Lecturas
No más entra el barco en puerto y no demora el viajero en sufrir su primer tropiezo burocrático. Procede de la vecina isla de Puerto Rico y aunque viene con sus papeles en regla y el pasaporte firmado por el Capitán General de ese territorio, se ve impedido de saltar a tierra y no podría hacerlo hasta no disponer, previa presentación de un fiador, del permiso del Capitán General de esta Isla. Designó el visitante un comisionado que asumiese la gestión, pero —¡imposible!— eran ya las dos de la tarde y estaba cerrada la oficina correspondiente. No quedaba otro remedio que esperar al día siguiente y se lamentaba el viajero de las horas que, sin poder bajar a tierra, perdería en el barco, sin oficio ni beneficio, cuando apareció la solución mágica. Unas palabras amables dichas al guardia y unas monedas deslizadas en sus manos fueron suficientes para allanar el trámite. Pudo sin inconveniente alguno desembarcar el viajero que, en la mañana siguiente, estando ya en tierra, obtuvo, sin necesidad de fiador alguno, pero a cambio de cuatro reales de plata, el permiso para bajar a tierra.
Nuestro visitante es el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga. Tiene 27 años de edad y es poeta, hace periodismo, y escribe libros de historia y de viajes. Precisamente para eso ha venido. Para escribir sobre Cuba, lo que hará en el libro que lleva el título de Viajes, publicado originalmente en España, en 1840, con edición cubana en 1964. Páginas en las que se advierten no ya las amenas características de los libros de su tipo, sino la voz con que su autor, señaladamente romántica, salpica sus vivencias con trazos melodiosos y estampas pintorescas.
Advierte el visitante el trazado de las calles habaneras, que parece haber sido hecho, asegura, a cordel; pero observa con extrañeza que la regularidad del conjunto no se aprecia en los detalles, por lo que al lado de un palacio suntuoso se ve una casa de pobre construcción y junto al edificio más moderno y elegante, el inmueble más antiguo e irracional. Lamenta la poca anchura de las calles en una ciudad tan concurrida y en la que resulta imposible vivir sin el auxilio de la «bienhechora brisa».
De los carruajes, expresa, es necesario cuidarse. Se corre el riesgo de ser atropellados por ellos, dado su número. No dice cuántos, pero se sabe que la cosa anda por 1 560 volantes y 352 quitrines solo en intramuros, para una proporción de un vehículo por cada 24 personas blancas.
Carruajes que atraen la atención del visitante por sus riquísimos estribos y demás adornos de plata bruñida, sus ruedas enormes, el tapacete finísimo, sus varas de flexible majagua y el brioso caballo, sin contar el curioso traje del calesero.
Apunta Salas y Quiroga: «Cuando a cierta hora de la tarde, que el sol ha caído y el calor ha cesado, echado el fuelle o tapacete, se ve discurrir por el hermoso paseo de Tacón, a uno de esos ligerísimos carruajes, llevando dos o tres bellas cubanas, que ve el observador desde el breve y bien calzado pie hasta el rico y abundante cabello, este cree que no es posible inventar carruaje más elegante y lindo en un país en que abunda la hermosura y es necesario dejar que el viento gire y refresque».
Un anhelo especial tiene Salas en su viaje: visitar la Catedral de La Habana, no ya por la Catedral en sí, sino para rendir tributo a los restos de Cristóbal Colón, que allí reposan junto al altar del Evangelio. No lo consigue en esa ocasión y tendrá que repetir la visita porque, para su sorpresa y disgusto, a una hora en que todas las catedrales europeas están abiertas, la de La Habana está cerrada, lo que lo obliga a visitar El Templete. No ama, y lo dice, los recuerdos históricos, pero sabe que ese es el único monumento que recuerda hechos antiguos en un país en que más que ruinas hay que buscar gérmenes. Decididamente, no gusta de las obras que atesora el lugar, salidas del pincel del francés Vermay, y que recrean pasajes de la fundación de la ciudad, en 1519, y de la apertura del propio Templete, «que, si bien son escasos en mérito artístico, siempre lo tendrán histórico», y destaca el poco gusto del nicho que guarda el busto de Colón, pero reverencia el recuerdo del obispo Espada, tan ligado al lugar «y cuyo nombre no puede pronunciar un cubano sin orgullo y gratitud».
Nada hay que pueda compararse en La Habana con las noches de noviembre. «Es por eso que, apenas el sol ha besado las aguas de los mares, las bellas habaneras, reclinadas muellemente en sus cómodos y elegantes carruajes, salen de sus casas sin más objeto, por lo general, que el de recorrer las calles y gozar de las delicias de la noche».
Invita Salas y Quiroga al lector a que lo acompañe mentalmente a la Fortaleza de la Cabaña a fin de contemplar la ciudad desde lo alto. Nada escapa a su recuento, desde la propia bahía, la cárcel, iglesias y conventos, el cuartel de Dragones, el palo de La Machina, la Beneficencia, el lazareto, el Campo de Marte. Hace aquí una puntualización; ofrece un detalle poco conocido: las líneas del ferrocarril Habana-Bejucal pasarían por el Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad) y «el general Tacón, tan celoso de su autoridad, no quiso consentir jamás que aquel sitio sagrado fuese invadido, aunque tantas ventajas mayores trajera la nueva obra a la población». No menciona Salas en su inventario a la Catedral ni a la Universidad. La primera, dice, es pequeña y sin valores arquitectónicos comparada con los restos de Colón que guarda. La otra, en la calle O’Reilly, es pequeña y mezquina, aun comparada con la pequeñez y mezquindad de la enseñanza que generalmente se da en sus aulas.
De Alejandro Ramírez, intendente general de Hacienda, era el segundo cargo en la Colonia— dice que murió pobre «y ese es su mayor elogio».
El Capitán General, en cambio, tiene un «poder único, entero, aterrador; omnímodo, despótico». Tan pronto es consciente del poder de que goza se reviste de la autoridad cómica de un monarca, agrega. Vive retirado en su palacio. No visita a nadie ni tiene amigos. Recibe con frialdad, su mesa es poco concurrida y no tiene la costumbre de ofrecer bailes, reuniones ni banquetes. Solo en besamanos ve a los importantes de la ciudad y asume entonces, dice Salas, su «papel de rey reinante». Circula grave por los salones, saluda graciosamente a los grandes, majestuosamente a los pequeños, mira a unos, dirige a otros una pregunta para la que no espera respuesta y domina a la corte que lo rodea.
En público, el Capitán General se distingue más todavía. Su coche no es igual que el de los demás. Lo preceden soberbios batidores y le sigue una nutrida escolta. La gente se detiene a su paso, se quita el sobrero, lo saluda con una reverencia. En el teatro, su palco también es distinto en tamaño y adornos. Tiene un solo asiento, el suyo, y nadie lo llena más que él. Precisa Salas y Quiroga: «Tocarlo fuera una profanación. No paga ni regala en los espectáculos públicos; admite, como en feudo, todos los obsequios y atenciones. Todos le citan y se glorían de un saludo suyo; ser visto a su lado en un sitio público es inequívoco signo de favor; es merecer la consideración de todos».
Habla también Salas y Quiroga en su libro de viajes, acerca de Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, sustituto de Alejandro Ramírez en la Intendencia de Hacienda de la Isla, y dice que su riqueza es casi fabulosa y extraño su modesto modo de vivir. Sagaz en su trato, entendido en lo suyo, su conducta es un enigma para todos. Donde él pone la mano, todos ponen la vista. Querer en él es obrar, pero las opiniones están divididas en cuanto a su persona. Los españoles lo tienen como cabeza de un partido político independiente, mientras que para los criollos es el más español de los cubanos.
Pero «todos lo respetan y obedecen; él no da leyes sino indica su voluntad y este modo suave le basta para dominar. Es bien de creer que, en cualquier división de la Isla, el partido al que él se incline tarde o temprano triunfará. Los artistas le deben protección; las arcas españolas un aumento considerable de riquezas. En suma, es el hombre más importante y extraño de la Isla; merecería un tomo su solo estudio».
¿Qué hay de la nobleza criolla? ¿Debían ser sacados de la Isla los negros libres? ¿Cómo es la noche habanera y las sociedades de recreo? ¿El juego? ¿La mesa y la hospitalidad? Ya veremos el próximo domingo lo que Jacinto Salas y Quiroga dice al respecto.