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El secreto profundo de la emoción

El destacado periodista y revolucionario cubano, de cuya muerte en combate se cumplen 70 años, dejó incomparables crónicas-retratos de protagonistas de la Revolución del 30 en Cuba

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

La culpa fue de su abuelo Don Salvador, quien lo enseñó a leer en las páginas de La Edad de Oro. O quizá de su hermana Zoe, que a fuerza de competencias lo obligó a aprenderse fragmentos de La Ilíada de memoria. La culpa, pensándolo mejor, fue de Salgari, que le llenó la cabeza de tigres, armas, selvas. Pero bueno, qué importa la culpa si la enfermedad era incurable. Sí, porque Pablo de la Torriente Brau, el periodista, era un hombre incurablemente enfermo de emoción heroica.

Cuando apenas levantaba unos sueños del suelo, creía más a los libros de aventuras que a su padre, vibraba revisando la historia cubana y latinoamericana y se deslumbraba ante la belleza homérica de los héroes vivos. Vivos como él, que era héroe por salir a defender los derechos de un perro, por de-

senmascarar a los botelleros de nuestra República en un examen de Gramática o porque se sabía endeudado con cada mérito y continuador de cada hazaña.

¿Cómo no haberse afiebrado con las historias de los grandes hombres si sus ojos se hicieron «para ver las cosas extraordinarias» y su maquinita «para contarlas».

¿Acaso existió algo más maravilloso que el torbellino revolucionario de los años 30 en Cuba; aquel collage aciclonado de juventudes y tiros, traiciones y esperanzas, tánganas y frustraciones...? Pablo sabía que el pueblo, la revolución y la historia necesitaban del temblor concentrado en los rostros de sus héroes. Y del racimo de luchadores seleccionó y recreó. Contó para que todos supieran «quién era quién cuando nadie era nadie».

Pero los héroes de Pablo no tenían nada de panteón ni de coronas; nada de solemnidades inquebrantables o tribunas de hierro. Eran héroes irreverentes. Héroes de la insolencia y el arrojo, tiernos y bellos como muchachos enamorados. Terribles por el ímpetu y la angustia. Soñadores. Luchadores. Hombres. Eso sí —porque Pablo no creía en imparcialidad, objetividad y todos esos cuentos de hadas— dentro de su imperfección sus héroes eran de leyenda, que es «la única historia de los hé-

roes verdaderos». Le nacían hiperbólicos, exagerados, gigantes. Y para ello echaba mano Pablo de cuánto adjetivo creía justo, de cuánta metáfora consideraba necesaria.

¡HASTA DESPUÉS DE MUERTO...!, JULIO ANTONIO

En el sentido estrictamente literario, Pablo no fue un poeta. Según la investigadora Diana Abad «Más bien por excepción transita los caminos de la poesía». Una de esas excepciones que llevó a este hombre a componer versos fue la vida de Julio Antonio Mella. La composición, que a ratos quiere salirse del molde, termina sin embargo con un «pareado profético», como ha dicho el propio cronista: «Tu obra a su tiempo será cierta: la puerta del futuro ya está abierta».

Y a hacer cierta la obra de Julio Antonio están encaminados no pocos de los esfuerzos del gigante Torriente. Aquí en Cuba y en el exilio, muchas veces lo evoca. En varias ocasiones solicita datos de él para su proyecto de libro Mella (biografía de una juventud), pero tal vez nunca lo transmitió con más fuerza que cuando escribió su crónica Hasta después de muerto...

El trabajo fue publicado en Línea el 18 de septiembre de 1933, en ocasión del velorio y entierro de las cenizas de Mella. Parte de una frase de Saint-Just «el joven terrible, compañero de Robespierre»: «Para el revolucionario no hay más descanso que el de la tumba».

¡Ah!, pero esa frase estaba incompleta. «Un joven de América, tan impetuoso, tan inflexible y terrible como Saint-Just, le añadió un estrambote de acero: “Hasta después de muertos somos útiles: nuestros cuerpos servirán de trincheras...”».

Definido el aliento que sostendrá su palabra, explica Pablo que cuando «Línea salga a la calle, los restos de aquel joven (...) habrán paseado por las calles habaneras o estarán a punto de hacerlo». Para eso es este artículo, para acompañar en guerra el regreso del héroe.

De aquí en adelante, se refiere Pablo como al galope y valiéndose de la reiteración a las virtudes de Julio Antonio. «Aquel que supo ser precursor, (...) aquel que supo insultar (...) al babeante monstruo senil de Machado»... A renglón seguido, se adelanta a la emoción de las «muchedumbres inmensas» cuando reciban al «arquetipo de atleta de la revolución». Imagina «la fogarada inextinguible de entusiasmo» que habrá en el corazón de los jóvenes. Todos de-

safiantes, todos enérgicos para abrazar a «nuestro Saint-Just».

Y descendiendo en la curva emocional, ya cuando nuestras pupilas están cargadas para el estrépito, el cronista informa del monumento que le construirán al mártir, para rematar de inmediato en un cierre crepitante. Así, culmina con el título, aplicándole a Mella su mismo concepto de lucha: «Julio Antonio Mella: “hasta después de muerto”».

RUBÉN: EL LIRISMO DE UNA LLAMA

Quien hubiera visto a Rubén Martínez Villena jugando pelota con Pablo en la azotea del bufete de Fernando Ortiz; quien lo hubiera oído hablar de temas literarios y deportivos con aquel muchacho, jamás hubiera imaginado de dónde sacaba tiempo para esas pequeñas cosas. Al menos Pablo se admiraba sobremanera al recordarlo, sobre todo, después de conocer el volcán revolucionario que llevaba adelante aquel hombrecito.

No, no existe otra explicación que la sugerida por Pablo en carta a Raúl Roa: «Era un hombre generoso (...) sentía la necesidad de estimular». Por eso enamoraba. Por eso arrancó de la pluma febril de Pablo una página como El magnetismo personal de Rubén.

Magnetismo, atracción, conquista. Esas son las palabras de esta crónica escrita al día siguiente de la muerte del héroe. Por tanto, Pablo no se dispone a hacer un recuento biográfico. Nada de enumeraciones de hechos. Él solo hablará, y así lo deja sentado desde las primeras líneas, de la «órbita de influencia» villeniana, tan abrazadora que «infinidad de compañeros que ni siquiera sabían su edad, su historia», «hablaban de él con la certeza de quien nos es familiar».

Narra el periodista sus primeros encuentros, «el entusiasmo lírico de Rubén por las cosas bellas del mundo», su amabilidad sin límites... Hasta confesar que «la atracción política» lo dominó.

¿Qué tenía Rubén, que en él se da el magnífico contraste, muy bien recreado por Pablo, entre la pequeñez física y el gigantismo moral? «¿Quién, como él, con su pequeña voz rota por la enfermedad, supo hacerla llegar más lejos...?» ¿Con qué fuerzas logró, según cuenta Torriente en otro artículo, desorbitar con su palabra férrea y sus ojos de llamas al propio Machado y sus ayudantes?

Solo el propio Pablo, dando quizá la mejor definición de sí mismo, aquilató los impulsos del imán Villena: «Tenía Rubén el secreto profundo de la emoción».

GABRIEL BARCELÓ: LA VIRILIDAD EN AGONÍA

En carta a José Antonio Fernández de Castro, confesaba Pablo «...puedo asegurar que lo mejor y más noble de toda mi vida es haber sido amigo, haber merecido el cariño fraternal de dos hombres tales como Rubén y como Gabriel Barceló». Ya había pasado más de un año de la muerte de Gabriel, pero en Pablo seguía crujiendo aquel fulgor de su paso, y de su muerte, cuyo desgarrador transcurrir contó en las páginas del periódico Ahora.

Precisamente, Muerte de Gabriel Barceló, titulaba el trabajo, y en él delineaba con pulso dramático toda la agonía del hombre. ¿Quién se llevó a Gabriel? ¿Qué mano cerró su cauce? «La tuberculosis, esa repugnante aliada de las clases explotadoras». La tuberculosis, sobre la que Pablo lanza, en el inicio de su crónica, toda la rabia de la impotencia. La misma enfermedad que extinguió al poeta de la pupila insomne y ahora, «como una atroz burla» venía a alojarse en la «mente sin nubes» de Barceló.

Pero no es de la enfermedad en sí, de lo que más cuenta Pablo, sino del irónico contraste entre el suplicio casi eterno y la vida sísmica que le había antecedido. En imágenes aceleradas escuchamos cada estertor de aquel que «hizo de su presencia en Cuba un arma de agitación»; sentimos «la virilidad inaudita» estremeciéndose entre hipos y gemidos.

Alrededor de la cama, todos sus amigos, con ellos el periodista, pensando cómo «en el afán agónico de Gabriel Barceló se quejaba toda la clase obrera». Se moría el joven precursor que junto al propio Torriente, en el Presidio Modelo tradujo Manual de materialismo histórico de Bujarin. El romántico muchacho que dejó sus huellas en «una ciudad tan inhospitalaria; tan cruel» como Nueva York, para que Pablo, un año después, se las enviara en tiernas palabras a la madre sufrida.

GUITERAS Y APONTE: HOMBRES DE LA REVOLUCIÓN

Quiso el azar del combate reunir en su última hora al «más completo hombre de acción» de los años 30 cubanos y a quien «como nadie, encarnó la juventud antiimperialista y combativa de la América». Antonio Guiteras y Carlos Aponte. Uno cubano, el otro de Venezuela, ambos alucinados por la independencia.

Pablo, que se encontraba en el exilio aquel 8 de mayo de 1935, no obstante la pesadumbre del momento evalúa certeramente lo que los hechos demostrarían después. «La situación en Cuba es abrumadora. (...) Desde el punto de vista político, el desastre retarda la revolución hasta fecha indefinida».

Carlos y Antonio, codo con codo hasta el último sueño, «buenos para morir juntos, sobre el suelo suave y dulce, dramático y sangriento de Cuba». Así los recuerda el periodista a un año de su muerte. Pero la crónica va más allá de la catástrofe de El Morrillo. Va más allá de Guiteras y Aponte. Es, desde la vida de dos protagonistas, el ensayo más conmovedor sobre los héroes de aquel pedazo de Historia. La visión más acabada, en la óptica Torriente Brau, sobre La Revolución y sus hombres.

Ellos fueron sencillamente humanos, y así los evoca el cronista. «...Y ni me interesa, ni creo en el “hombre perfecto”. Para eso, para encontrar eso que se llama “el hombre perfecto” basta con ir a ver una película del cine norteamericano». Los bravos de verdad, como el político emprendedor de los Cien Días post Machadato y el peleador sin tregua junto a Augusto César Sandino, tuvieron, al decir de Pablo, «excesos imprudentes y errores graves».

Aponte «no concibió otra cosa que la línea recta». Y se refiere el escritor a los «hombres del Norte» que mató en Nicaragua, a lo «demasiado insolente y clara» que fue su palabra. A lo terrible de su embestida, que se sintetiza en cuatro o cinco trazos violentos. «Fue un turbión. Fue un hombre de la revolución. No tuvo nada de perfecto».

En cuanto a Guiteras, rememora que supo sortear obstáculos «como quien sale vivo de una emboscada». Le atribuye pifias porque «hizo confianza en quien no lo merecía, y llamó su amigo a quien sería traidor y supuso talento en algún cretino». Pero «tenía el secreto de la fe en la victoria final (...) era como un imán de hombres... Tampoco tuvo nada de perfecto».

Carlos y Antonio. Tenían que morir, porque el Imperialismo «siempre da en la diana. Nunca pierde un tiro». Pero en lo común de sus legendarias vidas, se hicieron gigantes de una obra monstruosamente bella: la revolución. A esa espiral, como personaje vivo y actuante, dedica Pablo parte notable de su crónica. Define, contornea, esculpe en el aire la silueta apasionante del torbellino. «La revolución no es el sueño de un poeta solitario, sino la canción imponente y sombría de la muchedumbre en marcha».

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