Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Hospitales

Si Emergencias (1920), con su pórtico de ocho columnas de estilo dórico y su escalinata de granito, fue el primer hospital monumental con que contó La Habana, el Reina Mercedes (1886) fue el primer hospital moderno y científico de que dispuso la ciudad. Enclavado en el terreno que ocupa, desde 1965, la famosa heladería Coppelia, la forma y distribución del edificio eran las más perfectas de su tiempo, y todavía en 1922 se le conceptuaba como una instalación de salud que nada tenía que envidiar a las mejores del mundo. El Calixto García data de 1896. Se denominó originalmente Alfonso XIII, en honor del entonces rey de España, y recibió el nombre de Hospital Número Uno en tiempos de la intervención militar norteamericana. La Purísima Concepción, de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana (actual Hospital Diez de Octubre) abrió sus puertas en 1881, y en 1897 lo hacía La Covadonga (hoy Hospital Salvador Allende) del Centro Asturiano. En 1931 se inauguró el Hospital de Maternidad América Arias (Maternidad de Línea) y en 1947 el Hospital Curie (Instituto de Oncología). Las Ánimas, destinado primero a la atención de la fiebre amarilla, se utilizó después para el aislamiento y cuidado de pacientes con enfermedades infecto-contagiosas severas y graves, y el sanatorio antituberculoso de La Esperanza se instaló en la finca Asunción, de Arroyo Naranjo, en 1907. Ambos desparecieron después de 1959. Maternidad Obrera presta servicios desde 1941, y desde 1944 lo hace el hospital infantil Ángel Arturo Aballí.

De hospitales y de médicos ilustres estaremos hablando enseguida. Solo diremos antes que Cuba fue el primer país del mundo que creó y organizó la Secretaría (Ministerio) de Sanidad y Beneficencia. Fue una iniciativa del doctor Carlos J. Finlay, calorizada por el mayor general José Miguel Gómez, que la puso en práctica, como parte integrante del Poder Ejecutivo, el 28 de enero de 1909. A partir de 1940 pasó a llamarse Ministerio de Salubridad y Asistencia Social, hasta que el Gobierno Revolucionario le dio el nombre de Ministerio de Salud Pública.

LIGA CONTRA EL CÁNCER

Baste recordar algunos nombres para cerciorarnos de que la Medicina cubana ha tenido siempre un nivel altísimo. En el siglo XIX sobresalen Finlay y Joaquín Albarrán. La nacionalidad de ese urólogo eminente la disputan todavía tres países: Cuba, donde nació; España, donde estudió, y Francia, donde ejerció su quehacer profesional y ocupó una cátedra en La Sorbona. Salas, pabellones y hospitales con su nombre los hay tanto en La Habana como en París.

La lista se hace interminable en el siglo XX: cirujanos como Benigno Souza, Ricardo Núñez Portuondo, Antonio Rodríguez Díaz y José A. Presno Albarrán, y oncólogos como Nicolás Puente Duany, el introductor de la cancerología en el país, y Zoilo Marinello. El pediatra Clemente Inclán fue rector de la Universidad de La Habana y mereció de los estudiantes el título de Rector Magnífico. El ortopédico Julio Martínez Páez, siendo Comandante del Ejército Rebelde y ministro de Salud, no abandonó su consulta ni dejó de pasar visita diaria a su sala en el Calixto García. Carlos Ramírez Corría fue considerado en un momento de su vida uno de los diez neurocirujanos más destacados del mundo y figuras como Pedro Kourí, parasitólogo, y el oftalmólogo Orfilio Peláez alcanzan asimismo renombre mundial.

No nos llamemos a engaño, sin embargo. Una cosa es la Medicina y otra la Salud Pública. Y esta andaba muy mal aquí antes de 1959. Tanto, que en 1951 el doctor Ángel Castellanos, figura cimera, junto con Aballí, de la Pediatría en Cuba, consideraba que más de 500 niños morían todos los años en la Isla por falta material de asistencia médica y que solo en el barrio habanero de Mantilla miles de infantes carecían totalmente de esta. En 1954, el Colegio Médico denunciaba el déficit de 50 000 camas para enfermos en los hospitales de la República, y dos años después el mismo Colegio hacía público un informe que consignaba que, según datos oficiales, el presupuesto diario para un enfermo hospitalizado en La Habana, contando con que no se lo robaran, era de $2,69, cifra que descendía en las provincias y se hacía crítica en Oriente, donde se reducía a 88 centavos, cuando el mínimo requerido debía ser de ocho pesos diarios por cama.

Eso, en muchas ocasiones, llevó a la iniciativa privada a asumir el papel que el Estado y las administraciones municipales dejaban de la mano. Para la construcción del hospital Reina Mercedes, por ejemplo, se contó con lo que el municipio habanero aportó de la venta de los terrenos del viejo hospital de San Juan de Dios, en la calle de ese nombre, pero resultaron decisivos los legados, a título totalmente personal, de Joaquín Gómez, Josefa Santa Cruz de Oviedo y Salvador Samá, marqués de Marianao.

Lo mismo sucedió con el Curie, construido en gran medida gracias a las donaciones de María Bonet, viuda de Falla, y sus familiares, creadores además de la Liga contra el Cáncer. Esta entidad organizaba un día al año una cuestación o petición de limosna pública. Grupos de mujeres de todas las clases sociales salían a la calle con alcancías de lata provistas de una envoltura amarilla, y en estas la ciudadanía depositaba lo que tuviera a bien, segura de que el dinero se invertiría en forma acertada y utilísima. Cada contribuyente, a cambio de su donación, por modesta que fuera, recibía un sello de papel también amarillo que la misma recaudadora, con un alfiler, prendía en su pecho. Se allegaban así miles de pesos.

El Consejo Nacional de Tuberculosis, por el contrario, era el desastre. Tenía, en 1951, un déficit de 40 000 pesos mensuales, y en La Esperanza, con capacidad para 700 hospitalizados, se hacinaban mil pacientes. Un día, cansados de la mala atención, la pobre alimentación y la carencia de medicamentos, los enfermos tomaron los jardines y las calles interiores de la instalación y luego paralizaron el tráfico en la calzada de Bejucal. Elementos de la Policía Nacional, llegados al lugar con armas largas como para reprimir un motín, fueron incapaces de desalojarlos. Acudió también, a toda prisa, el Ministro de Salubridad. Los enfermos no se quejaban de los médicos ni de la dirección del hospital. Culpaban de sus desdichas al Consejo Nacional de Tuberculosis y al Ministro mismo. Insistían en conversar con el Presidente de la República y se declararían en huelga de hambre para lograr sus objetivos.

EL PRIMER MÉDICO

La Habana no contó con médico ni con boticario alguno durante las primeras cinco décadas de su existencia. No sería hasta 1569 en que el cabildo de la villa designó a un tal Licenciado Gamarra para que desempeñara ambas tareas. Pero desde 1552 tenía barbero y cirujano. Se llamaba Juan Gómez ese «maestro examinado en el dicho oficio é hábil é suficiente para lo usar y ejercer».

El nombramiento estipulaba que mientras Juan Gómez viviera en La Habana nadie más podría ejercer esos oficios, so pena de exponerse a una multa de dos pesos oro cada vez que los profesase. Gamarra fue obligado prácticamente a ejercer como médico. El cabildo, consciente de la necesidad que tenían de «botica y médico y cirujano» los vecinos y las muchas personas que traían las flotas, obligó a Gamarra, graduado con todas las licencias en Alcalá de Henares, a hacer su asiento en la villa y a poner botica y a servir los dichos oficios por sí mismo y con la ayuda de sus oficiales suficientes.

Cada vecino lo retribuiría con una paga fija anual que obligaba al médico a asistir a la mujer y a los hijos de su cliente y a todos los de su casa. «A todos los curará y sangrará —dice el documento—, dándoles en todo el mejor remedio que entendiese para su salud y hánle de ser pagadas las medicinas que en esto gastare». Los pacientes que no pagaban cuota fija también serían atendidos por el médico que en tales casos fijaría sus honorarios.

Al igual que con el barbero y cirujano, ningún enfermo podía verse en La Habana con otro médico sin que Gamarra lo autorizara. Si lo hacía, había multas para el médico y para el paciente. Y el Licenciado no podía alejarse de la ciudad sin dejar en su lugar «personal tal y a contento de la justicia y regimiento de esta dicha villa».

EMERGENCIAS

El hospital que los habaneros conocen como de Emergencias, nunca se llamó así. Lo inauguraron en 1920 y la nueva instalación vino a sustituir al primitivo hospital municipal de los tiempos coloniales y al pequeño Hospital de Emergencias, que a inicios de la República existió en la esquina de las calles Salud y Puerta Cerrada. Su función principal era la de asistir a accidentados y a personas aquejadas de enfermedades súbitas. De ahí el nombre por el que se le conoce. Entró a prestar servicio bajo la administración municipal de Varona Suárez, pero se le dio el nombre de Fernando Freyre de Andrade, el alcalde que impulsó su construcción. En un momento se pensó que se llamaría Juan Bruno Zayas, joven general del Ejército Libertador muerto en campaña, cuyo busto, en mármol, se veía frente al soberbio edificio. Algo similar sucedió con Maternidad de Línea, construida por el alcalde Miguel Mariano Gómez en tiempos de la dictadura machadista. Los apapipios (adulones, guatacas) insistieron en que el hospital llevase el nombre de Elvira Machado, la esposa del dictador. Pero Miguel Mariano impuso el de su madre, que todavía mantiene. América Arias se destacó como mensajera durante la Guerra de Independencia y dejó, como Primera Dama de la República, un grato recuerdo por sus obras caritativas.

El Calixto García surgió de la necesidad. El hospital de San Ambrosio era ya hospital militar en 1764. Fue notablemente ampliado y gozó de las mejoras que le imprimieron los intendentes Alejandro Ramírez y José Martínez de Pinillos, así como de los consejos y orientaciones del eminente médico cubano Tomás Romay. Empezó a decaer, sin embargo, en 1835, y la cosa empeoró con su traslado para el edificio que había ocupado la Factoría del Tabaco, junto al muelle de Tallapiedra y en las márgenes de una ensenada que recibía los desagües de varios barrios de la ciudad y los del canal de Chávez, que conducía a la bahía la sangre y las inmundicias del matadero. Detestable emplazamiento en un terreno bajo y cenagoso, rodeado de manglares. Uno de los mayores focos de fiebre amarilla de la urbe.

Como consecuencia de tal asentamiento, un soldado que ingresaba en lo que ya se llamaba Hospital General Militar por una enfermedad venérea, pasaba por lo general, a los pocos días, a una de las salas de Medicina, donde moría víctima del vómito negro. La mortalidad alcanzó allí la cifra de 60 por cada mil hospitalizados.

Eso determinó su clausura, y para sucederlo se construyeron las barracas de madera del hospital Alfonso XIII. Instalaciones que a partir de 1914 empezaron a ser sustituidas por pabellones de mampostería mientras que el Calixto García se convertía en el hospital insignia de la salud pública cubana.

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