Lecturas
Prado y Neptuno ha sido, desde tiempos inmemoriales, una de las esquinas más céntricas de La Habana. Un lugar de encuentro y referencia. Un sitio que ha mantenido su preeminencia pese a los muchos cambios que, a lo largo del siglo XX, se operaron en sus áreas. Un lugar que se inscribe de manera indeleble en la crónica habanera, porque allí nació el primer chachachá.
Muy cerca de allí, en Prado y San Miguel, volvió a abrir sus puertas totalmente remozado y ampliado el Hotel Telégrafo, donde pasó su estancia cubana la familia del asesinado presidente Madero, mientras que del café Las Antillas, punto de reunión, en la década de los 50, de un grupo de poetas entre los que sobresalían Fayad Jamís, Rolando Escardó y Luis Marré, no queda ni memoria. Rialto dejó de ser una sala de cine desde hace muchísimos años, en tanto el café Los Parados sigue parado en su mismo sitio. En la esquina de Neptuno y Prado estaba el bar Partagás, que ya no existe, como tampoco sobrevivieron el café Alemán ni el restaurante Frascati, de cocina italiana. En la acera opuesta se ubicaba, en la época colonial, el llamado Bodegón de Alonso, propiedad de Alonso Álvarez de la Campa y del hermano, padre y tío de uno de los estudiantes de Medicina fusilados en 1871. Ese bodegón se convirtió después en el café Las Columnas, célebre por la champola de guanábana que entusiasmó a Federico García Lorca en su visita de 1930. Ahí no acabaron los cambios. Con posterioridad, el espacio de Las Columnas fue ocupado, sucesivamente, por los restaurantes Miami y Caracas hasta que hace algunos años se inauguró allí el café-restaurante que lleva el nombre de A Prado y Neptuno. En los altos estaban los amplios salones de una sociedad que los alquilaba los viernes, sábados y domingos para celebrar bailes públicos. Y es a esa sala de fiestas a la que quiere referirse el escribidor, porque allí surgió La engañadora, el primer chachachá.
¿Cómo surgió esa célebre melodía creada por el maestro Enrique Jorrín? Se han dado varias versiones sobre su origen, de las cuales la más extendida es la de la trifulca que en el propio salón de Prado y Neptuno protagonizaron dos mujeres durante un baile que animaba la orquesta América, en la que Jorrín tocaba uno de los violines. Según se cuenta, una de las mujeres envueltas en la pelea lucía senos rotundos y amplias caderas, pero lo fue perdiendo todo en el combate, pues se trataba únicamente de relleno. El compositor, que vio la bronca desde la tarima de la orquesta —dicen—, se fue entonces al servicio sanitario y allí empezó a escribir el célebre chachachá.
Es esa una buena historia, pero es falsa, aunque no son pocos los que aseguran, al referirla, que se la escucharon contar al mismísimo Enrique Jorrín. La historia del origen de La engañadora es otra. Su autor la contó a la periodista Erena Hernández, quien recogió la entrevista en su libro La música en persona (1986).
Relataba Jorrín que una tarde de sábado caminaba por la calle Infanta cuando reparó en una mujer de formas exageradas, muy provocativa, que avanzaba en sentido contrario. Al verla, detuvieron su marcha los vehículos, el policía de tránsito se desentendió de lo suyo y todos los hombres la siguieron con ojos codiciosos. Aquello era algo descomunal, precisaba el Maestro. Al verla caminar hacia él, un sujeto se arrodilló en la esquina de Sitios e Infanta, y empezó a rezarle como si fuera una virgen. Sin disimular su desagrado, la dama pasó junto al hombre e hizo un gesto despectivo. El sujeto, molesto, se puso de pie y, dirigiéndose a los que contemplaban la escena, exclamó:
—Tanto cuento y cuando vienes a ver es de goma…
A Jorrín y sus compañeros de orquesta les llamaba mucho la atención una muchacha que, siempre vestida de hilo blanco, era de las habituales en los bailes de Prado y Neptuno. Una mujer muy bella, de formas llamativas, sin dudas, pero algo raro advertían en ella los músicos. Las partes visibles de su cuerpo no armonizaban con lo que se ocultaba bajo el vestido. Era como si se tratara de dos mujeres diferentes.
Una noche, al ella entrar al salón, Jorrín la siguió con los ojos desde la tarima. No lucía como siempre, sino desarreglada, como si no hubiese tenido tiempo de componerse antes de llegar al baile, como si se hubiese vestido sin quitarle el perchero a la ropa. El compositor siguió con atención los movimientos de la joven. Esquiva, sin apenas responder a los saludos, se escurrió hasta el tocador. Minutos después salía de allí con la apariencia que le era característica. Jorrín relacionó entonces a la muchacha del salón con la mujer opulenta que vio en la calle Infanta y con lo que el hombre despechado dijo acerca de su anatomía, que sus formas podían ser de goma…
—Esta es la verdadera historia de La engañadora, precisaba el compositor, aunque hay quien crea que yo vi a una persona con relleno… No fue así.
Enrique Jorrín Oleaga nació en Pinar del Río, la más occidental de las provincias cubanas, en 1926. Su padre, sastre, tocaba el clarinete en agrupaciones populares. El hermano mayor fue violinista antes de recibirse como médico. Tenía el niño cinco años de edad cuando su familia se instala en La Habana. Es el padre quien le enseña los rudimentos del solfeo hasta que lo matriculan en una academia. A partir de 1941 forma parte, de manera sucesiva, de diferentes orquestas, entre ellas la muy célebre de Antonio Arcaño, hasta que en 1946 se integra a la orquesta América, para la que escribió, decía, más de cien danzones.
«Incubó» el chachachá entre 1949 y 1953. En salones de baile como la Tropical imperaban entonces los danzones mambeados al estilo de Orestes López, que interpretaba Arcaño. Quienes bailaban con la América lo hacían de una manera diferente: inventaban pasillos que respondían a la forma de componer de Jorrín, quien independizaba la última parte de sus danzones y les daba fisonomía propia al dotarlos de una introducción peculiar. La pieza se hacía más corta, con características ajenas al danzón, aunque partía de la propia célula. Sorprende con el chachachá y no sabe cómo denominar al nuevo ritmo. Piensa que el nombre pueda ser mambo-rumba. Pero el caso es que al compás de La engañadora, los bailadores prosiguen aquellas filigranas y sacan nuevos pasos, y no se sabe bien si fue el sonido del güiro en el acompañamiento o el escobillado de los pies de los bailadores lo que dio lugar al nombre. «Chachachá, chachachá es un baile sin igual…», repite el coro en la siguiente pieza de ese estilo que compone Jorrín, Silver star.
Escribe el musicógrafo cubano Cristóbal Díaz Ayala: «¡Qué clase de hijo le ha nacido al danzón! Tiene de él el sentido rítmico y la dulzura criolla, pero es nuevo, se presta a nuevas figuras de baile y sobre todo es más cómodo de bailar que el mambo, de pasos tan complicados y rápidos. Se puede cantar y como en el danzón, se pueden ajustar a su ritmo boleros y otras composiciones musicales, y además es fácil componer chachachá y otros autores seguirán a Jorrín».
El chachachá causa furor en Cuba. Se venden 13 000 copias del disco de La engañadora y siguen, también de la autoría de Jorrín, El alardoso y El túnel.
Con el triunfo de La engañadora, todo lo que Jorrín compuso en aquellos ya lejanos años de 1953 y 1954 se convirtió en éxito, y el Maestro terminó por adueñarse del hit parade. La creación del primer chachachá significó un resurgir de la música cubana y un retorno a lo nacional.
En su aludida entrevista con Erena Hernández, el Maestro dijo se imponía reimprimir una y otra vez el disco para reponerlo en las vitrolas. Pese al éxito de ventas, no recibió el disco de oro que se concedía a los más vendidos. Aseguraba el compositor que en ese momento la disquera Panart, que fue la empresa que lo llevó al acetato, estaba en bancarrota. La engañadora hizo millonaria a la Panart. «A mí me pagaba un centavo por cada cara de los discos vendidos. Con el dinero me compré un automóvil… Y eso que a lo mejor vendían 30 y a mí me reportaban 15 solamente. Claro, la Panart se compró una fábrica de discos».
Con La engañadora están eufóricos los bailadores. Está eufórico el compositor. Pero Ninón Mondéjar, director de la orquesta América, y otros integrantes de esa agrupación no comparten esa alegría. Creen que el chachachá es una creación colectiva y no exclusiva de Jorrín.
En la propia entrevista, el compositor expresó que el nuevo ritmo benefició a todos los integrantes de la orquesta, pero sirvió también para que «muchos de ellos se convirtieran en mis enemigos… querían adjudicarse la paternidad del chachachá».
Sale Jorrín de la orquesta América y funda su propia agrupación. Corría el mes de mayo de 1954. Entonces —dice Díaz Ayala—, Mondéjar y Jorrín cometen el mismo error. Quieren repetir el éxito de Pérez Prado en México y ambos, con sus respectivas orquestas, se van a ese país, pero dejan vacía la plaza cubana y la pierden. En el favor popular las sustituyen pronto otros conjuntos. Fajardo y sus Estrellas, Sublime, Sensación, Melodías del 40 y sobre todo Aragón les arrebatan el público. En 1958 Jorrín retornará a La Habana, pero ya nada será lo mismo.
Se presenta en la radioemisora XEW y anima bailes populares. Hace innovaciones en el formato charanga. Diría más tarde: «Al llegar a México me di cuenta de que allí gustaba mucho la trompeta, por eso incorporé tres, para lograr cambiar el timbre y así romper la monotonía de la orquesta tipo charanga, en donde la flauta es la que lleva todo el canto…». Además, dice el erudito Radamés Giro, amplificó los violines y el contrabajo con objeto de aumentar el volumen sonoro de la orquesta a tenor de la amplitud de los lugares donde debía actuar, generalmente grandes salones de baile.
En su monumental Diccionario enciclopédico de la música en Cuba, precisa Giro que si bien muchos de los elementos constitutivos del chachachá estaban en el ambiente, fue Jorrín quien le aportó la estructura y el estilo con que hoy lo conocemos. Expresó el propio compositor: «El chachachá es mi estilo de hacer música. Yo no me propuse crear un nuevo ritmo, ¡me salió! Para escribir un chachachá solo tengo que escribir mi música, mientras los demás músicos para escribir un chachachá deben pensar en lo que yo hice, deben partir de mi estilo».
Enrique Jorrín falleció en La Habana en 1987.