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Balnearios y baños de mar

Tiempos hubo en Cuba, y en otros muchos lugares, que los baños de mar, al igual que los sulfurosos y los ferruginosos, se tomaban por prescripción facultativa. Acudían a los baños entonces chiquillos que no acababan de crecer, muchachas anémicas y hombres pálidos contagiados de tristeza y melancolía que, al decir de poetas y filósofos, eran las enfermedades del siglo.

«Y como la idea no era zambullirse por placer, ni lucir bellos cuerpos, ni tostarse la piel, los establecimientos de baños creían procurar comodidad y seguridad a sus clientes acotándoles el mar, poniendo en él muros y techos, escaleras y cuerdas. El caso era protegerlos contra alimañas marinas, rayos solares excesivos, miradas indiscretas: ninguna dama se atrevía a hacer su inmersión en la poceta sin sentirse a salvo de los tiburones del agua o de los de la tierra», escribe la poetisa Dulce María Loynaz (Premio Cervantes 1992) en una de sus Crónicas de ayer, textos de placentera lectura que evidencian una vez más la sensibilidad y estilo exquisito de su autora, y que recrean una Habana que era todavía una deliciosa mezcla de hábitos refinados con resabios pueblerinos, una ciudad distinta, llena de personalidad, medio monjil, medio cortesana, como la evoca la autora de Últimos días de una casa.

EL CASERÍO DEL VEDADO

Hacia 1895 hubo un desarrollo notable en lo que el poeta Julián del Casal llamó en una de sus crónicas «el simpático caserío del Vedado».

Todavía en Línea esquina a B se conserva, aunque muy maltratada por el tiempo y la desidia y convertida en casa de vecindad, la residencia que en 1880 construyó para vivirla el doctor Antonio González Curquejo, uno de los pioneros de la barriada. Y también la casa que en 1891 la familia Labarrere edificó en Tercera entre Paseo y A, frente al desaparecido Cuerpo de Ingenieros del Ejército, casa que, hasta donde conoce el escribidor, se mantiene habitada por la misma familia.

Antes, en 1883, se inauguraba, en Calzada esquina a 2, el salón Trotcha, complementado posteriormente por un cuerpo de madera que se destinó a
hotel y que no solo fue apreciado como establecimiento hotelero, sino también por sus bellísimos jardines, descritos por Casal y evocados por Renée Méndez Capote en su Una cubanita que nació con el siglo.

Los orígenes del Vedado como barrio residencial hay que buscarlos en 1858. En un comienzo la venta de terrenos fue lenta en la barriada y hacia 1870 existían allí solo unas 20 viviendas. Fue la cercanía del mar una de las razones que dio relevancia a la zona.

En la línea de la costa, desde G hasta 6, se establecieron a partir de 1864 varios balnearios. La calle E fue conocida popularmente con el nombre de Baños —calle Baños— porque llevaba a las pocetas del balneario El Progreso, muy pintado de rojo y blanco, el preferido de la élite que empezaba a ambientarse en el Vedado. Otro de esos establecimientos, Las Playas, se situaba al final de la calle D, mientras que el área que ocupaban los baños de El Encanto, tradicionalmente pintados de verde, no se recomendaba para niños, por estar situada en un recodo de la costa en el que el mar era muy profundo.

Se hallaban, al final de la calle Paseo, los baños de Carneado, a quien Dulce María recordaba como un personaje digno de figurar en una novela de Benito Pérez Galdós, muy popular en la época por sus brillantes y el gran tabaco sempiterno en la boca.

Carneado, el llamado Hombre-Grito, por la promoción que hacía de su peletería, emplazada en la Manzana de Gómez, presumía de su riqueza, de su fortaleza física y de su varonía.

Probaba lo primero con los tres brillantes gigantescos que formaban parte invariable de su atuendo. Para exhibir su fuerza se hizo esculpir completamente desnudo y con los músculos en tensión, y colocó la estatua en los jardines de su residencia, situada también cerca del litoral, en tanto que con sus más de 20 hijos de todos los colores, que mostraba con orgullo, daba fe de su calidad de donjuán.

POCETAS DE AHOGADO

La gente se bañaba entonces en lo que se llamaba pocetas de ahogado, que aprovechaban la disposición de las rocas o se cavaban artificialmente en ellas. Las había pequeñas, con locales reservados para la familia, y otras muy amplias, que utilizaban, por separado, hombres y mujeres.

El dueño de El Progreso hizo un negocio redondo: sobre la gran nave que cubría sus
pocetas construyó 14 apartamentos dotados de sala-comedor, dos habitaciones y servicios, que alquilaba por cien pesos mensuales, y en Tercera entre B y C, edificó pequeñas casas de madera destinadas también al alquiler durante la temporada veraniega, sin contar que el derecho al baño de mar costaba 50 centavos.

Por decisión de sus mayores, Dulce María Loynaz y sus tres hermanos —Enrique, Carlos Manuel y Flor— acudían a los baños de Carneado, provistos de una cesta con galletas y bajo la mirada vigilante de manejadoras de confianza que, más que tales, eran, recordaba Dulce, domadoras. Eran cuatro niños enredados siempre con la tosferina, el raquitismo y las escrófulas, y en quienes el agua salada obraba como agua bendita. Escribe la poetisa: «Eran los bellos tiempos en que el yodo y el bicarbonato constituían la panacea universal».

DÍAS DE MODA

No eran los mencionados los únicos baños ni estos se ubicaban únicamente en el Vedado. Se hallaban aquí también los baños de El Océano. Los había asimismo en Cojímar, y en la muy habanera calle de San Lázaro eran famosos y muy
frecuentados los de San Rafael o de Romaguera, frente a la calle Crespo, el de Los Soldados, en Blanco, y los de La Madama, muy pequeños y sucios, frente a Gervasio. Sobresalían, entre ellos, los baños de los Campos Elíseos, frente a la calle Cárcel. Todos fueron desapareciendo a medida que el Malecón avanzaba hacia el oeste.

A fines del siglo XIX y comienzos del XX era de buen tono pasear por la calle Baños, una vía alegre que conducía a la glorieta de los baños de El Progreso. Era el paseo de moda, dice la Loynaz, y añade: «Al llegar allí las familias forman grupos, y las que no proceden a tomar el saludable baño matutino se sientan en las cómodas mecedoras de la terraza a conversar y a contemplar el espectáculo del mar que no fatiga nunca, o discurren a lo largo de la ribera donde el paisaje es hermosísimo, sobre todo a la caída de la tarde». Hay bailes, carreras de cintas y juegos de prenda. Y regatas de balandros. Damas y caballeros vestidos con atuendos especiales para la ocasión, encaminados siempre los de ellas a defender el nacarado cutis de los rigores del sol, y los de ellos, a darles aire de viejos y consumados lobos de mar.

El agua salada y las brisas marinas abren el apetito. Una buena merienda se asegura en el cercano hotel Trotcha, cuyos jardines adornados con fuentes y grutas artificiales proporcionan frescura y un buen descanso. Más allá, el restaurante Arana —situado en el área que ocupa el restaurante 1830— ofrece un espectacular arroz con pollo en la chorrera, por el lugar donde se elabora, en la desembocadura del río Almendares; arroz con pollo en la chorrera y no a la chorrera, como se dice equivocadamente. En el hotel Chaix —no ha podido el escribidor precisar su ubicación— se disfruta de la música que sale de un fonógrafo de a los de diez centavos la tanda.

La temporada de baños se hacía animadísima con los recibos elegantes que se programaban en algunas casas de la zona. En ellos se dan cita las figuras más conspicuas de la sociedad habanera de entonces, cuyos nombres eran precedidos por el adjetivo consagrador de Enrique Fontanills, maestro de la crónica social. Nombres que hablan hoy de fragancias pretéritas, de un refinamiento fenecido, de una gracia que pasó.

 

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