotaciones morales de gran calibre. Se sabe que la cuestión del aborto continúa generando debates enconados en el Viejo Continente, a pesar de lo «adelantados» que dicen estar por allá en otros asuntos. Ya porque algunos sectores conservadores los han avivado en interés propio, ya porque la baja natalidad de la región es un problema real y urge trazar una política encaminada a su ajuste, lo cierto es que esta no es la primera vez que nos topamos con el peliagudo tema, si bien por fin asistimos a un tratamiento estético elogiable.
Si se recuerda ahora la débil propuesta del inglés Mike Leigh con su Vera Drake (que no por casualidad también ganara otro importante galardón, el Oso de Oro en Berlín), al menos podemos dormir tranquilos con esta mirada dura de Mungiu, que no se queda en lo meramente anecdótico y prefiere internarse por vericuetos de índole psicológica y social mucho más atractivos. La situación de Otilia y Gabita, dos estudiantes de Ciencias Técnicas que se ven obligadas a practicar (¡en pleno 1987!) una interrupción clandestina al embarazo de esta última, contiene más de una lectura sobre la miseria humana y sus estrategias más oscuras.
La cinta forma parte de un proyecto más ambicioso que recogerá varias historias íntimas y urbanas de finales de los 80 en ese país. El objetivo es hablar de aquellos momentos sin hacer referencias directas al modelo socialista de los rumanos, algo así como dejar a las anécdotas comentar ellas solas la realidad social y política.
Por lo que toca a 4 meses, 3 semanas, 2 días, una vez cumplidos estos propósitos en su antesala, durante la cual nos enteramos sin mucha necesidad para la historia, en verdad, de lo extendido que estaba el mercado negro en esa nación, la película arranca hasta conformar un bloque bastante compacto de conflictos éticos, afectivos y hasta generacionales que muestran un retrato descarnado del período.
Narrada con claridad e indudable aire minimalista, las peripecias de Otilia por conseguir una habitación de hotel —lo más barata posible—, en la cual llevar a cabo el aborto de su amiga, bajo estricto silencio y también lo más económico posible, descubre paulatinamente una galería de personajes que se aprovechan —consciente e inconscientemente— de la difícil y peligrosa situación, sin llegar jamás, por suerte, a la ausencia total de solidaridad. Las actuaciones son de lo mejor en ese recorrido, donde destacan particularmente Anamaria Marinca (Otilia), Laura Vasiliu (Gabita), y Vlad Ivanov (Sr. Bebe), cada uno dueño de introspecciones francamente memorables.
La audacia visual no deja a nadie impasible. Apenas iluminada artificialmente, la fotografía opta por tender una capa opaca y deslucida sobre sus héroes (o antihéroes, según se miren). Una atmósfera opresiva los va enterrando y conminando a decisiones siempre controvertidas. Pasillos estrechos, cubículos pequeños y minados de enseres, calles oscuras y vacías son registrados con aparente calma por una lente irónica.
La puesta es sencillamente brillante en tanto lo calcula todo al servicio de la tensión. La secuencia donde son descubiertos al espectador los restos del feto, es una de las más fuertes que se recuerden. La proliferación de planos únicos para montar una escena completa, y donde se advierte siempre un ligero temblor que impide calificarlos estrictamente de fijos, contribuye al contrapunteo mayor que se establece con otros más dinámicos, filmados con cámara en mano, que desestabilizan y desenfocan una realidad ya de por sí confusa. El recurso de campo-fuera de campo es llevado a extremos que no restan, sin embargo, un ápice al valor de los mensajes. Porque precisamente en ese entramado de diálogos donde unos hablan hacia fuera de cuadro, y otros reponen sin ser ubicados por la cámara, es donde alcanza su punto culminante el discurso distanciado y cáustico del director.
No creo que otros realizadores se atrevan con el aborto luego de una película como esta. Y es que la cinta rumana agotó buena parte de las posibilidades estéticas a la mano para abordar el tema; necesitarán inventar otro lenguaje.
El festival, apenas comienza.