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Vida de café

En los cafés de La Habana no podía faltar la escupidera. Por muy extraño y antihigiénico que parezca hoy, ese adminículo, metálico o de cristal grueso, debía permanecer en lugar visible de esos establecimientos. Si no sucedía así, el inspector de Salubridad multaba al propietario. Lo mismo sucedía con el dependiente si dejaba sobre el mostrador un vaso, un plato o una taza ya usados. No hacerlo en cuanto el cliente diera por finalizado el servicio equivalía a una infracción sanitaria. Existían en los cafés dos fregaderos. Uno estaba lleno de agua jabonosa y en esta se sumergía el recipiente sucio, que después se enjuagaba con agua corriente en el otro depósito. Las tazas para degustar la infusión eran especiales. Estaban hechas de loza muy gruesa, anchas arriba y estrechas debajo, con un fondo gordo. De esa forma parecía que el líquido era más del que en realidad podían contener. Pero eso sí, en cualquiera de esos establecimientos, fuera cual fuera su rango, la taza de café era acompañada por un vaso de agua fría.

Cafés había en los que se consumía de pie, junto al mostrador, mientras que en otros podía el cliente sentarse a una mesa. Existía una categoría en el comercio. La del café sin alcohol. Eso quería decir que en uno de esos establecimientos no se expendía ni una triste cerveza. Solo café, café con leche, batidos, cigarros y tabacos, bocaditos... También unos pasteles deliciosos, de carne o de guayaba generalmente, que un dispositivo eléctrico mantenía calientes en su vidriera. Porque los establecimientos tenían vidrieras para los caramelos, los chocolates y los dulces, y desde detrás de los cristales los cocos prietos y blancos, las cremitas y los boniatillos inflamaban los deseos de los niños.

No había que entrar a un bar para refrescar con una cerveza o impulsarse con trago fuerte. Se ofertaban en cualquier bodega. Uno de los extremos del mostrador servía de barra. Y la cerveza y el trago se acompañaban del saladito, que iba por la casa. Un pedazo de queso, una lasquita de jamón o unas cuantas aceitunas, según fuera la solvencia del comerciante, y a veces, todo eso combinado con un pepinillo encurtido en lo que entonces se llamaba la galletita preparada. Las bodegas abrían a las siete de la mañana y cerraban a las once de la noche, con el ligero intermedio de la siesta. Pero el expendio de bebidas alcohólicas se suspendía a las siete de la tarde. Era una cuestión económica. Mantenerlo después de esa hora obligaba a sus dueños a pagar un impuesto similar al de los bares, lo que las hacía incosteables. El bodeguero siempre estaba en la bodega: vivía por lo general en la trastienda. Era un esclavo de su negocio.

ALUMINIO Y CRISTAL

Estaba el café tipo español y la cafetería tipo norteamericano. El primero con su alto mostrador de madera dura, las mesas con superficie de mármol, las sillas sólidas, un gran ventilador de techo, desesperadamente lento, que no echaba fresco, pero espantaba a las moscas y la ya aludida e infaltable escupidera. Eran locales abiertos, que permitían la entrada del ruido y el polvo del exterior, y donde el cliente, consumiera o no, veía transcurrir las horas sin que el mesero le advirtiera que debía ahuecar el ala. Acudía a ellos una fauna heterogénea. Parroquianos habituales y de paso. El político de barrio, el abogado en ascenso, el médico de prestigio, el tendero de al doblar y el profesor que le echaba el vistazo al periódico coincidían con la muchachita que «hacía la calle» y que entraba a descansar por un momento, y el que, apresurado, quería calmar la sed después de una ardua gestión burocrática. Ineludible era en el café la vidriera de apuntaciones, donde se recogían las apuestas para la bolita y la charada.

En una sociedad dependiente y mimética como la cubana, las cafeterías arrollaron en los años 40 y 50 del siglo pasado. Climatizadas, de aluminio y cristal y mucho inglés en la oferta que exhibía la carta. Empezó el self service y al perro caliente se le llamó hot dog. Pero algo se ganó en cuanto a la higiene. Daba gusto sentarse a merendar o almorzar en la cafetería de un Ten Cent. Todo muy limpio, reluciente, exquisitamente preparado. El inglés ponía en aprietos a más de un comensal, como aquel bayamés, amigo del escritor Ambrosio Fornet, que vino a La Habana en viaje de bodas y llevó a su esposa, que nunca había estado aquí, a merendar al Ten Cent de Galiano. Al sentarse delante del mostrador descubrió que casi todas las ofertas estaban en inglés, pero al menos conocía la palabra milk y para no desmerecer pidió algo relacionado con esta, con el deseo de que fuese un batido. Les trajeron dos copas enormes de algo muy cremoso, como un merengue, parecido a la nata de leche cuando se bate bien. La señora contempló aquello estupefacta y sin apenas contener la irritación, le espetó: ¡Yo no creo que viniéramos a La Habana para comer boruga! Esto es, un dulce campesino típico.

Con eso de la influencia norteamericana, hasta el bien ranqueado bar Floridita se vio obligado a introducir cambios de envergadura. El local abierto que tanto gustaba a Hemingway tuvo que ser cerrado y refrigerado a la carrera cuando a escasos cincuenta metros de allí, en la calle Bernaza, abrió sus puertas el bar Pan American, que amenazó con robarle la clientela. Algunas fotos de ese Floridita antiguo lo revelan como un lugar bastante deprimente, con las paredes «decoradas» de arriba abajo con pasquines electorales. Existe una foto que así lo muestra. A su pie, un redactor ingenuo, para ilustrar sobre la cantidad de personas que lo visitaba, escribió: «Repárese en que tiene dos mostradores». No hay tal. Son un mostrador y la vidriera de apuntaciones para la charada.

LA LLUVIA DE ORO

José Lezama Lima solía frecuentar, por las tardes, La Lluvia de Oro, un café que todavía existe en la calle Obispo. A veces acudía al café de Revoredo, un lugar, decía el autor de Paradiso, signado por «el maltrato, el mal olor y la carestía». En uno de esos lugares escuchó una vez una frase, venida desde la mesa vecina: «Todo el que tiene una novia china tiene buena suerte», que terminó incorporando a uno de sus poemas. El desaparecido café Vista Alegre, en Belascoaín, entre San Lázaro y Malecón, fue el cuartel general de Sindo Garay y su hijo Guarionex, Graciano Gómez, Chepín y otros trovadores, así como de Antonio María Romeu, llamado El Mago de las Teclas, y más de una canción se concibió y compuso en el lugar. Se afirma que Eladio Secades escribía a mano a la mesa de un café sus crónicas insuperables, y cuando las daba por concluidas llamaba al periódico para que un tracatrán las recogiera y mecanografiara.

Muchos cafés se hicieron famosos en La Habana del siglo pasado. Europa, en Obispo y Aguiar, era preferido por la gente elegante y pudiente, y Carlos Loveira, con su novela Juan Criollo, lo inmortalizó en las letras cubanas. Es allí donde sorprende al protagonista de la obra hambriento y embobecido ante la vidriera de los dulces y lo obsequia con algunas de aquellas golosinas. Otro, La Isla, en Galiano y San Rafael, La Esquina del Pecado, como se le llamó en los 50, fue célebre por sus reservados y por sus dos salidas, que posibilitaban todo tipo de escapadas. A su propietario, que pasó medio siglo en el lugar donde ahora está Flogar, todos lo conocían por Don Pancho, el de La Isla, y Eduardo Robreño lo recordaba «viendo crecer en su derredor los edificios colindantes y su bigotazo de grandes proporciones que nunca abandonó». En Las Columnas, después cafetería Miami y hoy A Prado y Neptuno, se deleitó García Lorca con una champola de guanábana en una tarde de 1930. En los bajos del café de Zabala se reunían, dice Robreño, «elementos de la farándula, cómicos sin contrata, empresarios, agentes teatrales, críticos y especímenes ligados al mundillo teatral». Se hallaba en la famosa esquina del teatro Alhambra, donde estuvo después el cine Alcázar, en Consulado y Virtudes, en el muy habanero barrio de Colón, esquina trágica, por cierto, dado el número de atentados que en los años cuarenta ocurrieron allí. El café del propio teatro fue visitado por Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Jacinto Benavente, Eduardo Zamacois y otras figuras extranjeras de las letras y el espectáculo. Y frecuentado además por tipos populares, como Pancho Gómez, viejo, enfermo y alcoholizado. Se apoyaba en una muleta y reclamaba la caridad de los parroquianos, entre respetuoso e irónico: «Excelentísimo Señor: ¿Podría ayudar en algo a la situación de este derrumbe social?».

Hubo en La Habana un café La Rana, en Águila esquina a Reina, y un café Las Avenidas, que todavía existe en Carlos Tercero e Infanta. En el café Las Antillas intercambiaban sueños y poemas Luis Marré y Fayad Jamís bajo la mirada alerta y esclarecedora del periodista, pedagogo y animador cultural Agustín Pi. A Fraga y Vázquez, en las inmediaciones de 23 y 12, concurrían por las tardes políticos de todas las tendencias y por las noches, actores, músicos y cantantes, y vividores de toda laya.

En Los Parados, en Neptuno y Consulado, se vendían sandwiches espectaculares, «de dos pisos», y las fritas de Sebastián atraían a los golosos a su establecimiento de Zapata y Paseo, aunque contaba con una sucursal en 23, entre 2 y 4, también en el Vedado. En verdad, había un fritero en cada esquina. En la barriada de Lawton, en Porvenir esquina a San Francisco, había uno sencillamente espectacular, acreditado asimismo por sus panes con bistec. Ofertaba estos a diez centavos y las fritas, a ocho. Ganaron también nombradía las que se vendían en Infanta y San Lázaro, que allí era posible reforzarlas con una copita de ostiones.

Algún día habrá que precisar cuántos cubanos, antes de 1959, capearon el hambre gracias a las fritas, los ostiones de a diez centavos la copita, y las sopas chinas. Entre estas, las del último piso del Mercado Único de La Habana merecen lugar aparte: revivían a un muerto. Es el mundo de las fondas y sus «completas» de arroz, frijoles, vianda, ensalada y carne por solo veinte centavos. El caldo gallego del Bodegón de Toyo carece de comparación. Aun así, en la época a muchos no quedó más remedio que engañar su estómago con un buche de café.

PROYECTO 23

La Avenida 23, con sus más de cuatro kilómetros de largo, es de las vías más transitadas de la capital cubana. Nace en el célebre Malecón habanero, se interna en la mítica Rampa, atraviesa la barriada del Vedado, cruza sobre el río Almendares y se hunde en el municipio de Playa, que antes pertenecía a Marianao. Esa importante arteria ha venido reanimándose a lo largo de los últimos meses. Se remozan y se pintan las fachadas, se modernizan sus luminarias y su sistema semafórico y reabren sus puertas establecimientos comerciales que permanecían cerrados o abatidos por su falta de ofertas atractivas.

Algunos de esos establecimientos reavivados son los cafés, como el que se ubica en la intersección con la calle G, un café «literario» donde el cliente tiene acceso a los periódicos e incluso a libros que se dan en préstamo para ser leídos en el lugar o para llevar, y, siempre en moneda nacional, puede degustar la infusión. Café puro, de verdad, no el mezclado que se hizo habitual, y que allí preparan de diferentes maneras —expreso, capuchino, cortado...— para disfrute de una gama variopinta de consumidores, entre los que predominan jóvenes y, por su proximidad con varias facultades universitarias, los estudiantes, en un ambiente calmo, bohemio y desprejuiciado, donde no faltan el escritor de éxito, el trovador que guitarra en ristre confía en el triunfo que se labrará con su canción no estrenada ni el ser errante, con el destino subdividido.

Un oasis en medio de la vida agitada de hoy. Expresión de una Habana que vuelve y que ya nunca será la misma. Con buen café, pero sin agua fría. Y sin escupidera.

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