Aquella noche, el barco permanecía al pairo cerca de la costa de La Habana. A la mañana siguiente, el práctico nos conduciría a través del estrecho canal que desemboca en la bahía. Habíamos llegado al término de una larga travesía, cruzando el Atlántico.
Percibí por primera vez el olor a salitre y se me reveló el esplendor del mar, hasta entonces desconocido por haber vivido siempre tierra adentro. Sufrí un doloroso desgarramiento causado por la brusca ruptura de un universo que había sido el mío, conformado por un ambiente familiar, por las vivencias de la escuela, de los juegos infantiles y, en la temporada veraniega, por el disfrute de la hierba y la búsqueda de setas en las estribaciones de los Alpes. Al desembarcar, me desconcertó la bulla envolvente producida por una humanidad gesticulante y expresiva que se manifestaba en palabras ininteligibles para mí.
En el breve transcurso de unos meses, de manera empírica, fui aprendiendo el castellano. Me había familiarizado con el barrio y estaba en condiciones de reanudar mis estudios escolares. Aprendí. Conocí los eslabones fundamentales de la historia de Cuba. Los manuales de lectura contenían materiales diversos, entre ellos, poemas de Heredia, Byrne y Al partir, de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Cursaba todavía la Primaria cuando me regalaron La Edad de Oro de José Martí y un volumen que recogía las anécdotas más célebres de nuestros patriotas. Recuerdo una ocasión en que, a causa de una caída, los lentes me produjeron dos heridas espectaculares en la frente. Manaba sangre a raudales. Después de la cura, el médico comentó que aquello no tendría consecuencias mayores, quizá tan solo la marca de una cicatriz. «No importa», respondí, «Así tendré una estrella en la frente como Calixto García».
Mi madre disfrutaba el intercambio con amigos en pequeñas tertulias. Eran grupos heterogéneos compuestos por escritores, artistas, aficionados a la historia, diplomáticos jubilados y algún participante en la frustrada Revolución del 30. Yo andaba en lo mío. A mi escasa edad, poco podía entender de aquellos debates, aunque percibía intuitivamente la pasión por Cuba que los animaba, junto a la voluntad de seguir forjando sueños y obras con vistas a un porvenir mejor.
Mientras tanto, el barrio me iba entrando por los poros y por los sentidos. A lo largo del día, se escuchaba la melodía de los pregones, desde el mañanero «mango mangüé», pasando a prima tarde por el «pican y no pican» de los tamaleros hasta el aroma de las mariposas que invadía el anochecer. El cancionero de la época se propagaba a través de la victrola del cercano bar Cabañas. Muchos años después, la versión cinematográfica de La bella del Alhambra, dirigida por Enrique Pineda Barnet, me devolvió algunos de aquellos recuerdos lejanos. El olor a salitre me había impregnado para siempre.
Nacida en París, al cumplir los 18 años hubiera podido optar por la ciudadanía francesa. Sin vacilar, descarté esa posibilidad, aunque he conservado siempre un recuerdo grato de mi primera infancia y un interés activo por la historia y la cultura europeas. Procedía de una familia de emigrantes. Cuando nos juntábamos en los rutinarios almuerzos dominicales, alrededor de la mesa se cruzaban idiomas diferentes. Solo mi padre era cubano. Viajó mucho, pero quiso dejar sus huesos en la Isla y pudo hacerlo.
Llegada a la mayoría de edad, mi proyecto de vida estaba vinculado al destino de la nación. Aficionada al ajedrez, sabía que los peoncitos desempeñan un papel importante en el juego ciencia. No aspiraba a otra cosa. Desde el pedacito que me tocara, tendría que contribuir a hacer un país.
No había cumplido los 12 años cuando empezaron a interesarme los asuntos relacionados con la política nacional. La parentela de una de mis compañeritas de juego, inspirada en el recuerdo del Gobierno de los Cien Días confiaba en la llegada de un mesías que habría de combatir los males de la República.
Sabido es lo que ocurrió después con la corrupción galopante y escandalosa, el enfrentamiento a tiro limpio en las calles de La Habana, el declive económico que seguiría a la breve bonanza producida por la II Guerra Mundial, la miseria creciente de un sector mayoritario de la población, la fractura de la unidad sindical y la subordinación a los intereses del imperio. Comencé a prestar atención a las noticias y a las voces críticas que se manifestaban desde distintas posiciones.
Recibíamos clases en un edificio situado en la entrada de la Colina, frente a la oficina de la FEU y a la Galería de los Mártires. Ese entorno era un hervidero permanente, cargado de confrontaciones a partir de perspectivas diferentes. Allí conocimos a jóvenes independentistas puertorriqueños, a estudiantes guatemaltecos, eufóricos porque el triunfo de Arévalo abría el horizonte hacia un mundo mejor para su país. Esas vivencias cotidianas nos permitieron palpar en la realidad concreta de los hechos, el vínculo existente entre el destino de la Isla y el de la América nuestra.
Tuve luego la oportunidad de cursar un posgrado en París. Era la posibilidad de regresar a los lugares donde había transcurrido mi infancia, de recorrer museos, de encontrarme cara a cara con un extraordinario legado arquitectónico y una zona experimental en el campo del teatro y las artes visuales. En Italia restablecí el contacto con mis compañeros de juego de antaño. Quedaban unos pocos. Muchos habían caído combatiendo al fascismo en las montañas del Piamonte.
Por aquel entonces, en París, la presencia de la Sorbona y de la escuela de Medicina animaba la vida del llamado Barrio Latino. De cuando en cuando, al atardecer, los carros celulares de la policía recorrían el Boulevard Saint Michel. Cargaban indiscriminadamente con cuanto joven, por su apariencia física, mostrara rasgos característicos de los argelinos. Numerosos latinoamericanos caían en aquellas redadas. En África del Norte se había desencadenado la lucha por la independencia. A través de sus publicaciones, Jean Paul Sartre impulsaba el desarrollo de un pensamiento descolonizador.
El triunfo de la Revolución Cubana respondió a mis expectativas. En un apretado vínculo de pensamiento y pasión, mi destino se asociaba definitivamente al de la Isla. Mi existencia había encontrado sentido y razón de ser.
A lo largo de estos años he pasado momentos de plenitud y de desgarramiento. Consciente de los obstáculos que se interponen en nuestro camino, me lacera en lo íntimo la observación de valores mellados en el entrecruzamiento entre factores objetivos y subjetivos. Inspirada en José Martí, Fina García-Marruz afirmó en un libro que merece ser rescatado, que el amor constituye una fuerza revolucionaria. El amor induce a compartir alegrías y dolores. Convoca a la acción solidaria. Aquí estoy y estaré. Aquí quedarán, dispersas, mis cenizas.