Lecturas
Recibí hace unos días una llamada del señor Pelayo Nicolás Terry González. Yo lo había procurado para recabar cierta información que por ahora no viene a cuento y que quizá me sirva más adelante para alguna que otra página. Terry es un gran conversador y no solo platicamos sobre el tema de mi interés, sino acerca de otros muchos asuntos. Si no fuera un lugar común, casi podría decirse que hicimos balance de todo lo humano y lo divino; desde una Asociación de Carteros que existió en La Habana con revista propia y edificio social, hasta los viejos nombres de algunas calles de Marianao y los clubes y sociedades de recreo de negros y mulatos antes de 1959, relación en la que no faltaron el Club Atenas, donde se prohibía bailar rumba porque era «cosa de negros», ni el Club Las Águilas, más popular, en la calle Luz, cerca de la Calzada de Diez de Octubre, en Lawton. Y no faltó por parte de mi interlocutor alguna otra sugerencia para un trabajo futuro. ¿Por qué no escribe —insinuó—, acerca de los guadaños?
Confieso que con la palabreja me quedé en la luna de Valencia. Pensé de golpe en ese diminuto vehículo que los ferroviarios usan para desplazase por las vías férreas y en el que solo caben los dos hombres que lo propulsan a mano. Pero tal aparato se llama «cigüeña». Guadaño es otra cosa. Digamos de paso que es un cubanismo o, mejor, un habanerismo si seguimos la letra de Esteban Pichardo, que en su Diccionario de voces cubanas, dice: «Bote pequeño con carroza, usado en algunos puertos de la Isla, principalmente en La Habana donde es más común y general esta voz».
Terry me dio una prolija explicación acerca de esas embarcaciones, muy apropiadas, puntualizó, para un paseíto en pareja por la bahía. Como en una góndola, dijo. Y ahora viene lo interesante. Por esas causas del azar concurrente coincidió en el tema mi amigo el doctor Oscar J. Olivera García, de Matanzas. Vio la información en alguna parte y me la remitió. Yo la reproduzco tal cual. Dice:
El término guadaño nombraba a un tipo de embarcación pequeña y alargada, de remos y con techo semicircular, que se utilizaba para el transporte de pasajeros entre La Habana, Regla y Casablanca.
Los guadaños aparecieron en la bahía de La Habana a mediados del siglo XIX y presuntamente procedían del puerto andaluz de Cádiz. Las primeras flotillas fueron conducidas precisamente por españoles, quienes poco a poco cedieron su lugar a guadañeros cubanos.
Los desaparecidos bastimentos —barcos que llevaban pasajeros en la cubierta— quedaban particularmente atestados cuando en Regla se celebraban las fiestas patronales o se efectuaban novilladas —parientes menores de las corridas de toros—, ocasiones en que surgía la urgencia por pasar de un lado a otro de la rada.
Se ha dicho que en tiempos de los guadaños, la bahía de La Habana ofrecía un espectáculo muy sugerente a partir del atardecer, pues cuando más cerrada era la noche, más se destacaban cientos de luces móviles a ras de mar, semejantes a una legión de cocuyos sobrevolando las aguas.
Obviamente esa visión no pasaba inadvertida a las parejas de enamorados, quienes pusieron de moda el paseo en guadaño, el cual, de paso, devino émulo de la famosa góndola veneciana.
Con la posterior irrupción del ferry, en 1909, los guadaños fueron extinguiéndose gradualmente hasta quedar algunas decenas, a la altura del 30 del pasado siglo, destinados a paseos dominicales para los pequeños por el precio de 50 centavos la hora. También se utilizaron para alguna que otra pesquería nocturna. Una página curiosa y olvidada en la historia de nuestro transporte marítimo.
No es extraño hoy ver a una mujer taxista. Tanto en esos vehículos pintados de amarillo y azul y que llevan en sus puertas el escudo de la ciudad, como en los que se destinan al turismo o hacen su servicio en CUC. Más raro, aunque las hay, es ver a una mujer «botera».
Casi podría afirmarse que la ocupación de taxista para la mujer nació después de 1959. Tras del triunfo de la Revolución no pocas mujeres pasaron a conducir autos de alquiler. Eran automóviles de fabricación norteamericana, generalmente modelos de 1957, 58 y 59 incluso. Taxis colectivos; dos pasajeros delante, junto con la chofera, y tres detrás. A 20 centavos por cabeza. Con ruta fija. Como estaban pintados de violeta, les llamaban las violeteras a aquellos autos y de la misma manera se identificaba a sus conductoras. De igual color, creo recordar, estaban pintadas unas camioneticas de fabricación polaca destinadas en aquellos días a aliviar el transporte de pasajeros.
Resulta sin embargo que desde antes hubo en Cuba o, al menos, en La Habana, una chofera de alquiler. Me lo comunica el doctor Ismael Pérez Gutiérrez que encontró la información luego de hurgar en revistas imposibles.
La chofera se llamaba o se llama —¿vive?— Migdalia Santana. Nacida en Matanzas, en 1948, era soltera y confesaba 25 años de edad. Un periodista de la revista Bohemia la vio haciendo su trabajo por la Calzada de Ayestarán y le pareció algo tan insólito y curioso que la fotografió en plena faena y publicó un reportaje sobre ella. Confesó Migdalia al reportero que desde muy pequeña sintió vocación por el automovilismo y, en lo que a conducir se refería, había manejado hasta camiones de carga cuando tuvo necesidad de hacerlo. Aclaraba el periodista que Migdalia no hacía piquera. Solo atendía a aquellos clientes que solicitaban por teléfono sus servicios. ¿El número? Eso sí que no se dice en el reportaje.
Ya que hablamos sobre la primera taxista, digamos de paso y aunque no venga a cuento, que no fue hasta septiembre de 1933 cuando la mujer cubana encabezó, como alcaldesa, gobiernos municipales en la Isla. Fueron Elena Azcuy, en Güines, y Caridad Delgadillo, en Jaruco. Las nombró Antonio Guiteras, entonces ministro del Gobernación en el Gobierno llamado de los Cien Días del presidente Grau. En esa fecha se disolvieron los partidos políticos que apoyaron a la dictadura machadista y Guiteras designó gobernadores y alcaldes de facto en todo el país, entre estos a Elena y a Caridad.
Hay en el reparto Lawton una calle que todos conocemos como Lagueruela —Benito Lagueruela— y que oficialmente se llama Pedro Consuegra. ¿Quién fue ese personaje? Digamos de entrada que se trata de un patriota que merece ser recordado.
Era Consuegra propietario de una farmacia en el barrio de Jesús del Monte. Hasta ese establecimiento llegó un día un grupo de militares españoles. Corría el año de 1869 y los aforados reclamaban de los vecinos auxilios para la adquisición de recursos con que enfrentar la revolución desatada por Carlos Manuel de Céspedes. Consuegra, que era conocido en la zona por su filantropía, pero también por sus ideales revolucionarios, escuchó el pedido y sin pronunciar palabra se dirigió a la caja contadora de donde sacó diez centavos que puso en manos del peticionario.
—Señor —dijo este, contrariado—, no podemos recibir cuota tan pequeña.
—Hijo mío, yo no puedo darla mayor —replicó el boticario y, devolviendo la moneda a la contadora, se despidió de los visitantes.
Pocos días después, Pedro Consuegra recibía la orden de deportación. Debía salir de la Isla y residenciarse en Cádiz. Fue una travesía penosa, exacerbada por los rigores del invierno. Consuegra enfermó y, creyéndose en las últimas, pidió a un compañero de viaje, deportado también, que remitiera a su hija el reloj y las ropas, pero que se las arreglara para hacer llegar a Céspedes o a sus hombres el dinero que llevaba en la bolsa.
No murió en definitiva, y ya en Cádiz, don Pedrito, como lo llamaban sus íntimos, se convirtió en una especie de cónsul del Gobierno de Cuba en armas y su casa fue un verdadero consulado. En esa ciudad permaneció hasta el fin de la Guerra Grande y mantuvo de su peculio a don Esteban Estrada, cabeza de una de las más distinguidas familias cubanas, que al comenzar la Revolución en Oriente era millonario y en el destierro se hallaba tísico y en la mayor miseria, ya que sus convicciones le impedían aceptar la ayuda que el Gobierno español asignaba a los desterrados.
A la llegada de los vapores-correo que conducían por centenares a los cubanos condenados a presidio o a destierro, Consuegra era el primero en recibirlos en el puerto, enterarse de sus desgracias, proporcionarles ropa de invierno si el tiempo así lo exigía, ponerlos en comunicación con su familia, presentar sus solicitudes al Gobierno y procurar por todos los medios aliviar la situación de los infortunados.
El 18 de septiembre de 1960 son intervenidas, por resolución del Ministerio del Trabajo, las fábricas de tabacos y cigarros que operaban en Cuba. Pero las marcas de cigarrillos —Partagás, Competidora Gaditana, Regalías el Cuño…— siguieron vigentes hasta casi un año después, cuando el jueves 1ro. de junio de 1961 se decidió cambiarles el nombre, me dice el ya aludido Ismael Pérez, médico devenido documentalista de altos quilates.
En virtud de la nueva medida surgieron marcas como Criollos, Populares, Aromas, Dorados, Agrarios, Vegueros… Los cigarros marca La Corona Diseño Moderno pasaron a ser Criollos Especiales, y el Competidora Ovalado, el Criollo Fino. El Edén con Filtro 15, el Popular con Filtro, y el H. Upman, el Popular Fino. La gama de Trinidad y Hermanos pasó a llamarse Vegueros, y el Partagás King Size, Popular Especial. Con el nombre de Agrarios se cubrió toda la producción de Regalías: Superfinos, Redondos, Extralargos, con Filtro… Kim, una marca de cigarrillo rubio, pasó a llamarse Dorados.
Antes de las viejas marcas habían desaparecido ya los eslóganes con los que la publicidad los promocionaba. Recuerdo algunos: «Una tonga de gusto le da Partagás, el cigarro que gusta más»; «Competidora Gaditana, el cigarro inigualable»; «Regalías el Cuño… ¡satisfacen!». Con el tiempo, las nuevas marcas se redujeron a Populares, Populares con Filtro y Vegueros, aunque más adelante las dos últimas fueron haciéndose inencontrables en el mercado. Desapareció también el Dorado. Años después reaparecería el Criollos.
Vegueros, Populares, Agrarios… No nos extrañemos de esos nombres en años en que hubo barberías que llevaban los de Bon Fronterizo, en Infanta, y La Gran Zafra, en la Quinta Avenida. Un estudio fotográfico en Monte se llamaba América Latina, y Los Dos Obreros, una panadería en Guanabacoa, mientras no faltaba en la calle Damas un taller de confecciones denominado Dulzura y Amorcito.