Río Toa. Autor: Jorge Camarero Leiva Publicado: 21/09/2017 | 05:12 pm
La poesía cotidiana sale atronadora por cada poro de la ciudad, hasta lograr el oído extraño y alucinado. Baracoa es eso. Y es también un cúmulo de diversidades. Aquí están, en un mismo residuario fantasía y realidad, eso que los conocedores de la magia en rica hipérbole han denominado lo real maravilloso. Porque es ella enigmática para todos: viajeros y lugareños que luego hablarán de misterio.
En sus montañas, el límpido estampido del látigo del arriero y el alegre campanear de los cencerros de los mulos cargadores, continúan sumándose para suerte de la ecología, al variado canto de la avifauna, e incrustándose, en el centro mismo de la rara y exuberante vegetación. Y como en mágica retrospectiva, nos llegan perpetuas voces, con esos «misteriosos sonidos de palabras que están en nuestro idioma».
Cuando estos hombres «pegan» a hablar es como si lo hicieran consigo mismo, o con los escondidos recuerdos de sus antepasados, para ofrecernos un lenguaje como únicamente ellos pueden ya legarnos, en que sentimos la presencia de lo telúrico, no solo en la virginidad de estos parajes, sino también, en la consciente comunión con sus generaciones. Son los suyos giros lingüísticos auténticamente primarios, en su propio estilo y manifestación, asistimos aquí al riquísimo obsequio semántico y fonético, a la genuina fiesta del lenguaje.
Al encuentro de estas voces vamos, trepando el Toa en cayuca. A un costado: el sol ameno. A otro: el aire que es vida pura, repleto de jaldas y lomas, con su arroyo diáfano; donde nos esperan montañas de otros verdes bajo un monte de palmas y melodías de aves y tres. En el trayecto pasamos muy cerca de árboles caídos que sirven de puente al Quiviján, uno de los numerosos tributarios del Toa. Prodigioso instante en que sentimos frescas las palabras del Apóstol, cuando en otro punto similar de la majestuosa geografía baracoesa, en su Diario anota: «…y a un lado y otro flotaba el aire leve veteado de manaca. A lo alto, de mata a mata colgaba, como cortinaje, tupido, una enredadera fina, de hoja menuda y lanceolada…».
Al llegar a nuestro destino, efusivos los Pajanes nos premian con el humeante café cimarrón en su jícara. Vuelvo al Diario: «Pasen sin pena, aquí no tienen que tener pena. El café enseguida con su miel por dulce…». Las generosidades cubanas estaban allí, a su espera. En la niña que le ofrecía un pedazo de frangollo, el dulce de plátano y queso, o cuando una mano humilde y bondadosa le daba un chopo de malanga y otra, en vasija caliente, tisana y hojas. Él, que era su Diario, se desbordaba de Cuba.
Y sin preámbulo, desde el exacto sitio de aquellos ojos color monte adentro que hablan tanto como su voz, nos ataca Hortensio con su catarata de no sé si ríos o montañas o son palabras: «Nadie abracaba tanto sonido junto como tío Eutimio. Él sabía deslindar el más mínimo murmullo de entre el enjambre enmarañado, como oyentía en solitario. Conforme oía un rumorcito te argumentaba: ahí viene el canturreo ronco y entrecortado de la cartacuba que sube por repechos el cuajo de palmas para anidar en el barranco, custodiada por el tomeguín que escabullido en el flamboyán con su mera sombra ataja la sed; y detrás en segunda voz, lomeando el sonido, el tocorooooo del tocororo en dúo con la rabiche, costeando los cañadones; y casi colindante ladeando la voz del querequeté, el zorzal de patas rojas. Y ahí, cercados de montes en ese otro cañadón están el pitirre y el judío, con sus voces graves y desafinadas pero que saben a monte virgen. Luego, se quedaba asuntando largo, en lo más lejos del saber, pendiente al rumoreo y cargado de sonidos decía…ese es el ruiseñor que canta con mucho lucimiento de voz, con abundante decoración de melodía, por eso se oye limpio; porque el bando de pajaros no le abrevian ni el primer trino…».
Y apuntándonos con otra de aquellas voces, acecha Gumersindo tocado con un sombrero «bajitoncito» de yarey, que tal parece saca de allí su «decir tan agraciado»: «Zafante a los Pajanes nadie tiene saber por aquí referido a los Jigües. Y de nosotros, Erácido es el que mayor magisterio abraca de cuentos de aparecidos y de Jigües naúfragos, de esos que arribaron con los esclavos; porque según, eso profería abuelo que abacoraba todo ese saber. Los Jigües son negritos brujos con dientes y pelos largos como bejucos que salen de los charcos oscuros para irse a los repechos del monte a meter miedo. A veces se suben hasta las más altas subideses de los árboles para descolgarse hasta el agua y, cuando alguien se acerca bracean muy animosos y sacan la cabeza. Uno siente como el acabose y solo te da por correr, lomeando los charrascales; y el monte supura retorcidos augurios; y antes de llegar al claro prorrumpen; y se te espanta el soñar; y si vas y lo consigues, tropiezas con ellos…».
Al alejarnos, continué rumiando ese mar de voces. Yo vi a Martí permanecer en aquellos hombres, en sus alforjas sonoras. Él, que abrevó de esa savia en los montes incontaminados de Baracoa, en su intemperie bravía, inspirada, alta; y que cincelara in situ en el más cubano de nuestros grandes poemas, su Diario: «Por repechos, muy cargados (…) Se descolgó por el (…) Ladeando un sitio, llegamos (…) por el río, el cuajo de potreros (…) vamos cercados de montes (…) en marcha ruda de noche, costeando vecinos (…) vamos cargados de monte (…) que con su mera sombra beneficia al herido (…) lomeando los charrascales otra vez (…) por sus piedras lo vadeamos (…) De una loma al claro (…) en la hoya fértil de los cañadones…».
Regresamos de un día enorme, comprobando una vez más que allí es «donde lo cubano busca su secreto y guarda su misterio». Y esa noche soñé la luna fastuosa del Toa y arpegios, que me hicieron ir y venir entre relámpagos como un duende.
Nota: Cayuca: Tipo de bote «allanurado en el fondo para escapar de los tropezones en los bajíos que va haciendo el río y con la quilla escasita», muy parecido a las canoas indígenas.
*Historiador, premio de Crónica Enrique Núñez Rodríguez 2009