Lecturas
En el siglo XVIII las noticias llegaban a Cuba en barcos de vela que demoraban entre 30 y 50 días en hacer la travesía desde España. No era raro entonces que el anuncio de la muerte del Rey se conociera casi al mismo tiempo que la nueva que daba cuenta de la ascensión al trono de su sucesor. Así ocurrió con Felipe V, fallecido a finales de 1746. El suceso vino a ser conocido en La Habana en enero del año siguiente, y apenas habían transcurrido las honras fúnebres por el ilustre difunto cuando tenían lugar, los días 3, 4 y 5 de febrero, los animados actos por la subida al poder de su sucesor, Fernando VI.
Un siglo después, el 10 de octubre de 1846, cumplía 16 años de edad la infanta Isabel, que a partir de esa fecha ocuparía el trono español con el nombre de Isabel II. Y el capitán general Leopoldo O’Donnell dispuso que el onomástico se celebrase en la Colonia con fiestas públicas y privadas.
Isabel II era la hija del odiado Fernando VII, el llamado rey felón que tras un reinado nefasto dejó a España sumida en la guerra civil. Viudo tres veces y sin hijos, contrajo matrimonio con su sobrina María Cristina de Nápoles y esta vez tuvo suerte: dio el chiripazo y logró embarazar a su esposa. Con eso el problema de la sucesión no estaba resuelto, porque en virtud de la Ley Sálica, promulgada por los mismos Borbones, solo los hijos varones del monarca podían continuar a su padre en el poder. Fue entonces que para asegurar la cosa, por sí o por no, Fernando dictó la llamada Pragmática Sanción, que restablecía el derecho de las hembras a la sucesión.
Anduvo claro. María Cristina tuvo una niña; Isabel. Y ahí empezó la bronca, porque el infante Carlos, hermano de Fernando, a quien por la Ley Sálica correspondía sucederlo, se sintió lesionado en sus derechos y puso el grito en el cielo. El rey no dio su brazo a torcer, pero en 1832, muy enfermo, derogó la Pragmática Sanción hasta que volvió a restablecerla en cuanto mejoró un poco su salud. Murió en 1833. Su hija tenía tres años de edad y el país entraba en la guerra entre carlistas (tradicionalistas) y liberales. La llamada primera guerra carlista.
Es una historia larga y contarla escapa a los objetivos y límites de esta página. Solo diremos que María Cristina asumió la regencia por la minoría de edad de Isabel y la guerra continuó, con crueldad inusitada, hasta que en 1839 se abrazaron los caudillos Maroto (carlista) y Espartero (liberal), lo que marcó el cese de la regencia de la Reina Madre. Pasó Espartero entonces a ser regente de España y un nuevo jefe de Gobierno adelantó la mayoría de edad de Isabel, que ocuparía el trono en 1846, con 16 años. A partir de ese momento, la vida política española se reduce a la lucha constante entre progresistas y moderados y se suceden los gabinetes ministeriales. España declara la guerra a Marruecos, se une a Francia e Inglaterra en la expedición contra el México de Benito Juárez y rompe hostilidades contra Chile y Perú en una llamada Guerra del Pacífico. En 1868 tropas al mando del general Prim derrotan a los ejércitos reales en la batalla de Alcolea e Isabel II tiene que irse con la música a otra parte.
En Francia, donde vivió hasta el fin de sus días (1904), abdicó a favor de su hijo mayor. Este, ya como Alfonso XII, ocuparía el trono español tras el pronunciamiento en Sagunto del general Arsenio Martínez Campos que trajo la restauración borbónica. Alfonso XII es el bisabuelo del actual monarca español, don Juan Carlos II.
Difícil y azarosa fue la vida política de Isabel II; su vida sexual, en cambio, parece que fue muy placentera. De cualquier modo, la hija de Fernando VII pasó a la historia como la reina de los tristes destinos y los alegres amores.
¿Qué tiene que ver todo esto de la guerra carlista y la abdicación y Alfonso XII con las noticias de la ascensión al trono de Fernando VI y la mayoría de edad de Isabel II, llegadas a La Habana, con un siglo de diferencia, en 1746 y 1846, respectivamente? Si digo la verdad, ni yo mismo lo sé. Pero las fiestas que siguieron a esos anuncios tuvieron en la Isla más de un denominador común. Hubo bailes en ambas ocasiones y en las dos, la lluvia restó todo lucimiento a la celebración.
El teniente Juan Rodríguez y el señor Juan Jiménez asumieron, por encargo del Gobierno y del Cabildo de La Habana, la organización de los actos en saludo al nuevo monarca. Contemplaban fuegos artificiales y la celebración de tres corridas de toros, mientras que toda la ciudad se iluminaría con farolitos de velas de sebo y mechones de aceite. En sesión solemne, el Cabildo rememoraría las hazañas de las armas españolas en tiempos del descubrimiento, la conquista y la colonización, y el Pendón Real sería paseado por las calles. Los vecinos se entregarían a sus diversiones favoritas; unos a comidas y bailes de salón y otros a fiestas de carácter popular, bailes públicos y juegos en todas las plazas. El Alférez Real, don Gonzalo de Oquendo, satisfecho por haber paseado el Pendón de Castilla, obsequiaría al Ayuntamiento con un gran baile; una fiesta de alta distinción a la que concurrieron las familias principales.
Las señoras vestían con faldas anchas y trajes escotados, adornados con profusión de bordados hechos con mostacillas. Dejaban ver el pie, pequeñito. Las faldas iban recogidas con cordones y cintas, moda esta que introdujo en La Habana una renombrada bailarina que visitó la ciudad en esos días. Era el traje a la Camargo, como se le decía en la época. Las bebidas, ya lo suponemos: mucha agua de Loja, zambumbia, serén-serén, chicha…
De todos esos actos, el más vistoso sería la maniobra militar que el Batallón de La Habana y las Milicias llevarían a cabo en la Plaza Nueva, llamada también Principal y después de Cristina y de Fernando VII y hoy Plaza Vieja. Desfilarían un día los pelotones de blancos, mandados por el comandante Lorenzo Martínez y, al día siguiente los de pardos y morenos, con Antonio Flores, su jefe, al frente.
Fue entonces que el agua dijo «aquí estoy» y llovió tanto que dichas ceremonias tuvieron que ser aplazadas.
El agua se hizo también presente en los homenajes por los 16 años de Isabel II, en 1846. Rachas de lluvia menuda se sucedían unas tras otras con frecuencia precursora de gran tormenta, dada la cantidad de nubes bajas que se veían en rápida carrera surcar el cielo. El clima empeoraba por horas, pero como oficialmente no se daba aviso de mal tiempo, el pueblo no se alarmó y confiado e inconsciente se dispuso a divertirse. El 11 de octubre un terrible huracán dejaba a su paso por la ciudad hondas huellas de desolación y ruina.
Entre otros actos, O’Donnell invitó, a las 12 meridiano del día 10, en el Palacio de los Capitanes Generales de la Plaza de Armas, a un besamanos; ceremonia esa que tenía lugar en el Salón del Trono, con sus muebles de damasco rojo y maderas doradas, y en la que el Gobernador recibía, bajo regio dosel, los parabienes de los súbditos del monarca español. Fría formalidad en la que, dice el memorialista Ramón Agapito Catalá, en su Del lejano ayer, no se le besaba la mano a nadie.
Se dispuso asimismo para la noche de ese día la celebración de un gran baile de los Gentiles Hombres, llamado así porque era patrocinado por el grupo de vecinos que ostentaban esa noble jerarquía. En aquellos días, era costumbre celebrar todos los años un baile análogo en los salones de la Sociedad Filarmónica, institución exclusiva que frecuentaba la aristocracia cubana de entonces y que estaba de moda en la época.
Lo que sucedió en aquel gran baile lo sabemos por lo que dejó dicho al respecto el escritor español Miguel Rodríguez Ferrer, casi recién llegado a la ciudad y que nunca había visto de cerca un huracán. Rodríguez Ferrer se había radicado en el Cerro a fin de preservarse de la fiebre amarilla y porque allí el fresco de la altura regalaba una temporada más agradable que la de una ciudad tan caldeada como La Habana. El Conde de Fernandina lo invitó al gran baile. Vaciló el escritor en asistir porque desde horas de la mañana lo atemorizaban las rachas de viento fuerte. Al fin, llegada la hora, venció sus temores.
«Renuncio a hacer la descripción de las peripecias que nos ocurrieron en el camino de tres cuartos de legua que separan al Cerro de la capital. Más de una vez creímos que el viento nos lanzaría al espacio con quitrín y caballos y consideramos un milagro de la Divina Providencia el vernos ya en el perfumado y animado salón de baile. Cerca de dos horas habíamos empleado en el viaje», dice Rodríguez Ferrer y asegura que la concurrencia era escasa, pero «como si quisiera sacar todo el partido posible a su audacia, desoyendo el estrépito del vendaval, se entregaba con inconsciencia que me llenaba de asombro, a los placeres del baile. La orquesta, tan estoica como los bailadores, derramaba los estrepitosos raudales de la particular armonía… los bailadores parecían electrizados en su sabroso contoneo».
Discurrían en un ángulo del salón el Capitán General, los condes de Fernandina y Villanueva, el Segundo Cabo y algunos de los Gentiles Hombres padrinos de la fiesta. Un golpe de viento los haría volver a la realidad. Una ráfaga que penetró por un postigo abierto, de manera imprudente arrebató la castaña de bucles postizos que lucía una de las damas más encopetadas de la reunión. Hubo un corre-corre dramático, pues como la mayor parte de las señoras llevaban los mismos apliques se refugiaron en la toilette para afirmarse sus peinados. Hubo gritos, confusión y alarma. El huracán arreciaba y cada cual abandonó el salón como pudo, con lo que el baile de los Gentiles Hombres terminó como el rosario de la aurora.
Se excusa Rodríguez Ferrer de relatar los pormenores de su regreso al Cerro. Aún le faltaba conocer lo peor, ya que en la mañana del día 11 el huracán se reveló con toda su imponente y majestuosa fuerza destructiva. Cuando volvió la calma salió Rodríguez Ferrer a la calle a constatar los estragos: destruido uno de los paredones del convento de Santa Teresa, roto el arco de Belén por Acosta; la casa del conde 0’Reilly cerca del Apostadero, destruida, y en las habitaciones que habían quedado en pie, la caritativa condesa repartía ropa y víveres a los desamparados; los balcones de la casa de Aldama, en extramuros, habían volado y el bello Teatro Principal, donde dos días antes había pasado un rato gratísimo, era un montón de ruinas. ¿Y el puerto? Allí la desolación parecía más espantosa… En resumen, una estadística aterradora: 114 muertos; 76 heridos; 1 872 casas derribadas y 5 051 deterioradas; 235 buques perdidos y 48 averiados…
(Con documentación de Juan de las Cuevas e información de Bay Sevilla)