El vacío es enorme. Ya lo había expresado el poeta cantor Alberto Cortés al referirse a la pérdida de un amigo, algo que no podremos remediar quienes tanto te amamos y aplaudimos, porque en lo adelante, querida Josefina Méndez, Yuyi nuestra, no estarás físicamente entre nosotros.
Y el dolor se hace más profundo, porque sabemos que hay ausencias irreparables, terribles. Quizá vengan otros que aprieten con calor nuestras manos; y no nos falte la maître atentísima incapaz de negarse a dar, ni la voz que censure con bondad lo imperfecto. Seguramente también sobrarán las que amen a la Patria y se entreguen toda a ella, como tú, Josefina. Pero el arte..., un ARTE así en mayúsculas, como el tuyo, es un don que sonríe a muy pocos. Con él me atrapaste para siempre una noche en el Gran Teatro de La Habana, cuando fuiste Dionaea, y te convertiste en una planta carnívora e insaciable, pero irresistible.
Lo recuerdo bien. Fue en la García Lorca, la misma sala que este sábado te recibió para el último adiós, donde de pronto apareciste y se unieron el Sol y la Luna, donde te aplaudí hasta el delirio, donde le diste a mi vida una dimensión otra. Y ahora estabas allí, rodeada de rosas, lirios, margaritas...; las flores de tus amigos, tus alumnos, tus bailarines, de Alicia, de Fidel. Y la Camerata Vocale Sine Nomine cantó para ti, y la Camerata Romeu te regaló La Bella Cubana, de José White...
Entonces te vi con tu gusto sin par y natural elegancia. Estabas vestida de blanco y la sala ya no estaba vacía. Eras Giselle lista para comenzar la ceremonia en que accederías al grupo de las Wilis. Flotabas. Te desplazaste etérea hacia el centro del escenario. Era el momento de la iniciación. Y giraste y giraste, y volaste..., y te nos fuiste, cuando todos nos resistíamos a permitirte que nos abandonaras.