Félix (izquierda) junto a su esposa Estela y el profesor universitario Manuel Aguilar Mora. Foto: Ricardo López Hevia. Una reciente conversación telefónica desató la nostalgia. Quien llamaba era una colega muy querida, con quien no hablo frecuentemente pero con la cual, siempre que es posible, sostengo diálogos largos y cálidos, como certeza de que estamos «ahí», mutuamente al alcance de la mano.
Esta vez me tenía la noticia de que en la Ciudad de México, el pasado 20 de febrero, murió a la edad de 94 años el mexicano Félix Ibarra Martínez, un hombre que hasta el final de su existencia estuvo comprometido con la lucha y las ideas socialistas.
El anuncio hizo en mi espíritu lo que una racha de aire frío con una montaña de hojas que de pronto se deshace y revuelve y se desperdiga hecha pedacitos viajeros. Porque conocí a Félix justamente en febrero del pasado año, en su casa, en una salita de colores tenues, y los instantes de ese emotivo encuentro vinieron de vuelta.
Había llegado yo entonces a la capital mexicana en busca de las huellas que todavía pudieran quedar allí del excepcional hombre que fue Julio Antonio Mella. Y en ese intento difícil, el testimonio de Félix Ibarra resultó un hallazgo de gran valor.
Solo llevaba conmigo la estampa de una ciudad en el pasado, surcada de arterias todas estrechas, que los arquitectos habían soñado colmada de frescor y sombras para que fuera caminada sin que el sol doliese.
Sabía que a principios del siglo XX, el casco colonial de México era el corazón, el centro desde el cual se extendían varios asentamientos hacia el norte, el oriente y el occidente, y que el tiempo transcurría al ritmo de numerosos caminantes, de carruajes alados por caballos, hasta que otro paso se impuso a la altura de los años 20 cuando la capital, ya habitada por un millón y algo más de personas, empezó a ser sacudida por el ajetreo de automóviles y autobuses, de tranvías cuyos servicios eran altamente estimados y preferidos entre los pobladores.
En ese pasado casi inasible nacían y aumentaban las fábricas, los almacenes, los comercios. La ciudad despertaba latiendo al ritmo de las maquinarias. Una incipiente población urbana se fortalecía y en ella empezaba a ser recurrente la figura del campesino que, víctima de una economía agraria extensiva destinada a ofrecer al comercio internacional productos como la caña de azúcar, el café, la vainilla, o la goma de mascar, había sido expropiado de su tierra y recaló en la metrópoli, casi siempre decidido a vender su fuerza de trabajo hasta convertirse en un obrero como aquellos pertenecientes a las compañías papeleras o las industrias textiles como las ubicadas en San Antonio Abad, zona que tantas veces contó con la presencia de Julio Antonio, quien compartía sus ideas y conocimientos con los trabajadores.
Había que ver a Mella —han asegurado algunos testigos— hecho una llama encendida, un relámpago, un brillante pensador que compartía su honestidad y sus preocupaciones más urgentes con un público numeroso. Había que verlo desplegando su oratoria clara, precisa, sin estridencias aunque llena de fuerza, tan concentrado en su pasión, tan profundo a pesar de sus 25 años de existencia...
Llegué a casa de Félix intentando reconstruir los escenarios, las voces y los gestos que la modernidad difuminó casi del todo. ¿Cómo habrá sido el Julio Antonio que habitaba la ciudad? Volvía una y otra vez sobre la misma interrogante. Me seducía la afirmación, dejada por un testigo lejano, según la cual el joven gustaba de sentarse en el contén de la acera para conversar de la vida y otros asuntos. Pero seguramente solo Félix podía narrarnos cómo eran los pasos de Mella cuando entraba a algún recinto.
En eso pensaba una y otra vez mientras iba en busca de una puerta en la calle Virgilio Uribe número 14, en el Distrito Federal mexicano. Al llegar, Estela Palacio Gómez, de 83 años y esposa del luchador mexicano, dio la bienvenida con una sonrisa e indicó el camino hasta donde aguardaba él.
Félix Ibarra Martínez llevó a Cuba, en 1996, una de las mascarillas mortuorias que le hicieran a Julio Antonio Mella. La tuvo guardada muchos años. Decía siempre «no» a cuanta persona llegaba con ardides para despojarlo de una reliquia que él solo quería entregar a los dirigentes de la Revolución Cubana, y que finalmente puso en manos de Raúl Castro Ruz, durante sus horas de visita en la isla.
LA CONVERSACIÓN
Ibarra junto a Raúl, durante el acto central por el aniversario 75 de la FEU, en 1997. Foto: Roberto Morejón.
El hombre ya no distinguía rostro alguno, colores o paisajes. Llevaba en su frágil memoria las imágenes que guardara antes de quedarse ciego. Y apenas escuchaba sonidos. Así comenzó un diálogo marcado por la angustia y la expectativa. Interrogábamos bajito en lo que un amigo de la familia, recién llegado a la casa, casi gritaba para que Félix pudiera entendernos y recordar.—¿Cómo conoció a Mella?
—Cuando lo conocí tenía yo 16 años y era miembro de una familia de carpinteros que vivía en las orillas de la ciudad. Ustedes no conocen México, y a la altura más o menos de la estación de San Antonio Abad..., hasta allí llegaba la ciudad y allí vivían los Ibarra y los Martínez. Yo conocí a Mella uno o dos meses antes de que fuera asesinado.
—¿Qué recuerda de la primera impresión que le produjo el joven cubano?
—Fue una impresión grande. Mire, cuando él murió cambió nuestro modo de pensar, nuestra vida.
—¿Dónde estaba usted cuando supo del asesinato?
—Trabajaba con un tío que era amigo íntimo de Julio Antonio: Alberto Martínez. Yo era su aprendiz de carpintero. Ese día iba rumbo al trabajo cuando leí en el periódico: Mella asesinado. Me pareció increíble. Seguí y llegué al trabajo. Mi tío no llegó ese día.
—¿Eso fue el 11 de enero?
—El 11 de enero de 1929. Mella cae el día 10. El tío nos había insinuado varias veces que ingresáramos a la Juventud Comunista. Nos negábamos, pero cuando Mella fue asesinado algo sucedió con nosotros.
«Recuerdo que el joven cubano llegaba a la casa de los Ibarra, donde uno de los hermanos lo llevaba a una curtiduría que estaba a la altura de lo que hoy es el metro. Hasta allí llegaba Mella a eso de las tres de la tarde, para darle pláticas a los trabajadores».
—¿Podría describírnoslo?
—Era un tipo atlético, y llegaba de la Universidad con su saco y sus libros en la mano. Era imponente. Tenía mucho carisma. Ya les digo que nosotros lo conocimos y en dos meses nos ganó para el movimiento revolucionario.
—¿Cómo llegó la mascarilla a sus manos?
—El tío Alberto Martínez era íntimo amigo de Julio Antonio. Cuando el asesinato, él estuvo cerca de Mella y se quedó con la mascarilla que le tomaron. La tuvo en sus manos hasta que murió en 1966. Entonces la heredé, le hice una urna y la tuve mucho tiempo en la biblioteca.
«Mi memoria ha fallado mucho pero sí recuerdo que los estudiantes cubanos de la Universidad (de la Federación Estudiantil Universitaria) me pidieron que la cediera al pueblo de Cuba, y así lo hice».
—¿En todo el tiempo que tuvo la mascarilla necesitó ocultarla, o ella permanecía normalmente en su biblioteca?
—Varias personas me visitaban para conocerla. Alguno quiso que yo se la diera, pero insistí en que solo se la entregaría a Fidel. Se hicieron varios intentos a través del Che, pero el Che siguió su camino y no fue posible hacérsela llegar al líder de la Revolución.
«En 1996 se la entregamos a Raúl Castro en La Habana. Sentí que había cumplido el deber de entregársela a Fidel. Yo ya había perdido la vista».
Volvió Félix a las luces de su adolescencia mientras permanecía tranquilo en la sala de su hogar, arropado con una colcha sobre las piernas. En ese mundo de inicios vio nítidamente, y así lo hizo saber, cómo Julio Antonio llegaba a saludar a toda la familia: «Era muy solidario y cordial cuando entraba».
El hombre quedó en un silencio cerrado, y Estela, casada con él desde 1943, decidió llenar esa pausa con palabras: «Mi padre se enojó mucho cuando yo me casé, porque no fue por la iglesia; lo hicimos todo por lo civil. Su sueño dorado era verme casada por la iglesia. Pero mi señor, ateo, no quiso. Tiempo después tuvimos un hijo que murió, y aquí nos tiene: solitos los dos, aunque juntos».
Se ahondó el silencio. Antes de la despedida, Manuel Aguilar Mora, el profesor universitario que nos ayudó en el diálogo con Félix, que pudo alzar la voz sin ruborizarse por ser como un hijo de la familia, quiso comentarnos: «La generación nuestra despertó con la Revolución Cubana que representó un movimiento impresionante para México. Entonces era yo un joven de 18 años. En todo esto la figura de Mella resultaba muy importante. Es evidente que él fue un precursor de Fidel, pues pensaba hacer lo que el rebelde hizo años después: salir desde esta tierra en una embarcación, rumbo a Cuba, para cambiar todo. No pudo lograrlo porque fue asesinado. El edificio al que lo llevaron sigue ahí, intacto. Yo diría que Mella fue una especie de cometa para México. Estuvo aquí muy poco tiempo, pero fue impactante todo lo que pudo realizar».
Aquel día dejé atrás la puerta de la calle Uribe sin poder descolgarme del hondo silencio de Félix cuando había llegado al final de un diálogo en el cual, a todas luces, había hecho un gran esfuerzo. Recodaré siempre la humildad con la cual el veterano comunista decidió abrirnos las puertas de su hogar y de su preciada memoria.