La tecla del duende
Mucho antes de que surgieran en Cuba los médicos de la familia, ya en mi barrio había uno. Al menos así lo llamábamos, aunque en verdad no era graduado de Medicina ni ejercía su oficio con bata blanca. Fernando, sin más apellidos que su sonrisa y su voz pícara, siempre como diciendo un secreto, era el sanador de todos nuestros males.
Allí, a la entrada del caserío campestre del kilómetro 13, en la pinareña carretera a La Coloma, su casa se abría a los transeúntes como un pórtico imprescindible para acceder al vecindario o salir de él con buena fortuna. A Fernando le íbamos a consultar desde un dolor de muelas, hasta un remedio para el perrito que se enfermó, o algo que echarle a la mata de rosas del jardín, que no quiere florecer este año...
No había ser vivo que Fernando no conociera y de cuya salud no se hiciera custodio, solamente con pedírselo. Recuerdo que ante la escasez de enfermeras en la zona, su mano suave y firme era la encargada de las inyecciones. Y que no le bastaba con recetar un remedio: el poquito de salvia, aquellas hojas de romerillo, el cocimiento de almácigo… Si el doliente no conocía de qué rincón del monte podía sacarlo, el negro bueno le aconsejaba no preocuparse y en menos de lo que el dolor volvía, ya estaba él con el mazo curador en obsequio jaranero.
Jamás lo vi cobrar un quilo por sus recetas, ni aprovechar la influencia que tenía entre los demás en beneficios de vanidad o ascensos. Ahora que lo recuerdo, tampoco supe nunca que hablara mal de otros… Al contrario, su especialidad era tender puentes, puentes de palabras corpulentas y bienhechoras, como las palmas barrigonas que adornan Pinar del Río.
A mi memoria no vienen recuerdos suyos con cara de congoja, salvo durante el tiempo en que su amada Giralda se le fue apagando entre las manos y terminó por irse, también calladamente, a alguna galaxia distante donde seguro lo espera.
Hace poco volví a visitar el barriecito del kilómetro 13, donde aún viven mis abuelos. Junto al camino, como el guardián de los que regresan, ya con los ojos de un blanco azuloso que evoca la niebla, estaba Fernando.
—¿Me conoce?— le dije alzando el saludo.
—Claro, mi’jo— contestó. ¿Cómo no voy a conocer a la familia?
Los holguineros, esa tropa incansable, tuvieron su tertulia habitual en la Casa de la Prensa. La museóloga Clara López Hernández, de La Periquera, disertó para todos.
Hannibal: ¿Ya entiendes por qué mi amor es inmenso? ¡Lo publican hasta los diarios! Tu niña grande
La vida es una sola/ entre todas las vidas,/ una esperanza gris,/ un pestañear y un beso... Santiago Feliú