Lecturas
En la Cuba del siglo XIX se hacía imprescindible obtener una licencia, y portarla en un lugar visible, para poder ejercer, vamos a llamarle así, el oficio de mendigo. Así lo cuenta nuestra vieja conocida —hemos hablado de ella aquí varias veces— Eliza Mc Hatton-Ripley. Una norteamericana que vivió en la Isla entre 1865 y 1875 y recogió sus memorias en From flag to flag (De bandera a bandera), libro que dio a conocer en Nueva York, en 1890.
Apunta Eliza que los sábados las calles de la capital se llenaban de pordioseros. Muchos de ellos sucios, enfermos, deformes y repulsivos, pero que los había también de apariencia saludable y pulcramente vestidos que se hacían seguir por sirvientes que llevaban las bolsas para las limosnas.
«Un mendicante [...] pasaba con frecuencia por nuestra casa haciendo sonar una campanilla. De las diversas casas salían sirvientes que, con darle alguna moneda, adquirían el privilegio de besar una bendita, pero sucia estampa que le colgaba al cuello», escribe Eliza Mc Hatton-Ripley.
OTRAS LICENCIASY ya que de licencias hablamos, vale recordar lo que expresa otra norteamericana, Louisa Mathilde Woodruff, que nos visitó en 1870 y recogió sus impresiones sobre nuestro país en el libro My winter in Cuba (Mi invierno en Cuba), publicado también en Nueva York, al año siguiente.
Dice que en La Habana, todo el que quería construir o reparar una vivienda debía primero obtener una licencia y pagarla. Añade:
«Pero no deberá interpretarse que esto es un permiso ilimitado para bloquear la calle y poner en peligro las vidas de los paseantes desprevenidos. Cada vez que, por la noche, se encuentre en una calle cubana una pila de ladrillos, de piedras o tablones, una cama de mezcla, un hueco en el pavimento o cualquier otra cosa molesta ocasionada por la construcción, también se verá que todo ello tiene encima un poste con una linterna que lo hace visible desde lejos y que permite que pueda verse, y determinarse su naturaleza y extensión exactas. Quien no ponga ese faro será castigado con una fuerte multa. El bloqueo también deberá limitarse escrupulosamente a una tercera parte de la estrecha calle».
VACA LECHERAMás adelante, en su libro, Louisa Mathilde Woodruff anota algunos de los impuestos que regían en la Cuba colonial y también las licencias y permisos que se hacía necesario obtener.
«Hay un impuesto de registro, un impuesto sobre la renta, un impuesto sobre la propiedad, la industria y el comercio. Todas las cosechas pagan un por ciento. Todos los contratos deberán hacerse en papel timbrado, suministrado por el gobierno [...].
«Deben obtenerse licencias o permisos para abrir una escuela, una tienda, un mercado o un lugar de diversión o entretenimiento público, para vender en las calles, para entrar a una profesión, para cambiar de residencia (ya sea de una casa a otra casa o de uno a otro pueblo) para dar una fiesta, por mantener un carruaje, por alquilar un esclavo, por publicar un periódico o panfleto y por viajar por la Isla, y deberá obtenerse un pasaporte para abandonarla».
Advierte: «La falta de esos permisos puede ser castigada con una multa». Y expresa de inmediato: «Menos de la mitad del ingreso así obtenido se necesita para los gastos de gobierno de la Isla, el resto se envía al Gobierno de la metrópoli. No es sorprendente que Cuba haya recibido el expresivo aunque poco elegante apodo de La vaca lechera de España».
COSAS DE ETIQUETAEl Capitán General de la Isla, estuviese casado o no, no podía sentar señoras a su mesa ni cenar con hombre alguno, fuera su rango el que fuese. Lo cuenta así Mathilde Houston, otra norteamericana que estuvo por aquí y dejó sus impresiones en el libro titulado Texas and the gulf of Mexico; or yatching the New World (Texas y el golfo de México o navegando en el Nuevo Mundo), publicado en 1884. Mathilde, que viajó en compañía de su esposo —era un matrimonio adinerado— recorrieron Madeira, Barbados, Jamaica, Belice, Nueva Orleans, Galveston, Houston, Florida, Lousiana, Texas y La Habana. Y pasaron también por Bermudas y las islas Azores.
Mathilde y su esposo visitaron al gobernador Valdés en el Palacio de los Capitanes Generales. Era soltero el personaje, pero se hacía acompañar por la señora Olivar, esposa del embajador español en México. Ella, dice Mathilde Houston, reside con la máxima autoridad colonial y le asiste en la tarea de hacer los honores del palacio.
«Aunque no le está permitido invitar a las damas para que cenen con él, la prohibición no se extiende a las veladas nocturnas», afirma, y apunta como al descuido: «Me dijeron que el actual Gobernador no disfrutaba en lo más mínimo la forzada monotonía de su existencia».
PASEO POR EL PASEOPasea de noche, en volanta, Mathilde Houston por el Paseo de Tacón (actual Carlos III). Hacerlo, comenta, es el gran evento de cada día. Allí, «los chismes aumentan su cotización; cada paseante es escrutado y escudriñado; se concertan citas y las reputaciones son víctimas de la mofa».
Asombra a la visitante la costumbre de las cubanas. Se toman buen cuidado de que las blancas y amplias vestiduras cuelguen más abajo del estribo de las volantas, de manera que los vuelos, encajes y bordados permanezcan fuera del carruaje. Cuando la damisela que la acompañaba en su paseo advirtió que Mathilde se recogía su vestido para preservarlo del polvo del camino y del contacto con las ruedas, la reprendió amablemente. No era elegante.
GOLPES DE ABANICOExamina con detenimiento Mathilde a las mujeres cubanas de la clase adinerada que le toca conocer. De día, raramente se hacen visibles. De noche, sin embargo, se exhiben con ventaja. Todas usan rouge desde la niñez, aunque sus ojos negros no necesitan ciertamente de ningún maquillaje para lucir chispeantes. Ha oído hablar sobre el movimiento ondulante de la cubana al desplazarse y quiere aquí observarlo de cerca. Decepción. Las mujeres con las que alterna apenas caminan. Dice acerca de ellas: Hablan un poco y mal el francés, se ocupan escasa e indiferentemente de la religión y flirtean. Puntualiza: «Baten con sorprendente destreza sus grandes abanicos».
QUÉ BUEN CHASQUIDOHay en La Habana del siglo XIX abanicos para todos los gustos y bolsillos. Sus precios oscilan desde los de cincuenta centavos a los ciento cincuenta dólares equivalentes, advierte la ya mencionada Louisa Mathilde Woodruff. Entra a una tienda para adquirir alguno y, de los baratos, el tendero dice que son mudos, o sea, incapaces del idioma de los abanicos en el que están tan versadas las cubanas y, por lo tanto, no son válidos si de coquetear con ellos se trata.
Los caros, y mientras más caros, mejor, asegura el tendero a Louisa Mathilde, pondrán a sus pies a toda la población masculina de La Habana. «¡Vea qué buen chasquido tiene!, expresa, abriéndolo y cerrándolo con un traquido que casi hace salir a una fuera de la piel. Y después de haber agotado tanto el lenguaje como el gesto refiriéndose a sus perfecciones, termina con ese beso de la punta de los dedos que significa cosas indecibles», recuerda la testimoniante.
Aunque la escritora, y tampoco ninguna de las restantes viajeras, explica el lenguaje de los abanicos, en que tan expertas fueron las cubanas de ayer, revelaremos ahora algunas claves:
Apoyar los labios en los padrones del abanico: No me fío.
Abanicarse muy despacio: Me eres indiferente.
Pasar el dedo índice por las varillas: Tenemos que hablar.
Quitarse con los padrones el cabello de la frente: No me olvides.
Abanicarse con la mano izquierda: Celos. No coquetees con esa.
Salir al balcón abanicándose: Saldré luego.
Entrar en la sala cerrando el abanico: Hoy no saldré de casa.
La calle Mercaderes, dice Louisa Mathilde, es la Broadway de La Habana, pero no menos movida y atrayente le parece la calle Obispo. Abundan en la ciudad las joyerías hermosas. Las mercerías y las bisuterías están por doquier. Las librerías son buenas, pero escasas. Puntualiza: «Cierta tienda que hace esquina se especializa en cirios para los devotos, mostrándolos de todos los tamaños y colores, desde un inmenso polo de cera que pudiera servir de señal en una barbería hasta pequeñísimos cirios rosados, azules y blancos que servirían para iluminar salones de hadas».
DE TIENDASLos lienzos y los encajes son tentadoramente baratos en La Habana de entonces; también lo son los sombreros de hojas de palma y los libros españoles. Las sedas y los rasos son muy caros, y las modistas francesas hacen su agosto, pues cobran precios respetables por su trabajo.
Las tiendas de entonces se llamaban Esperanza, Maravilla, Deseo... y las señoras no descienden de las volantas cuando van de compras. Se hacen traer las mercancías al carruaje y seleccionan y encargan sus preferencias. Igual sucede cuando acuden a una sorbetería. Entonces los caballeros ofrecen su diligente asistencia y son recompensados con sonrisas y significativos revoloteos y cierres de los siempre oportunos abanicos.
Pero las extranjeras de paso por Cuba no respetan esa norma que tanto placer provoca a las cubanas. La inglesa Fanny Erskine Inglis, marquesa de Calderón de la Barca, en su visita de 1839, no espera en la volanta los servicios del tendero, y, sin pensarlo, entra a las tiendas. Es la esposa del primer embajador español en México. Lo mismo hará Mathilde Houston cuando, agobiada por el calor, en la Plaza de Armas, desea refrescar con un helado y entra a tomarlo a La Dominica. Un gran café, asegura, que será mencionado asimismo en otros testimonios de la época, con su piso de piedra, su fuente y sus mesas de mármol, lleno a todas horas del día y de la noche por gente de muy variadas nacionalidades.