Lecturas
Este es un hecho poco conocido. A comienzos del invierno de 1932, el dictador Gerardo Machado quiso presentar su renuncia. Quizá fuese solo de mentiritas. Pero su dimisión la tenía guardada desde meses antes Orestes Ferrara, secretario de Estado (canciller) del gobierno machadista.
El chacal de OrienteTras el atentado que costó la vida al capitán Miguel Calvo, el dictador designó al comandante Arsenio Ortiz para sustituirlo en la jefatura de la Sección de Expertos de la Policía Nacional. A Ortiz se le conocía como El chacal de Oriente, era tristemente célebre por sus instintos sanguinarios y gobiernos anteriores al de Machado lo habían utilizado para ejecutar actos de violencia extrema. Cuando el decreto con el nombramiento de Ortiz estaba a punto ya de ser llevado a La Gaceta Oficial para su publicación, lo que lo hubiera hecho efectivo, Ferrara logró que Machado variara de opinión. No ocuparía Ortiz la jefatura de los expertos, pero sus métodos de represión ganaron cuerpo en los institutos armados, y tanto el general Alberto Herrera, jefe del Ejército, como el brigadier Antonio Ainciart, de la Policía Nacional, Trujillo, de la Secreta, y Alfonso Fors, de la Policía Judicial, se mostraban partidarios de enfrentar a la oposición a sangre y fuego.
Dice Ferrara que Machado los llamó a la moderación porque «era preciso no inspirar miedo a los ciudadanos pacíficos ni tampoco atropellar a los detenidos». Pero los jefes citados amenazaron al dictador con la renuncia colectiva si no los dejaba actuar a su antojo. A su juicio, si no se reprimía con energía a la oposición, el sentimiento antimachadista terminaría por permear a las mismas fuerzas públicas.
«Lo peor es que tienen razón», dijo Machado a Ferrara una mañana en la que conversaban en el despacho privado del presidente de la República, en el tercer piso del Palacio. Fue entonces que el astuto italiano le recomendó que evitara cargar con la responsabilidad de lo que pasaría y presentase la renuncia. El dictador redactó de puño y letra su dimisión y confió el documento a su interlocutor para que lo presentara en el momento oportuno. Corría el mes de julio de 1932.
Atentado a Vázquez BelloPasaron los días. El 27 septiembre, fue ajusticiado Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado, en el Gran Bulevar del Country Club, por un comando revolucionario que encabezaba Pío Álvarez —quien también había ultimado al capitán Calvo.
Ese día, como siempre, Ferrara almorzaba en la casa de su cuñado, el coronel Aguirre, cuando le avisaron de la muerte de Vázquez Bello. Su cadáver estaba en el hospital de Marianao. Corrió a verlo. Todos los allí reunidos hablaban de venganza y dos o tres jóvenes se empapaban las manos en la sangre del muerto y se las restregaban hasta que el líquido se secaba en ellas.
Salió de allí con una triste impresión y se dirigió al Palacio Presidencial. Machado estaba en cama, enfermo y terriblemente deprimido por la noticia, pues tenía a Vázquez Bello («Mi inseparable», le decía) como a un hijo. Sonó el teléfono. Querían comunicar al dictador una noticia que ya él sabía: el asesinato del doctor Miguel Ángel Aguiar y de los hermanos Gonzalo, Guillermo y Leopoldo Freyre de Andrade, todos antimachadistas. Machado ordenó que llamasen a los jefes de la Policía y Ferrara recordó a aquellos jóvenes que se embarraban las manos con la sangre del presidente del Senado. Aunque terminaría por convencerse de que la Policía era responsable de aquellas víctimas, en un primer momento pensó que solo había tolerado los asesinatos. Lo que ya era bastante. Por eso increpó duramente al brigadier Ainciart cuando hizo acto de presencia en la habitación del presidente y rogó a este que dispusiera que el Ejército ocupara La Habana a fin de evitar desmanes mayores.
El muerto es Pío ÁlvarezÁngel (Pío) Álvarez fue uno de los más corajudos combatientes contra Machado. Estudiante de Ingeniería y miembro del Directorio Estudiantil Universitario, preparó asimismo un atentado —frustrado— contra Arsenio Ortiz y tuvo entre sus más caros anhelos el ajusticiamiento del propio Machado. Precisamente con la muerte de Vázquez Bello perseguía ese objetivo. Se daba por seguro que el dictador acudiría a su entierro en el cementerio de Colón, donde se le inhumaría presumiblemente en el panteón de su suegro, y se procedió a dinamitar dicha tumba para hacerla explotar durante el sepelio. Pero Vázquez Bello fue enterrado en Santa Clara.
La persecución contra Pío fue a partir de ahí de tal magnitud que en diciembre de 1932 se decidió su salida de Cuba. Con el nombre de Ángel Hernández abandonaría la Isla en avión el 3 de enero de 1933. A última hora, sin embargo, cambió de idea, y al día siguiente, el 4, lo detuvieron en la casa de la familia Cuervo Rubio, en 21 y O, en el Vedado, donde el combatiente se escondía. Los expertos de Machado actuaron al seguro, aunque hasta ahora ha sido imposible saber, dice el historiador Newton Briones Montoto, cómo conocieron su paradero y que aquel joven que se hacía llamar Doctor Hernández era realmente Pío Álvarez. «Cinco mil pesos de recompensa se ofrecían por su captura. Tal una estampa del lejano oeste norteamericano», precisaba el periodista Enrique de la Osa.
Lo torturaron salvajemente, pero Pío no dijo una sola palabra que comprometiera a sus compañeros. Inconsciente lo sacaron de su celda y lo condujeron, en automóvil, al reparto Santos Suárez. En la calle General Lee, casi a boca tocante, le dieron un tiro en la cabeza y arrojaron su cuerpo fuera del vehículo en marcha. Otro coche, también de los expertos, que avanzaba detrás, lo recogió. Pío todavía estaba vivo. Lo llevaron a la Casa de Socorros de Jesús del Monte. El médico de guardia quiso auxiliarlo, ponerle al menos una inyección para calmar su sufrimiento, pero los expertos lo impidieron. De allí lo trasladaron al Hospital de Emergencias y lo arrojaron como un fardo al pavimento. Murió dos horas después en medio de una terrible agonía.
Tras la detención, amigos íntimos de Pío hicieron gestiones para salvarlo de la muerte. Apelaron incluso a Harry Guggenheim, embajador de Estados Unidos, y este, actuando por primera vez en favor de un detenido político, pidió garantías para su vida al canciller Orestes Ferrara. «No pasará nada», contestó el ministro. Cuando se supo la noticia de la muerte de Pío, el diplomático se sintió obligado a pedir explicaciones. La respuesta de Ferrara fue desvergonzada y cínica: «Usted pidió garantías para el doctor Hernández, y el muerto es Pío Álvarez».
Son de otras campanasTras la muerte de Vázquez Bello y los asesinatos que le siguieron, Ferrara aconsejó a Machado que aprovechara la agitación que reinaba en el país para hacer un llamado a la concordia y declarara su poco interés en seguir al frente del gobierno.
—Yo tengo el deber de escuchar también el son de otras campanas —replicó el dictador a su ministro. Y este, puesto entre la espada y la pared, se vio sin otra alternativa que la de ofrecer su dimisión al presidente. Machado no se la aceptó.
—Has interpretado mal mis palabras. Muy pronto te autorizaré a presentar la renuncia que tienes en tu poder. Pero yo conozco a mis paisanos mejor que tú. Si en esta hora trágica levanto bandera de parlamento, me considerarían vencido y saldría cadáver de este Palacio.
Llegó así el invierno de 1932. Una tarde, al subir al tercer piso, Ferrara encontró a Machado desplomado en un banco de mármol. Él, siempre tan enérgico y vivaz, estaba como perdido, dominado por una indecisión enorme. Pasaba las horas entre el sí y el no; entre si dimitía o se quedaba.
Se franqueó con Ferrara. Comentó que estaba harto y ambos convinieron en que se imponía actuar de inmediato. Machado dijo que saldría de Cuba, al menos por un tiempo, y que Ferrara podía sustituirlo de manera interina. El italiano se horrorizó. No podía aceptar el ofrecimiento: la Constitución no lo permitía ni él lo quería tampoco. Comentó que de hacerse público que el dictador lo pensaba como su sustituto, toda la saña de la oposición también lo alcanzaría, e igual aversión provocaría el anuncio entre los aspirantes a la presidencia y en las directivas de los partidos políticos que todavía apoyaban al dictador.
—Tienes razón —repuso Machado. Publica mi renuncia y que se arreglen ellos.
Ferrara abandonó el Palacio con la creencia de que todo estaba resuelto. Llamó a Juan Gualberto Gómez y le dejó comprender el éxito alcanzado. Le rogó que guardara silencio ya que aún debían precisarse los detalles y eso ocurriría cuando se reuniera con Machado en su casa de Varadero.
¿También tú...?Al famoso balneario llegaron el presidente y su ministro. Los acompañaban sus respectivas esposas. Estarían solos por poco tiempo. La noticia de la renuncia inminente se había filtrado de alguna manera y en menos de 24 horas la residencia era invadida por políticos liberales y también por la plana mayor del Partido Conservador, altos jefes militares y funcionarios de todo género alarmados por el curso de la situación. Pronto llegaron informaciones inquietantes. El coronel jefe del Distrito de Oriente no aceptaba pacto ni acuerdo alguno que excluyera a Machado, y el de Matanzas amenazaba con la insubordinación.
Los liberales pidieron a Machado una reunión para tratar formalmente el tema de su renuncia. Ferrara, pese a la hostilidad que se le demostraba, se sumó al grupo, dispuesto a dar la batalla por la dimisión.
—Oye, Orestes, quiero hablar con estos amigos... ¿Puedes esperarnos?
—No, no puedo esperarte. Y te ruego que tomes este documento —respondió y puso en manos de Machado la renuncia que meses antes el dictador le había entregado.
Abandonó entonces el salón, llamó a su mujer, que departía con la señora de Machado, previno al chofer y salió con destino a La Habana. Aún antes de su llegada a la capital, Machado lo había hecho llamar dos o tres veces y dio la orden de que se le comunicara con él cuanto antes. Cuando por fin conversaron le advirtió que no tomara ninguna determinación antes de que se vieran personalmente.
Se encontraron en el Palacio Presidencial y el ministro comunicó al presidente su decisión de renunciar. No lo haría. Machado lo venció con una frase:
—¿También tú me abandonas...?
Lo que siguió es bien conocido. El 12 de agosto de 1933 Machado, incapaz ya de frenar el empuje de la oposición y con el país paralizado por la huelga, huyó al exterior. Orestes Ferrara lo acompañó hasta el final.