La responsabilidad, el aprecio al trabajo, la disciplina, la fortaleza de espíritu y de cuerpo, distinguieron la personalidad de Maceo Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 06:33 pm
SANTIAGO DE CUBA.— Según sus propias palabras, miró «más a la esencia, que al accidente de la vida». Mostró, con su ejemplo personal, la validez de los principios que aprendió desde la cuna, humilde pero virtuosa, y demostró que la autoeducación del carácter es el mejor recurso para imponerse en todos los tiempos.
Tal era la personalidad del mayor de los hijos de Marcos Maceo y Mariana Grajales, aquel mulato disciplinado, responsable, siempre correcto y ecuánime, que se elevó a las cumbres más altas de la historia de Cuba, impulsado por su valor personal, talento natural y el perenne esfuerzo por vivir con arreglo a la integridad e imponerse a cualquier obstáculo.
Cobijado por el calor santiaguero, había nacido el 14 de junio de 1845 en una modesta casita en pleno corazón colonial de la sudoriental ciudad, hogar de rigor y probidad, pobre y discriminado por el color de su piel en una sociedad esclavista.
Al contacto con el ambiente de mulatos y descendientes de esclavos que rodeaba la casita de Providencia 16, o mientras trasladaba hasta Santiago los frutos de la finca de la familia en Majaguabo, aprendió la responsabilidad, el aprecio al trabajo, la disciplina, la fortaleza de espíritu y de cuerpo, la vocación de servicio, el valor y un profundo amor a la patria, a la libertad y a la justicia, dotes que son el más alto legado de su formación familiar.
Su padre, Marcos Maceo, le guió en las labores del campo y le transmitió el valor del trabajo honrado, lo adiestró en la caza, el manejo de las armas, el dominio del machete, los secretos de un buen jinete…
En la resolución y voluntad de sobreponerse —lo mismo a un adverso entorno social diseñado para aplastar al hombre de color, que a imperfecciones personales como aquella tartamudez que le aquejaba y que corrigió a fuerza de paciencia, perseverancia y hablar pausado— habita la fuerza de su madre, Mariana Grajales, modelo de consecuencia y sentido ético.
Por eso, Antonio de la Caridad Maceo y Grajales no fue solamente un gran talento militar, sino ante todo, un hombre de honor, intransigente en defensa de sus principios, cuya alta espiritualidad, insaciable curiosidad por la cultura y amplísima visión humanista acabaron por convertirlo en el excelso guerrero de modales cultivados, al que hasta sus enemigos se vieron obligados a reconocer como un caballero.
Con solo 23 años, este hombre ensilló su mejor caballo, con el que realizaba los viajes a Santiago, se puso al cinto su mejor machete y se fue a la guerra, no sin antes desnudar su sentir a la esposa que dejaba atrás: «el deber me manda a sacudir el yugo que la oprime y la veja (a la patria). (…) Sabes mejor que nadie cuánto vale el sacrificio de abandonarte por ella (…)».
Así cultivó aquella voluntad que impidió que las 27 heridas en su cuerpo, legado del combate, pudieran mellarle el coraje. De esta manera se forjó el andar victorioso del valeroso mambí de más de 800 acciones por la manigua oriental en la Guerra de los Diez Años, las lecciones de táctica ofrecidas al calor de la Invasión de Oriente a Occidente, la fe en el triunfo de las causas nobles, la defensa del hombre en cualquier lugar, el recio antimperialismo…
En la vida de pólvora y machete que escogió, siempre hubo lugar para la cortesía, el trato afable, los modales correctos y el sentido del respeto que le llevarían hasta prohibir las palabras obscenas en el campamento. En tiempos en que las tropas peleaban con lo que tuvieran, el general Antonio gustaba de andar siempre limpio, bien vestido y discretamente perfumado, y exigía la misma pulcritud a sus soldados.
Ese era el humano que dejaba clara su estatura moral cuando escribía al general español Camilo Polavieja: «(...) jamás vacilaré porque mis actos son el resultado, el hecho vivo de mi pensamiento, y yo tengo el valor de lo que pienso, si lo que pienso forma parte de la doctrina moral de mi vida (...) La conformidad de la obra con el pensamiento: he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el cumplimiento de mi deber».
Las ideas libertarias del Titán de Bronce, sustentadas en el honor y la virtud, marcaron el pensamiento de las generaciones que le precedieron. Sus lecciones de vida hasta hoy nos alcanzan, cual savia fresca y acicate para los nuevos.