Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Otro Primero de Enero de la Libertad

Desde la víspera de este 2025 he sentido en mi barrio natal de Camagüey el mismo espíritu de rebeldía —ahora frente a las dificultades— y he visto la alegre celebración popular, de vecinos que criaron entre todos el lechón que ahora asaron en púa, en las calles que eran de tierra y desde los primeros días del triunfo de enero del 59 fueron pavimentadas

Autor:

Leonel Nodal

Esta vez pude recordar y notar mejor que nunca antes el contraste entre aquel 31 de diciembre de 1958 en Cuba y este de 2024.

Para muchos —en especial los que todo lo critican— un año malo, duro, difícil, de escasez de todo, inflación, precios abusivos, apagones, ciclones en ambos extremos del archipiélago, y hasta un fuerte temblor de tierra que removió el oriente del país, pero…

En aquel último día del 58 yo dejaba atrás los 13 trabajando de mensajero en la bodega de la esquina —La Frontera— sin sueldo, «por lo que cayera».

En el barrio —pobre, revoltoso y con gente decente y delincuentes, que sabían dónde frenar y respetar— todo el mundo se recogió temprano. Silencio. Ni rumba ni congas ni tambores. Ni una victrola traganíquel.

Por Sedano, Desengaño y San Ramón, no se veía caminar a nadie. Todo estaba un poco más oscuro y frío esa noche. Y ahí, en la plazoleta donde confluyen las tres calles, entonces de tierra —donde ahora hay una frondosa ceiba y un monumento que recuerda a un mártir— no había un alma. Todos los habituales se habían esfumado: los jugadores que tiraban los dados del siló, apuntaban la bolita, lanzaban una moneda a una raya, tragaban alcohol con limón y se fumaban «un pito» sin temor. No se escuchaba ni una ficha de dominó. La gente desapareció.

Por la tarde vi pasar un jeep lleno de casquitos, soldaditos con los fusiles apuntando hacia todos lados, con caras de matones. Les pagaban 33 pesos al mes, igual que a los chivatos. Patrullaban con intención de meter miedo.

Ellos sabían o suponían que por ahí se conspiraba y hasta se escondía alguien, pero aquí «nadie sabía nada».

La bodega, que también era bar, con un largo mostrador de madera, donde se servía cerveza y licores, y los tomadores jugaban cubilete, estuvo abierta hasta después de las 12 de la noche. Vacía.

Mediavilla, el dueño de La Frontera, había abastecido con todo para Navidades: vinos españoles como el tinto Azpilicueta y el Marqués de Riscal; Crema de Vie, que pedían las mujeres; los brandy Tres Cepas, Agustín Blazquez, Pedro Domecq y la sidra El Gaitero, la más anunciada en la radio; también había nueces, avellanas y turrones Monerris Planeyes. Todo se quedó. El 31 no se vendió casi nada. Cuando más una botellita de ron Pinilla, que costaba 25 centavos.

Los bebedores de siempre se tomaron «la tarde» temprano, una línea de Coronilla, aquel aguardiente que se olía a una cuadra.

Después de las siete nos hicimos cuentos, oímos la radio, nos aburrimos esperando clientes, nadie se atrevió a tomarse un trago y poco después de las 12 Mediavilla dijo: «Vamos a cerrar».

Yo corrí hasta mi casa. Mi mamá esperaba impaciente. No le gustaba que yo fuera dependiente de bodega, no era lo que quería para mí. Estudia, me repetía. «Hay que estudiar, porque el que sabe más, vale más y puede más», me decía todos los días. Yo la entendía. El año anterior, a los 12, aprendí mecanografía. Saqué el título en una academia paga, nocturna. Mi idea era ser ayudante en algún bufete, copiando documentos. Pero nada todavía. «La cosa estaba fea», decía la gente.

La única Escuela Superior estaba frente a una estación de policía y cerrada desde varios meses atrás. Yo pasé el séptimo grado en una escuela particular, que el viejo pagó con gran sacrificio, porque resultaba cara para su bolsillo.

La gran fiesta fue al día siguiente. Todo comenzó a cambiar como de la noche al día.

A las siete de la mañana del 1ro. de enero ya yo andaba en la calle en la bicicleta, con un saco de arroz en la parrilla, que me mandaron a buscar en cuanto llegué a la bodega. Pasé por una cafetería de Oquendo, donde vendían una tacita a tres centavos y vi un montón de gente gritando. Paré, pregunté qué pasaba y dijeron: «Se fue Batista». Partí corriendo para la bodega. Solté el saco de arroz y le dije al dependiente: «Me voy, no vengo más». Y pasé por mi casa. Junto con mi madre nos fuimos a casa de una amiga de ella, tía de Faure Chomón Mediavilla, que estaba alzado en el Escambray, y ya allí estaban celebrando con una fiesta.

Por la noche entró una columna rebelde a la ciudad y hubo un tiroteo toda la madrugada con unos soldados que se atrincheraron en el edificio del hospital que estaba en construcción, al pie de la Carretera Central, cerca de mi casa.

Enero 66 años después

Desde la víspera de este 2025 he sentido en mi barrio natal de Camagüey el mismo espíritu de rebeldía —ahora frente a las dificultades— y he visto la alegre celebración popular, de vecinos que criaron entre todos el lechón que ahora asaron en púa, en las calles que eran de tierra y desde los primeros días del triunfo de enero del 59 fueron pavimentadas. Y la música comenzó a sonar alto y fuerte desde temprano el 31 de diciembre.

No han sido fiestas de familias opulentas ni pagadas por el Gobierno, sino de vecinos que comparten una cucharada de sal, un puñado de frijoles, el aceite, un buchito de café, un dulce para los muchachos.

Los hombres le dan vueltas a la vara que hace girar al lechón sobre las brasas de leña y carbón. Y las latas de cerveza, la botella de ron, pasan de mano en mano. Y son horas de rumbón, de la mañana a la noche, hasta la madrugada.

La música arrebata. Hay de todo: sones, salsa, guaguancó y rumba de cajón, pero sobre todo reguetón, que no deja de sonar. No hay fuegos artificiales ni tronar de cañones. Hay gritos, bulla, ruegos, vivas a Cuba, ¡cantos de fe en un año mejor, abrazos, apretones de mano, besos!

Y pasan de mano en mano los platos de congrí, yuca con mojo, tostones, ensaladas de lechuga, tomate, col, masitas, pellejitos, chicharrones y hasta los huesos de lechón, que se disuelve en las bocas de todo el que llega o ya estaba. En una calle se baila con salsa y en otra con reguetón o conga de carnaval. La fiesta es libre, sin pago de entrada ni discriminación. Bailan juntos negros, blancos y mulatos, rubias, trigueñas, gordas y flacas. Es lo que se dice un verdadero rumbón, de los que mantienen a cubanas y cubanos unidos por el amor.

En mi barrio natal de Camagüey aprecié el mismo espíritu de rebeldía —ahora frente a las dificultades— y he visto la alegre celebración popular, de vecinos que criaron entre todos el lechón que ahora asaron en púa, en las calles que eran de tierra y desde los primeros días del triunfo de enero del 59 fueron pavimentadas. Foto: Leonel Nodal

El público inundó los mercados agropecuarios para adquirir viandas, vegetales, verduras, arroz, frijoles, ingredientes para sazonar, frutas. Foto: Leonel Nodal

 

 

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