Parte de los brigadistas con Nancy Reyes Azahares, la amorosa y agradecida cocinera del albergue improvisado, quien perdió el techo de su casa en Cabacú, y pese a ello no deja de atenderlos hasta tarde en la noche. Para esta mujer una amistad es mejor que tener miles de pesos en la mano. Autor: Ricardo Ronquillo Bello Publicado: 21/09/2017 | 06:41 pm
Un campo de cacao es un micromundo de sombras. No de esas tenebrosas que se usan en el arte, como en la literatura o el cine, para adelantar el miedo o el terror. Las de ese árbol, cuyos frutos tiene tantos «lamedores» en el mundo, tantos saboreadores de bombones y helados, son sombras frescas y hermosas, entre las cuales se puede sentir, en mejores tiempos, los placeres naturales del paraíso prometido. Los guajiros dicen que el cacao es un «tipo fino», que le gusta «pinchar», pero protegido del Astro Rey. Sus flores solo «caminan» con sombrilla.
Por arriba, dominantes, están las matas de Júpiter, los grandulones protectores que levantan sus ramas aliviadoras de las inclemencias del Sol. Les pueden seguir en tamaño algún cedro, el aguacate, el zapote, el guapén, mandarinas y naranjas, diversos tipos de plátano (fruta, vianda, burro), y por último, pequeños cafetales y hasta alguna malanguita.
En un sembradío de cacao hay una mezcla bendita de surtidos naturales que el campesino o el agricultor plantó con su sapiencia añeja y singular. En las fincas, casi siempre pequeñas y sobre pendientes de Baracoa, los terrenos deben ser bien aprovechados para que en el menor número de «caroes» (así miden las extensiones de las tierras), se puedan lograr la mayor «cantidad de dividendos». Diríamos que son fincas «chiquiticas, pero concentra’s».
Por eso lo que en tiempos normales es una bendición, tras el paso de un ciclón se convierte en un infierno, no pocas veces impenetrable. Los frágiles Júpiter, con sus raíces a flor de tierra, son de los primeros en venirse abajo, seguidos por toda esa diversidad de árboles que los huracanes convierten en una maraña indescifrable; solo domesticable a base de motosierras, hachas y machetes, y los arrestados «pulmones» de sus manejadores. De lo que se trata es de acabar de tumbar, derribar, el otrora paraíso, para volver a levantarlo sobre sus sobrecogedoras empalizadas.
Unos se van y otros se vienen
La anterior es la razón por la que mientras las brigadas de linieros eléctricos ya se marchan del extremo oriente del país, después de la hombradía de restablecer casi todo el servicio afectado, todavía estén llegando a la región las de «motoserreros», porque para erguirse sobre el vendaval hay que acabar de derribar lo que Matthew dejó a medias.
Entre los que se vienen para Baracoa, como con su particular lenguaje se admiran por acá, está Joaquín Milanés López, junto a otros 11 de sus compañeros de la Empresa Agroforestal de Matanzas.
Joaquín, quien cumplió sus 53 octubres «tumbando más montes que un demonio, tantos palos enreda’os que son incalculables» en una CCS de Jamal, a unos 11 kilómetros de la ciudad de Baracoa, nunca ha vivido la experiencia de un ciclón en este archipiélago moldeado a la imagen y semejanza de esos fenómenos.
«Nunca en mi vida he pasado por un ciclón. O un ciclón nunca ha pasado por mí, o por donde yo he estado, pero lo que he visto aquí me dice que no quisiera ni verme, ni a los míos, cerca de uno. No debe haber sido bonito ni haber visto a este. Los campesinos nos dicen que fue una cosa enorme, que había que tenerlos bien puestos para soportar aquello.
«Lo que he visto por acá usted se lo cuenta a cualquiera y no lo cree. A los cacahuales y a los montes parece que les han pegado candela. Uno de los integrantes de la brigada grabó un video con el celular, para que nadie pueda desmentirlo, aunque esas matas son duras, porque las que quedaron ya tienen hojas y comienzan a florecer».
Esta brigada llevaba 17 días en Jamal en condiciones de sobrevivencia, junto a otra de Santiago de Cuba y una que acababa de arribar desde Artemisa. Solo la humildad y el desprendimiento de estos hombres hace que se sientan a gusto «para la situación» en albergues improvisados en almacenes de cacao, algunos incluso durmiendo en los colchones de los que salieron de pase. «Vinimos a como hacen los cubanos, para ayudarnos unos a otros, no importa los sacrificios.
«Los campesinos nos han acogido como si fuéramos de la familia. En una casa nos cocinan el almuerzo y en otra nos recogen la ropa y nos lavan el fin de semana. Cuando llegamos nos dieron un asesoramiento de cómo hacer el trabajo aquí, para no dañar todo lo que pueda salvarse. Trabajamos bajo la dirección del dueño de la finca y un técnico de la empresa para evitar hacer daño.
«Solo quisiera cuando todo esto se recupere volver a Baracoa, porque lo que vemos ahora duele, y quiero ver la naturaleza y los pueblos como me dicen que eran de lindos».
Darse la mano en la desgracia
A los artemiseños no hay quien les haga cuentos de ciclones. Antonio Benítez Reina, quien lidera la brigada de la Empresa Agroforestal Artemisa Costa Sur, a la que se integraron trabajadores de la Beneficiadora de Café de Bahía Honda, no olvida el paso devorador de Gustav por su tierra. «Sabemos lo duro que es esto. Allá el Gustav levantó hasta la placa de un edificio gran panel en la comunidad Ramón López Peña. El medidor de viento de Pico Real de San Diego, que fue arrancado por el huracán, marcó vientos de 350 km/h. En San Cristóbal, en el entronque de Fierro, donde vivo, ocurrieron 520 derrumbes totales».
Las vivencias en carne propia son las que hacen que Antonio sienta que su gesto y el de sus hombres es natural entre hermanos que se dan la mano en la desgracia. «Allá recibimos, como ahora aquí, ayuda de todo el país, y claro que nos recuperamos. Nosotros tuvimos más de 40 días sin electricidad, y acá ya casi todo el mundo la tiene».
Ese sentimiento fue el que hizo que Yoel Castillo Viboa, un trabajador por cuenta propia, viniera a hacerle honores a su sobrenombre de «Coronel» entre las lomas baracoesas, unas «charreteras» medidas en grados de humanismo. «Cuando me plantearon que hacían falta mecánicos de motosierras dije “Claro que voy”, aunque no trabaje en ninguna empresa estatal. Lo que hace falta es que haya recursos, porque hasta ahora faltan machetes, limas y otras cosas. Vinimos aquí a trabajar, a ayudar, no a perder el tiempo».
De la misma manera se integró Ariel Martínez Gómez, que apenas se lo plantearon fue y le compró media caja de pollo a su mamá, y otra cantidad parecida a su esposa, con quien lleva unos pocos meses, y se alistó para la salida. «Mi mujer, que es baracoesa y estábamos de estreno, al principio se sintió un poco celosa, porque dice que aquí hay mujeres muy lindas, aunque después pudo más el cariño por su terruño y la comprensión de que ahora es que hay que ayudar».
Los más jóvenes entre los brigadistas, Yoelvis Rodríguez y Reinier Maustre Martínez, prefieren que hablen sus actos. Esquivan cuando se les intenta involucrar en el diálogo. Uno ha grabado para que las imágenes digan lo que ha visto. Mientras al fin Yoelvis expresa con cortedad, aunque con contundencia, lo que piensa: «Esto está feo; lo que hace falta es trabajar, trabajar y trabajar».
En este almacén han montado las literas para descansar esos hombres, cuya humildad y desprendimiento los hace sentirse a gusto aquí para la situación.