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Un salto hacia el futuro

«La capacidad histórica de un país no se debe a su extensión sino a su intensidad», nos recordaba ese gran pensador revolucionario que fue Cintio Vitier, citando a otro de los grandes de las letras cubanas: José Lezama Lima.

Autor:

Elier Ramírez Cañedo

«La capacidad histórica de un país no se debe a su extensión sino a su intensidad», nos recordaba ese gran pensador revolucionario que fue Cintio Vitier, citando a otro de los grandes de las letras cubanas: José Lezama Lima.

Tomando como base esa referencia pudiéramos decir hoy, que esa intensidad cubana, de profunda raíz ética, comenzó a irradiar el mundo con un brillo diferente a partir del grito de libertad y justicia proclamado por Carlos Manuel de Céspedes y otros patriotas cubanos en el oriente de la Isla, hace 150 años.

Claro que la rebeldía, el cimarronaje, las ansias de libertad de los cubanos encuentran raíces más lejanas en el tiempo, desde Hatuey y Guamá, hasta las conspiraciones insurreccionales antiesclavistas como la encabezada por José Antonio Aponte en 1812 y las heroicas sublevaciones de esclavos de Matanzas que culminan en la gran represión de la llamada Conspiración de La Escalera (1844), por solo mencionar algunos ejemplos, pero solo a partir del 10 de octubre de 1868, cuando el ideal independentista y el de justicia social —expresado fundamentalmente en el abolicionismo— se fusionaron indisolublemente, comenzó a delinearse con mayor nitidez el rostro de la patria, la nación y la identidad cubanas. La epopeya del 68 creó un panteón de mártires, una memoria, una sicología común, construyó nuevos símbolos y una tradición, en fin, una nueva espiritualidad humana que no cabía ya dentro de los moldes coloniales. En muchos sentidos aquella guerra grande fue también una profunda revolución cultural.

Asimismo, aquellos hombres que se alzaron en armas el 10 de octubre de 1868, en condiciones muy desventajosas, destrozaron el imposible histórico y empezaron a fundar de esa manera una tradición que abrazarían generaciones posteriores, enfrentadas siempre a fuerzas dominantes muy superiores. Frente al imposible se levantó Carlos Manuel de Céspedes: «Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos lo contemplamos de rodillas. Levantémonos».

En su ingenio Demajagua, días después, el bayamés de espíritu volcánico cumplía su voluntad y no solo liberaría a sus esclavos, sino que, en un hecho aun más revolucionario, los haría sus iguales. Sería el mismo Céspedes quien en octubre de 1871, al ordenar la destrucción de los cafetales de Guantánamo, declararía: «No podemos vacilar entre nuestra riqueza y nuestra libertad».

Por esa actitud y no solo por el hecho de haberse declarado el padre de todos los cubanos que habían muerto por la Revolución, ante la amenaza de la corona española —luego consumada— de asesinar a su hijo Oscar, es que hoy honramos a Céspedes como el Padre de la Patria. De un solo golpe aquel hacendado esclavista se convertía en libertador, y no sería el único.

Cómo no recordar la actitud de Francisco Vicente Aguilera, uno de los hombres más acaudalados del oriente cubano, que prefirió sacrificar todo su patrimonio y su vida a la causa independentista cubana. O la de Ignacio Agramonte, aquel diamante con alma de beso al decir de Martí, cuando ante los que flaqueaban, alzó su voz para decir que contaba con la vergüenza de los cubanos para continuar la lucha. Son muchos los nombres y los hechos a reverenciar, y su mención en pocas líneas siempre podría resultar omisa. Nadie mejor que José Martí para describirnos y enaltecer a nuestros iniciadores y mártires: «Aquellos padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de nuestro pueblo; aquellos propietarios regalones que en la casa tenían su recién nacido y su mujer, y en una hora de transfiguración sublime, se entraron selva adentro, con la estrella a la frente; aquellos letrados entumidos que, al resplandor del primer rayo, saltaron de la toga tentadora al caballo a pelear; aquellos jóvenes angélicos que del altar de sus bodas o del festín de la fortuna salieron arrebatados de júbilo celeste, a sangrar y morir, sin agua y sin almohada, por nuestro decoro de hombres; aquellos son carne nuestra, y entrañas y orgullos nuestros, y raíces de nuestra libertad y padres de nuestro corazón, y soles de nuestro cielo y del cielo de la justicia, y sombras que nadie ha de tocar sino con reverencias y ternura. ¡Y todo el que sirvió es sagrado!».

Cómo olvidar que de aquella fragua y de sus bases más populares saldrían figuras de la talla de Máximo Gómez, Calixto García y Antonio Maceo. Este último protagonizaría el 15 de marzo de 1878, en Mangos de Baraguá, uno de los hechos más gloriosos de toda nuestra historia.

«Todas las fabulosas hazañas militares de Maceo —señala Cintio Vitier— palidecen ante la pura majestad moral de la Protesta de Baraguá, imagen clavada en el orgullo y la esperanza del pueblo, nueva fundación de Cuba, por un acto de fe revolucionaria, conversión del fuego en semilla, puente sobre el vacío y hacia lo desconocido que ya venía al encuentro de la Isla con un nombre centelleante: José Martí».

Cómo no hacer referencia a Mariana Grajales —madre de la Patria—, Lucía Íñiguez, Canducha Figueredo, Ana Betancourt, Bernarda Toro, Amalia Simoni, María Cabrales, Adolfina de Céspedes, Cambula Acosta, y muchas otras tantas mujeres, quienes no solo prestaron servicios trascendentales al Ejército Libertador, sino que en muchos casos combatieron directamente en sus filas.

Aquella experiencia de lucha comenzaría a mostrar también cuáles serían los dos principales enemigos de las luchas emancipadoras del pueblo cubano: la desunión y los sucesivos Gobiernos de  Estados Unidos. El impacto de la división, el regionalismo y el caudillismo hizo más daño a la causa independentista cubana que todos los batallones de España, mientras que los distintos Gobiernos de  Estados Unidos se negaron a reconocer la beligerancia de los cubanos y practicaron una neutralidad cómplice de España. Céspedes intuyó los verdaderos propósitos de Washington, demostrando una vez más sus cualidades como estadista: «Por lo que respecta a los Estados Unidos (…) su Gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y entretanto que no salga del dominio de España, siquiera sea para constituirse en poder independiente; este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces y desinteresados». Lo que difícilmente hubieran podido imaginarse aquellos héroes legendarios, es que aún tendría que verterse la sangre de cientos de cubanos durante décadas para que finalmente se coronasen sus sueños de libertad y justicia. Aquella lucha iniciada en 1868, como la Guerra Chiquita, la del 95 y la de Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras en los años 30 del siglo XX, no culminaron en el triunfo definitivo de la causa, pero como bien advirtiera Fidel en extraordinario discurso pronunciado en el centenario del inicio de nuestras luchas independentistas, «ninguna de nuestras luchas culminó realmente en derrota, porque cada una de ellas fue un paso de avance, un salto hacia el futuro». Quiso el destino regalarnos el simbolismo y el altísimo compromiso que significa que, cuando la generación continuadora de la Generación del Centenario asume creativamente las más altas responsabilidades en la dirección del país, alterando los sueños neocolonizadores de nuestros adversarios, estemos conmemorando esta efeméride y al propio tiempo, nos dispongamos a celebrar el aniversario 60 del triunfo de la Revolución Cubana.

Todo esto además, en medio de uno de los procesos deliberativos populares más trascendentales de nuestra historia, que dará lugar el año próximo —luego de desarrollado el referéndum— a la proclamación de una nueva Carta Magna, precisamente en el aniversario 150 de la primera Constitución mambisa, firmada, en Guáimaro, el 10 de abril de 1869 por nuestros libertadores, fecha que marca el nacimiento de nuestra República. A 150 años de la arrancada redentora, seguimos los cubanos aspirando a poner la justicia tan alta como las palmas, como expresara Fidel en la clausura del 7mo. Congreso de nuestro Partido Comunista: «…perfeccionaremos lo que debamos perfeccionar, con lealtad meridiana y la fuerza unida, como Martí, Maceo y Gómez, en marcha indetenible».

 

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