Ocurre con cierta frecuencia que luego de leer centenares de cuartillas sobre una película, y luego de que nuestras expectativas remonten inusitadas laderas, finalmente se ilumina la pantalla, se cumple la promesa en imágenes, y surge entonces la desazón de no saber cómo encubrir nuestra decepción, pues el filme no tiene nada que ver con lo que esperábamos. Es hora entonces de analizar con toda seriedad si «las culpas» de la incomunicación recaen en deficiencias de la obra, en prejuicios inflexibles del respetable o, simplemente, en la obstinada insistencia de los críticos y periodistas en fabricar en serie «títulos clásicos», «filmes extraordinarios que van a cambiar los derroteros del séptimo arte».
Cartel de El laberinto del fauno. A pesar de ser muy nueva, pues se estrenó mundialmente con grandes aplausos en el pasado Festival de Cannes, la coproducción mexicano-española El laberinto del fauno ha provocado desde entonces cascadas de artículos, océanos de páginas web y notable expectación en los países donde todavía no se ha visto. Guillermo del Toro es el director y guionista de este laberinto, con grandes pasajes deudores del cuento de hadas, lo onírico, y la desaforada imaginación infantil, mientras que en otros muchos momentos se consagran a la reconstrucción histórico-épica, en particular de la Guerra Civil española durante 1944. A Del Toro le debemos, por lo menos, la vampírica Cronos (el filme mexicano más premiado de 1995) y la fantasmagórica El espinazo del diablo, donde combinaba también, en un entorno meticulosamente realista, los personajes del más allá con las feroces historias del más acá.
Por supuesto, Hollywood reclamó de inmediato la presencia de Del Toro. Se sucedieron en inglés la fábula apocalíptica Mimic (aquella en que Nueva York padece la invasión de gigantescos insectos, cucarachas si mal no recuerdo); el carrusel de violencia y bestialismo titulado Blade II; el comic mostruoso que fue la muy extraña Hellboy, hasta que consiguió, en España, el financiamiento para dos proyectos más personales, según ha dicho, El espinazo..., ya mencionada, vista hace unos años en estos mismos Festivales, y El laberinto ...
De una carrera realizada entre México, Madrid y Los Ángeles, ha surgido este filme, interpretado casi totalmente por españoles (destacan Ariadna Gil grávida y padeciendo cada vez que sale en pantalla; Maribel Verdú curiosamente ajada y famélica; Sergi López, en un malvado de antología, y el argentino Federico Luppi, en una aparición especial), pero que ha sido elegido, con buenos argumentos, por la Academia mexicana de cine para representar al país en la carrera por el premio Oscar. Supongo que esos mismos argumentos resultaron válidos a la hora de seleccionarlo para la inauguración del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
Defender la «mexicanidad» de la película requiere de un tiempo y un espacio del que no disponemos ahora, pero valga al menos la observación de que el mexicano Guillermo del Toro ha escrito y dirigido una obra de validez universal, no localista ni folclórica, donde conviven sin estorbarse, lo bello y lo grotesco, lo fantástico y lo realista, la sangre y la ternura, el cuento de hadas signado por la más irreprochable crueldad, con la imaginería del relato donde la heroína, una niña casi adolescente, debe poner a prueba su estatus principesco para recuperar su perdido reino.
El laberinto del fauno es también desconcertante, como casi todas las grandes películas que descolocan los prejuicios del espectador no acostumbrado a tan arriesgadas propuestas. El filme se digiere lentamente, y la comprensión cabal arriba muchos minutos después que abandonaste la sala, donde te sentiste hasta incómodo por momentos. A la salida del cine pasaron por mi lado grandes personalidades de la cultura abominando de sus excesos hollywoodenses y de su puerilidad ridícula. Puede que tengan hasta razón, porque Guillermo del Toro se arriesga a combinar elementos que, convencionalmente mirados, resultan demasiado dispares como para conseguir feliz aleación.
Adicto confeso de los tres géneros más vapuleados por la crítica durante más de un siglo: el cine fantástico, el horror y la ciencia ficción, Guillermo del Toro acaba de entregarnos su obra más compleja y fascinante, plena de todo tipo de sorpresas visuales y giros argumentales, película pesadillesca y de considerable impacto visual y emocional, asentada sobre la hermosa moraleja de que los males del mundo (por lo menos la guerra y la violencia fratricida) solo pueden evitarse cuando mucha, mucha gente esté dispuesta a morir antes que a derramar la sangre inocente de los otros. Tal vez no siempre el decursar fantástico del filme se combine plenamente con el dramatismo historicista que también cultiva, quizá por momentos se busque con desesperación casi la vinculación entre estos dos planos y la trama se torne reiterativa, cacofónica, demasiado explicativa y hasta redundante, pero El laberinto del fauno posee demasiados momentos de gran cine como para ser desechada con un par de frases sentenciosas y apresuradas.
Quienes aseguran que no tiene mucho que ver con el cine latinoamericano, de seguro lo dicen afincados en el prejuicio de que nuestras películas tienen que ser fieles a una determinada estética, un género específico (el drama psicológico realista, por ejemplo), un tipo de personajes (preferentemente los pobres de la Tierra) y la expresión de problemas totalmente predeterminados por tradiciones asentadas en el pretérito.
Maravilla que el cine y los creadores latinoamericanos tengan la posibilidad de abrirse a cualquier estética, género, personaje o tema. El laberinto del fauno es una obra honesta y de carácter eminentemente artístico, tanto como la aplaudida versión cinematográfica de El señor de los anillos, y en una línea bien similar a la que cultivaron numerosas obras maestras de la narrativa adscrita al realismo maravilloso latinoamericano. Del Toro sorprende y asombra, conmueve e informa, nos desconcierta y perturba. A este mexicano universal pueden ponerlo a filmar en Groenlandia o en el Tíbet, que de todas formas sus filmes rezumarán sus obsesiones personales, su particular modo de entender el cine como entretenimiento que moviliza neuronas, acaricia los sentidos y excita la imaginación.