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Maceo, 126 años después

Antonio Maceo pasa seis meses en La Habana de 1890. A fines del año anterior, a través del consulado español en Kingston, había solicitado al capitán general Manuel de Salamanca el permiso para venir a Cuba con el pretexto de arreglar algunos papeles relacionados con las propiedades de su madre. Su propósito, en realidad, es conocer de primera mano la disposición del país para iniciar una nueva guerra, y comenzarla en caso de que fuera posible. El barco que lo trae lleva el nombre de Manuelita y María, y zarpa de Haití el 29 de enero.

Al día siguiente el buque hace una primera escala en Santiago de Cuba, oportunidad que aprovecha el viajero para entrevistarse con Flor Crombet. Prosigue el vapor su travesía y toca Baracoa, Gibara y Nuevitas antes de arribar a la capital de la Isla el 5 de febrero. Se cuenta que en Gibara, donde se entrevistó con Lico Balán, combatiente de la Guerra Grande, el sombrero de Maceo cae al agua en el momento de zarpar el buque. Alguien intenta alcanzárselo y Maceo grita: «Déjalo ahí, que yo pronto lo vengo a buscar».

Ya en La Habana se aloja en el hotel Inglaterra. La noticia corre por la ciudad y provoca una conmoción enorme. Todos quieren conocerlo y saludarlo. Los veteranos y los jóvenes, los intelectuales, los ricos y los pobres. También los militares españoles, que se ponen en posición de firme al verlo y le dan trato de general. La policía secreta lo vigila de cerca, incluso dentro de la instalación hotelera.  Corre el rumor de que quieren hacerle un atentado y los jóvenes de la Acera del Louvre se constituyen en su escolta y ayudantía: lo acompañan a todas partes para protegerlo. Gana a todos los que lo conocen. Es el héroe de la guerra y también un caballero irreprochable.

Por la levita entreabierta deja ver el escudo de la República, que lleva al relieve en la hebilla del cinturón. Tiene un cuerpo macizo y músculos de acero. Es alto, ancho de espaldas. El cabello empieza ya a encanecerle, pero el rostro se mantiene fresco y los ojos le relampaguean. La voz es pausada y suave, aunque el acento es ligeramente gutural. Tiene una mirada profunda y escrutadora, pero dulce. ¡Qué figura!, dice el sastre Leonardo Valenciennes, orgulloso de tenerlo entre sus clientes, y Julián del Casal, quien le dedicó su poema A un héroe, no pudo evitar exclamar al verlo: «Es muy bello».

Quiere el patriota en La Habana verlo todo y se muestra incansable en su quehacer. Visita gremios de trabajadores y sociedades culturales, y acude a la redacción de la revista El Fígaro, en la calle Obispo. La Habana le parece una ciudad sucia, pero los habaneros, escribe, son afables y cariñosos. Se entrevista con Julio y Manuel Sanguily. Con Manuel García, el famoso bandido que deriva hacia posiciones revolucionarias. Con su viejo amigo el patriota Félix Figueredo. Con Mayía Rodríguez y Perfecto Lacoste. Con millonarios como los hermanos Terry. También con Miguel Figueroa, importante figura del autonomismo.

Pide que se recauden 40 000 pesos para remitirlos a Máximo Gómez y a otros jefes a fin de costear su traslado a Cuba para la nueva guerra que debía iniciarse, pensaba, el 10 de octubre siguiente. Se reúne con policías y bomberos que tienen las armas y también quieren la independencia. Lo visitan intelectuales como Manuel de la Cruz y Ramón Agapito Catalá y se enfrasca en pláticas interminables con Enrique José Varona.

Pero a nadie abre tanto su pensamiento político y su corazón como a Juan Gualberto Gómez, con quien estructura en La Habana un plan de alzamiento.

¡Aquí está mi historia!

Aquí en La Habana, dos periodistas de ideas separatistas quieren que Maceo les relate la historia de sus hazañas guerreras. El héroe accede a la solicitud. Los cita un día para su habitación en el Inglaterra; presumiblemente la marcada con el numero 117, en el segundo piso del establecimiento, propiedad entonces de Amancio González. Ya en ella, luego de los saludos de rigor, el Titán se despoja de la entallada levita inglesa, se quita después la camisa y muestra el torso desnudo constelado de cicatrices: «¡Aquí está mi historia!», dice.

Hasta ese momento tiene las marcas de 27 heridas que las balas enemigas dejaron en su cuerpo. Cinco más se sumarían hasta su muerte, el 7 de diciembre de 1896, hace ahora 126 años. Treinta y dos heridas en total. La primera de ellas en el combate de Michoacán, el 16 de febrero de 1869; las dos últimas, las que le provocaron la muerte, en San Pedro. En más de un combate recibió heridas múltiples: dos en el pecho en el combate de La Matilde, el 6 de enero de 1872, seis en Cayo Rey, el 25 de julio de 1876, y ocho en el combate de Mangos de Mejía, el 6 de agosto de 1877. Entre las registradas se cuenta la que sufrió en el atentado de que fue objeto en San José de Costa Rica, el 10 de noviembre de 1894.

Esa información está contenida en El general Antonio Maceo y sus heridas desconocidas, de Joel Mourlot, artículo que el historiador Manuel Fernández Carcassés reproduce en su libro Antonio Maceo Grajales; ensayo biográfico sucinto, publicado en la Colección Bronce de la Editorial Oriente, de Santiago de Cuba. Interesante y novedoso ensayo en el que su autor, nacido en 1959, incursiona en los más recientes hallazgos sobre la vida del Titán.

Durante muchos años, Carcassés insistió en la necesidad de una biografía de Maceo actualizada con las nuevas investigaciones y escrita en un lenguaje asequible a los diversos públicos. Terminaría por escribirla él mismo.

Afirma el doctor Israel Escalona en el prólogo de la obra: «Seguramente, tal como sospecha Carcassés, algunos lectores preferirán más información sobre las campañas militares de Maceo; otros quizá demanden más pormenores de su rico anecdotario y juicios recíprocos con sus contemporáneos. Pero justo reconocer que este ensayo biográfico sucinto logra su cometido…».

Un libro sin duda que hay que leer con detenimiento. El escribidor espera hacerlo en breve. Por ahora, con vistas a la elaboración de esta página, se detuvo después de hojearlo en los apéndices que incluye la obra, entre ellos el que recoge opiniones sobre Maceo tras su muerte en combate. Otro alude a sus hermanos, 13 en total, tres de ellos fruto de la unión de Mariana con Fructuoso Regüeiferos Echavarría, y otro, Justo Germán, que llevó solo el apellido Grajales y fue el primero de los hermanos que entregó su vida a la causa cubana; fusilado en San Luis, en 1868. Los restantes llevan los apellidos Maceo Grajales. José, Miguel y Julio encontraron la muerte en acciones de guerra. Rafael, preso en Chafarinas, murió de tuberculosis.

Hay lugar en uno de esos apéndices para los caballos de Maceo, que debieron ser muchos, aunque solo cinco quedaron en la historia: Guajamón, que era el que montaba cuando fue herido en Mangos de Mejía; Concha, Tizón, Martinete y Libertador, caballo de leyenda este. Lo montó a lo largo de buena parte de la invasión y de la campaña de Pinar del Río. Pasó a la literatura porque el poeta Federico Urbach escribió un bello artículo sobre él.

Otro apéndice incluye la relación de los médicos que atendieron a Maceo, desde el ya aludido Félix Figueredo, que estuvo entre los protestantes de Baraguá, hasta Máximo Zertucha, quien redactó el informe de defunción del Titán.

El hijo de Maceo

De sumo interés son las páginas que Manuel Fernández Carcassés dedica al hijo del general Antonio. Maceo no tuvo descendencia con María Cabrales, su esposa. Sí de su relación extraconyugal con Amelia Marryat: un niño nacido en Jamaica, en 1881, que se llamó Antonio Maceo Marryat.

Dice Carcassés que el General amó de manera extraordinaria a su hijo y se preocupó siempre por él, remitiendo a la madre, por intermedio de personas amigas, el dinero necesario para la adecuada atención de Toñito.

A partir de 1891 el rastro de Amelia se pierde. Quizá falleciera en esa fecha, según se sospecha. Es entonces que Maceo lleva al niño a Costa Rica, donde se hallaba radicado con su esposa, y lo interna en una escuela.

Al unirse Maceo a la Guerra de Independencia en 1895, deja instrucciones precisas para que su hermano Marcos y su amigo Alejandro González cuiden y atiendan la educación de Toñito, ya trasladado a Jamaica. Muerto Maceo, la educación de muchacho pasa a ser costeada por el Partido Revolucionario Cubano. Su delegado, Tomás Estrada Palma, pone especial esmero en atender la permanencia de Toñito en el York Castle High School, en Kingston.

Finaliza la Guerra de Independencia, cierran las oficinas del Partido Revolucionario Cubano y la situación se pone dura para el hijo de Maceo. Su tío Marcos carece de recursos para atender su educación y es de nuevo don Tomás quien propicia que Toñito culmine estudios medios en Estados Unidos y matricule luego en la Universidad de Cornell, donde se diploma como ingeniero en 1909.

Ya en La Habana trabaja como ingeniero en la secretaría —ministerio— de Obras Públicas. Hace una breve y desafortunada incursión en la política, y vuelve a su vida sencilla de siempre, solo interrumpida cuando participaba en alguna conmemoración relacionada con su padre.

Murió en La Habana, el 4 de diciembre de 1952, de cáncer de próstata, y fue inhumado en la necrópolis habanera de Colón. Tuvo un hijo, Antonio Jaime, nacido el 9 de agosto de 1909, fruto de su matrimonio con Alice Ysabal Machle.

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