Lecturas
Entendidos y especialistas no escatiman elogios al describirlo. Para el arquitecto Joaquín Weiss esa mansión espléndida bien merece el calificativo de palacio con que se le designa. Otro arquitecto cubano, José M. Bens, luego de aludir al acierto de sus exteriores, se detiene en su decoración interior, acometida por verdaderos artífices; y a las pinturas pompeyanas de sus artesonados y a la delicadeza de los motivos escultóricos de sus frisos, suma la variedad de los pisos de mármol del inmueble; verdaderas joyas de composición por sus dibujos y colores, las bellas rejas interiores de estilo Imperio, las jambas de madera… Tiene la sencillez y la pureza clásica de los palacios romanos del Renacimiento, afirmaba el también arquitecto Leonardo Morales, y el hispanista alemán Karl Vossler, de visita en La Habana, aseveró que se trata de un edificio que por su majestuosidad y belleza no desentonaría entre los palacios de las grandes ciudades italianas.
El Palacio de Aldama es, sin duda alguna, la obra arquitectónica más valiosa que se erigió en La Habana durante el siglo XIX. Si entre los edificios habaneros de carácter público, escribe el historiador Emilio Roig, el más hermoso y característico es el Palacio de los Capitanes Generales —hoy Museo de la Ciudad— frente a la Plaza de Armas, entre las edificaciones de carácter privado descuella igualmente uno muy superior a los demás, el Palacio de Aldama. Si el de los Capitanes Generales culmina el estilo barroco en Cuba, el de Aldama es el colmo del estilo neoclásico. Constituyen dentro de nuestra arquitectura, asegura Roig, dos cumbres de belleza.
Con sus dos fachadas y un majestuoso soportal de 56 metros de largo sobre la calle Amistad entre Reina y Estrella, frente al antiguo Campo de Marte —hoy, Plaza de la Fraternidad—, el Palacio de Aldama fue asaltado por voluntarios españoles en la noche del 24 de enero de 1869. Motivos más que fundados creyeron tener para hacerlo. Su propietario de entonces, don Miguel de Aldama y Alfonso —hijo del constructor del edificio— era reconocido enemigo de España y conspirador desde los tiempos de Narciso López. Un hombre tan rico y poderoso que, pese a sus ideas y actitudes, España, lejos de castigarlo, quiso atraérselo con el ofrecimiento de un título de marqués que don Miguel, paladinamente, rehusó. Además de esos motivos evidentes, hubo otro que impulsó al elemento español más intransigente, representado por los voluntarios, al saqueo de aquella mansión y fue el insistente rumor de que, por voluntad de su dueño, aquel palacio regio sería la residencia de los presidentes de Cuba libre.
Por eso, después de causar muertes y sembrar el pánico en el café El Louvre, voluntarios pertenecientes a los batallones Tercero y Quinto, y al batallón de Ligeros, se concentraron ante el Palacio y echaron abajo una de las puertas. Decían buscar armas y, en efecto, las encontraron. Pero no de las que podían usarse en la manigua en la guerra contra España, sino una colección de armas antiguas —japonesas, hindúes, normandas, incas…— que con paciencia y crecidos desembolsos habían logrado acumular los Aldama. Destrozaron enseguida la valiosa pinacoteca y registraron los armarios. Se apropiaron de todo lo que podían llevarse y lo que no, lo destruyeron. Vajillas, lámparas, cristales, libros, objetos de arte de todo tipo quedaron destrozados. Prendieron fuego a las cortinas de damasco o de encajes y puertas y ventanas fueron arrancadas o perforadas a tiros. Luego, ebrios ya de rabia y de vino, porque, como es de suponer, también «visitaron» las bodegas del Palacio, encendieron una hoguera en el Campo de Marte y en esta ardieron no pocos muebles tallados y tapices orientales.
La familia Aldama se salvó de la furia de los agresores por no encontrarse en la casa, al cuidado, en esos momentos, de dos o tres criados que fueron víctimas de humillaciones y maltratos. A una vieja sirvienta inglesa la despojaron los voluntarios de los ahorros de toda su vida. Aquel 24 de enero era domingo y, como todos los días festivos y de asueto, lo pasaban los Aldama en su finca Santa Rosa, en Matanzas. Allí recibieron la noticia y también la amenaza de que la hacienda correría la misma suerte. No demoraron en abandonar la Isla y todas sus propiedades fueron confiscadas. En Nueva York, Miguel Aldama asumió la dirección de la Agencia General de la República de Cuba en Armas y puso al servicio de sus ideas lo que quedaba de su inmensa fortuna. Murió en 1888 en el destierro y en la miseria.
El Palacio de Aldama lo conforman, en realidad, dos casas contiguas, «tratadas como una unidad arquitectónica, de excepcional monumentalidad». La del vizcaíno Domingo Aldama y Arréchaga y la de su hija Rosa, casada con el escritor Domingo del Monte. El primero de esos Domingo encargó la construcción del edificio a José Manuel Carrerá, arquitecto de origen dominicano vinculado a todas sus empresas y a los proyectos de la familia Alfonso, que era la de su esposa, en especial la red ferroviaria que ambas desplegaron en la provincia de Matanzas. Revela la influencia de don Domingo Aldama el hecho de que para autorizarle a levantar su Palacio, las autoridades derogaran la orden que prohibía construcciones civiles en la zona militar adyacente al Campo de Marte, si bien se le exigió que, por presentar su frente a ese espacio, paraje de gran perspectiva, debía ser del mayor mérito el edificio que allí se erigiera. Se edificó en 1840. Contaba, en el momento de su inauguración, con dos pisos y entresuelo, y se calcula que su costo rondó el millón de pesos, suma fabulosa para la época. El doctor Juan de las Cuevas, en su libro 500 años de construcciones en Cuba, dice que se trata de una casa toda de sillería, incluso los tabiques interiores, y llama la atención sobre la escalera principal, construida con bloques de mármol de Carrara, ajustados entre sí sin ningún elemento externo de sostén.
Creo haber leído que, una vez cesada la soberanía de España en Cuba, no logró la familia Aldama recuperar su Palacio. Tal vez lo recuperara; no estoy seguro. En 1926, ante la protesta de instituciones cívicas y culturales, se instaló allí la fábrica de tabacos La Corona, que le adicionó un tercer piso al inmueble, hecho que originó nuevas protestas, aunque justo es decir que si bien lo añadido entonces no ostenta las mismas majestuosas proporciones de los dos plantas primeras, se construyó con el mismo estilo del resto del inmueble. Veinte años más tarde, La Corona o la empresa que le sucedió en la propiedad del Palacio pretendió demolerlo por razones de «conveniencia práctica»; de seguro para construir en su lugar un edificio de muchas plantas. Nuevas protestas. Instituciones cívicas y culturales volvieron a sacar la cara por el edificio en desgracia, formaron un frente común con la Junta Nacional de Arqueología y lograron que el doctor Ramón Grau San Martín, presidente de la República, salvara el Palacio Aldama declarándolo Monumento Nacional. No prosperó en el Senado la propuesta del senador Juan Marinello de que el Estado adquiriese el edificio para instalar allí la Cancillería. El Banco Mendoza, nuevo propietario del inmueble, lo hizo objeto de una muy cuidadosa restauración. Hasta el momento radica el Instituto de Historia de Cuba en este Palacio, urgido ya de una nueva restauración y confiada esta, se dice, a la Oficina del Historiador de La Habana.
De niño, cuando los sábados iba de compras con mi madre a las tiendas de la calle Monte, me gustaba asomarme a uno de los patios interiores del Palacio de Aldama. Varios comercios —recuerdo de manera particular una joyería— confluían en ese espacio en el que una fuente de mármol blanco de Carrara parecía ser el elemento esencial.
El saqueo del Palacio de Aldama en 1869, tres meses después del inicio de la primera de nuestras guerras por la independencia, no fue un hecho aislado ni extemporáneo. Antes bien, se liga con otros sucesos que ocurrieron bajo el mando del capitán general Domingo Dulce y Garay, marqués de Castell-Florit, y que tuvieron por causa principal el encono ya existente entre españoles y cubanos, y la hostilidad que los voluntarios sentían por el gobernante, a quien tenían por aguantón y débil, y al que acusaban de complicidad con elementos contrarios a España, entre ellos Miguel Aldama.
Disturbios callejeros habían ocurrido el 12 de enero, luego de que los voluntarios, durante un registro, encontraran un importante alijo de armas en una casa de la calle Carmen, y se repitieron durante el entierro de Camilo Cepeda, un joven cubano muerto en la cárcel. Siguieron los sucesos del teatro Villanueva. La tragedia volvió el 24: una tropa de voluntarios tiroteó el salón del café El Louvre. Hubo una nueva descarga y los que trataron de huir fueron atacados a la bayoneta. El ataque arrojó un saldo de siete muertos y numerosos heridos, todos españoles. Ni uno de ellos era cubano.
Se pretextó que desde el interior del café se había hecho un disparo, lo que es falso. En verdad, los voluntarios no necesitaban pretexto alguno; andaban desorbitados. Se emborrachaban en tabernas y bodegas, detenían los carruajes e insultaban a las familias que en ellos viajaban y a las que se asomaban a ventanas y balcones y obligaban a los transeúntes a dar gritos de ¡Viva España! El famoso retratista Cohner, aduciendo que como ciudadano norteamericano que era, solo daba vivas a su nación, fue muerto en plena calle. La actitud ofensiva de los voluntarios se acentuó después de que fuera preciso suspender por lluvia la gran parada que sus fuerzas tenían prevista para el ya funesto día 24. Tan fea se puso la cosa que el capitán general Dulce tuvo que ordenar que patrullas de marineros de los barcos de guerra surtos en puerto y soldados de las tropas regulares salieran a patrullar las calles a fin de aplacar a los revoltosos y tranquilizar a los vecinos.
La tropa de línea, mandada por el mismo Dulce, dispersó a los voluntarios que saquearon el Palacio de Aldama. Esto fue un motivo más para que los más recalcitrantes acrecentaran su odio e indignación contra el Capitán General. Dulce llamó a capítulo a los jefes de voluntarios y se quejó al Ministro de Ultramar. Le expresó en un cablegrama que los susodichos penetraron en la casa de Aldama y cometieron excesos que condena siempre el buen sentido y no disculpa nunca la vehemencia del patriotismo. Pero en la carta en la que amplía al Ministro los detalles del suceso los llamó «los mejores defensores de la patria».
Domingo Dulce y Garay, marqués de Castell-Florit, no podía con los voluntarios. Se convirtió en un juguete de sus pasiones y desafueros, sin fuerza ni autoridad para imponérseles, mientras acrecentaba la represión contra los cubanos sospechosos de laborantismo o de simpatizar con la independencia. Escribe Enrique Piñeyro que tal vez el General hubiese preferido no ceder, pero impotente, sin tropas regulares, pues los voluntarios hacían remitir de inmediato al campo de batalla las que llegaban de España a fin de dominar solos la capital, obedeció, prostituyó su autoridad sin que a la postre pudiera evitar su salida ignominiosa de la Isla luego de verse obligado a renunciar.