Diciembre parece que, por ser el último mes del año tiene la facultad de invitar a la recordación, la reflexión y el recuento. Por estos días me han venido a la mente, con cierta insistencia, las peripecias vividas en otro diciembre, el de 1958.
Recuerdo con gran nitidez cuando Ruby, mi novia de entonces y algo más tarde esposa hasta su fallecimiento en el 2004, me decía alborozada, aquel mediodía de visita en el vivac del castillo del Príncipe, donde me encontraba preso, que parecía todo resuelto para que pudiera salir en libertad provisional. Dentro de la alegría que causaba la noticia, asaltaba la preocupación de saber que a los últimos compañeros que habían salido en libertad provisional, los apresaban de nuevo en los propios perímetros del Príncipe. Y de algunos, incluso, no se conocía su paradero.
Ruby informó que alguien del 26 había hablado con monseñor Muller, quien estaba dispuesto a sacarme personalmente del Príncipe y conducirme hasta un lugar seguro. Había que tomar cuantas medidas fueran necesarias, pero no podía perderse la oportunidad de obtener la libertad provisional.
Efectivamente, Muller salió conmigo y con Ruby desde el propio Príncipe. Fuimos hasta el Buró de Investigaciones de la tiranía, donde se me hizo un interrogatorio y se me fichó nuevamente. Uno de los jefes del Buró, creo que el segundo, al conocer que nosotros habíamos dicho, siguiendo la sugerencia de Muller, que nos casaríamos de inmediato y saldríamos para México, nos comentó con certeza y sarcasmo, que a él no lo engañábamos, que nosotros seguiríamos «jodiendo».
Salimos del Buró y dimos vueltas y más vueltas, para asegurarnos de que no estaban siguiéndonos, hasta introducirnos por las estrechas calles de La Habana Vieja. Paramos frente a un pequeño edificio de viviendas, nos despedimos de monseñor Muller y fuimos hasta uno de los apartamentos. Era el hogar de Manuel Bravo y su esposa «Chela», obrera textil y activa militante comunista; su hijo, el médico Manolo Bravo, perteneciente a la Juventud Socialista, casado con una hermana de Ruby, desde septiembre y en compañía de otro compañero de apellido Restano, habían salido para el Escambray a esperar la invasión del Che. En los documentos falsos que Ruby preparó para el viaje de ambos, le puso a Restano en su nueva identificación el nombre de Julio Suárez, con el que sería conocido el resto de su vida.
Conocer que próximamente se efectuaría en la Sierra una reunión de la Dirección Nacional del 26 donde estaban invitados los coordinadores provinciales y los delegados nacionales de los diferentes sectores del Movimiento, me compulsó a salir cuanto antes para territorio libre. Cuando fui detenido ocupaba el cargo de delegado nacional de propaganda.
Ruby lo preparó prácticamente todo. Me hizo documentación falsa, proporcionándome un carné de una clínica mutualista y otro de la perfumería Saigón, en la que yo aparecía como vendedor. Mi compañero de militancia Hernando López, miembro de la sección de propaganda, se ofreció para llevarme en automóvil e intentar llegar a Santiago de Cuba. También nos acompañaría Ana María Irigoyen, compañera que viajaría como tía mía y que iba a visitar a sus familiares. Mis carnés aparecían con el nombre de Armando Sánchez Irigoyen.
Al llegar a Santa Clara no pudimos seguir ya que la carretera central se encontraba interrumpida por los puentes que habían derrumbado las fuerzas del Che. Atravesamos por un paso improvisado para peatones y en la orilla opuesta tomamos un ómnibus comercial que nos condujo a Camagüey sin poder proseguir, ya que el resto de la carretera central estaba virtualmente en manos del Ejército Rebelde.
Sin pensarlo mucho sacamos pasaje en el avión de Cubana que volaba de Camagüey a Santiago, con tan poca suerte que al salir del edificio del aeropuerto para el avión, observo que había un agente del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) de los que me había detenido en La Habana. De inmediato lo reconocí y me di cuenta de que le había pasado lo mismo con respecto a mí. Ese agente había sido trasladado de La Habana para Camagüey con su jefe Pérez Coujil.
Ya sentado en el avión observé que el agente también viajaría. Le señalé a mi compañera, la supuesta tía, al personaje en cuestión y le comenté que tal vez me llamaría a conversar, lo que efectivamente sucedió dos veces. Le alerté a ella que en el caso de que también la llamaran, bajo ninguna circunstancia y sin reparar en nada de lo que pudieran decirle, fuera a cambiar el plan que habíamos acordado en La Habana.
Al conversar conmigo, el agente describió en detalles el domingo de junio en que me había hecho prisionero, faltando solamente que asociara el físico y mi nombre verdadero. Afirmó que debía regresar en el avión para Camagüey, por lo que me entregaría al SIM de Santiago de Cuba.
Cuando pasé al control del representante del SIM en el aeropuerto de Santiago, este registró la pequeña maleta que llevaba y de pronto pasé el susto de ver en el interior del bolsillo de un pantalón mío, el nombre de Arnol con el que mi madre diferenciaba la ropa entre los hermanos. Cuando nos encontrábamos en estos trajines, Piedad Ferrer, compañera mía de La Habana que se había trasladado para Santiago, me divisó y fue a mi encuentro. En ese momento tuve tiempo y oportunidad para indicarle que se retirara pues estaba bajo detención. De esta manera el Movimiento en Santiago y la Comandancia General en la Sierra, se enterarían de que me encontraba preso en el Moncada. Mi nombre real se difundió por Radio Rebelde, tratando de evitar que pudieran asesinarme, lo que tal vez pudo resultar contraproducente, ya que para las autoridades del Moncada, no tenían a nadie con el nombre de Arnol Rodríguez.
Tan pronto llegamos al cuartel me separaron de «mi tía», a quien no volví a ver hasta el triunfo de la Revolución. Me informaron que permanecería allí hasta que recibieran de La Habana la información solicitada sobre mi persona. Por supuesto, al no existir Armando Sánchez Irigoyen, ese informe nunca llegaría.
No se me trató mal, casi con cordialidad la mayor parte del tiempo. Luego supe que por esos días ya el general Cantillo gestionaba su entrevista con Fidel, circunstancia que me imaginé estaba en conocimiento del jefe del SIM de la plaza. La primera noche dormí sobre un banco que estaba a un lado de la puerta de entrada del despacho del jefe del SIM. Al otro día se me pasó para una celda junto a dos detenidos más. La única anormalidad por la que pasé fue una medianoche en que dos agentes me sacaron de la celda y me pasearon por las calles internas del Moncada. Posiblemente fuera para intimidarme, pero apenas hablaron durante el breve recorrido. Uno de los agentes resultó ser el llamado Mano Negra, conocido asesino que fuera de los primeros ajusticiados por los Tribunales Revolucionarios.
Diariamente y más de una vez por día, yo indagaba por el informe solicitado e insistía en la necesidad de que me dejaran ir a Santiago a resolver problemas propios de mi trabajo como vendedor de perfume. Al cuarto día sin que llegara el informe que nunca se recibiría, el jefe del SIM autorizó mi salida y me entregó una tarjeta personal en la que apuntó el número de la posta por donde debía regresar antes de las 5:00 p.m.
Esos serían los últimos minutos que pasaría en el Moncada. Salí y transité por diferentes lugares, con lo que pretendía evitar cualquier seguimiento. Aparecí en la casa de la familia Ruiz Velasco que constituía una base sólida de la clandestinidad insurreccional santiaguera. Yo no sé quiénes se pusieron más nerviosos, si los compañeros al verme o yo por encontrarme allí. Me llevaron para una casa cercana a la bahía, donde almorcé y se comenzó a preparar mi salida para territorio rebelde. A la hora en que debía regresar al Moncada, acompañado de un miliciano, atravesamos la bahía en bote. En la otra orilla esperaba un rebelde de las tropas del Tercer Frente que sería mi guía durante todo el recorrido. A las dos o tres de la madrugada del 17 para el 18 de diciembre, en plena carretera central y prácticamente al frente del cuartel de Baire, nos encontramos con un jeep en donde venían Fidel, Celia, Miret y un médico de apellido Báez, según me pareció. Esa fue la primera vez que Fidel conversó conmigo. Tal vez algunos compañeros que no me conocen dirán: qué pretencioso es este individuo. Otros que sí me conocen, pensarán que ya los años me están afectando al decir que el jefe de la Revolución conversó conmigo y no como sería lo correcto, que yo conversé con Fidel.
Al toparme con el Comandante en Jefe, que ya conocía de mi detención en el Moncada, la primera pregunta que me hizo fue cómo había salido de allí. Antes de responderle, sin dejarme terminar, me hizo otra pregunta: ¿Cuántos soldados tú crees que haya en el Moncada? Apenas dije una palabra y otra pregunta me caía como una piedra en la cabeza, ¿cómo viste la moral de ellos? ¿Serán capaces de pelear duramente? Y así por el estilo fueron sus preguntas. ¿Digan ustedes quién realmente conversó o, más exactamente, quién habló con quién? Finalmente indicó hacia dónde debía dirigirme para que durmiera un rato, ya que temprano en la mañana sería la reunión de la Dirección Nacional.
Apenas amaneció aquel viernes 18 de diciembre de 1958, ya me encontraba en pie y encaminé mis pasos hacia el lugar de la reunión en La Rinconada. Divisé a Fidel que ya hacía rato estaba en acción y me pregunté qué tiempo habría dormido, si es que acaso realmente durmió algo.
Conversé con muchos compañeros que hacía tiempo no veía. Habían llegado hasta allí para participar en la reunión ampliada de la Dirección (la última antes del triunfo revolucionario). Fidel dio una amplia información sobre la situación de la guerra, por lo que era evidente que le quedaba poco a la tiranía.
Se adoptaron diferentes decisiones, entre las cuales estaba la creación de una comisión presidida por el compañero Marcelo Fernández, con la responsabilidad de constituir los gobiernos civiles en los territorios liberados, de la que yo formaría parte.
Esa mañana se habló del futuro gobierno, se propusieron nombres para diferentes ministerios. Fidel manifestó que ese era «el gobierno de ustedes», refiriéndose a nosotros; que él se mantendría separado del mismo, vigilante, en contacto permanente con el pueblo. Raúl afirmó con énfasis que no creía en ese gobierno de los Agramonte (Roberto Agramonte se había propuesto como canciller) y de los Urrutia. Golpeó la tierra con la culata de su arma y expresó: este hierro no lo suelto yo.