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Pinceladas

¿CÓMO llegó Batista a general? Confieso que aun después de haber leído, hace mucho tiempo, un libro como Un sargento llamado Batista, tenía dudas al respecto. La biografía que, por encargo, escribió el norteamericano Edmund A. Chester, no es suficientemente explícita en ese sentido. En la noche del 8 de septiembre de 1933 Batista pasó, en virtud del Decreto 1538, de sargento de primera (taquígrafo) a coronel, y con ese grado se mantuvo al frente de la jefatura del Ejército hasta que salió de las filas para postularse a la presidencia de la República, la que alcanzó en 1940. Es decir, se retira como coronel, grado máximo en el Ejército cubano de entonces. En 1942, sin embargo, asciende a general. ¿Cómo alcanza ese grado si se hallaba, en lo militar, en situación pasiva?

Con fecha de 27 de enero de 1942 se promulga, bajo la presidencia de Batista, el Acuerdo-Ley Número 7, conocido también como Ley Orgánica del Ejército y la Marina de Guerra. Dicho documento, impulsado por la entrada de Cuba en la II Guerra Mundial, estableció que en el Ejército habría cuatro generales de brigada y que uno de ellos, con el grado transitorio de mayor general, ocuparía la jefatura del Estado Mayor.

En el cuerpo de ese Acuerdo-Ley Batista hizo asentar una disposición que lo retrata. Dice: «El oficial superior en situación de retiro, que haya ocupado en propiedad la jefatura del Ejército y desempeñe o haya desempeñado la presidencia de la República, figurará en la relación o escalafón especial de oficiales de su misma situación, con el mayor grado o jerarquía reconocido por esta ley». Ese grado máximo era el de mayor general y Batista reunía los requisitos.

No contento con el autoascenso, se propuso consolidar su posición. Para ello modificó la Ley de Retiro de las Fuerzas Armadas con la adición de un nuevo artículo, el 48, que expresa: «El militar en situación de retiro que ocupe la presidencia de la República no percibirá pensión alguna mientras desempeñe dicho cargo; computándosele el tiempo que lo sirviere como en activo a los efectos de su antigüedad en el servicio».

La Ley Orgánica establecía que el militar escogido para ocupar, como mayor general, la jefatura del Estado Mayor, debía haber servido, como general de brigada, durante dos años como mínimo. En virtud del artículo 48, Batista, aunque retirado, seguía teóricamente en el Ejército y acumularía antigüedad durante los dos años que le restaban para abandonar la presidencia. Con su grado y el tiempo requerido, si un testaferro suyo llegaba a la presidencia en 1944, podía nombrarlo jefe del Ejército sin infringir la ley, circunstancia que no se dio, pero era perfectamente posible si su candidato, Carlos Saladrigas, hubiera ganado los comicios de ese año.

EXTRADICIÓN DE MACHADO

A la caída de la dictadura de Gerardo Machado, muchos machadistas y aun el propio ex dictador encontraron refugio en Estados Unidos. El gobierno cubano solicitó la extradición de todos ellos y aunque Washington en definitiva no los devolvió, pareció en un primer momento que daría una respuesta favorable al pedido y dispuso la tramitación de los expedientes de extradición de Machado y del ex general Alberto Herrera, jefe del Ejército desde 1922 a 1933.

Un grupo de policías apareció en la casa de Machado en Nueva York para llevarlo detenido. Pero el ex dictador, después de recibirlos y asegurarles que la persona que buscaban no estaba en casa, se les escurrió delante de las narices, como un vulgar ratero, por la puerta principal.

Orestes Ferrara, que había sido su embajador en EE.UU. y su ministro de Relaciones Exteriores y tenía vinculaciones estrechas con grandes monopolios norteamericanos, como el de los teléfonos y el telégrafo (ITT) insistió en que Machado se presentara al juicio migratorio. En un rapto repentino de antiimperialismo, Ferrara —un gran abogado— quería aprovechar el proceso para denunciar la injerencia de Washington en los asuntos internos de Cuba. Machado no accedió. Le dijo: «Yo no hablo inglés, no sé de leyes, no soy orador ni conozco bien estos asuntos internacionales». Por lo que prefirió buscar refugio en la República Dominicana, donde suponía gozaría, como en efecto ocurrió, de la acogida de su compinche Rafael Leónidas Trujillo.

En un barquito tripulado por dos marineros emprendió la travesía. Pero aquella embarcación era un cacharro. Se rompía una y otra vez, lo que obligaba a la tripulación a tocar tierra en busca de ayuda. Se averió incluso frente a las costas de Cuba, pero esa vez los propios marineros lograron superar el inconveniente y Machado llegó al fin a su destino.

El juicio de Herrera, también con Ferrara como abogado defensor, sí se llevó a cabo, pero el juez determinó que no habría extradición. Machado volvió a entrar a EE.UU. por la frontera de Canadá y no pasó nada. Washington no devolvería en definitiva a quienes bien lo sirvieron.

EL PEINE DE GRAU

Siempre pensé que los presidentes electos llegaban al Palacio Presidencial perfectamente vestidos para la ceremonia trascendental de la transmisión de poderes. Pero no. Ramón Grau San Martín, al menos, se arregló en el propio Palacio, todavía ocupado por Batista, en una habitación que se destinó para que lo hiciera. Era el 10 de octubre de 1944 y ambos mandatarios, el saliente y el entrante, con sus vicepresidentes respectivos, debían encontrarse en el salón de recepciones de la mansión del ejecutivo a las 11:55 de la mañana.

Grau, que era muy meticuloso en lo que se refería a su atuendo personal, se vistió con esmero y ya de chaqué se dispuso a peinarse. ¡Horror! Había olvidado su peine en la casa de 17 y J, en el Vedado. Su sobrino Mongo, que lo auxiliaba, le ofreció el suyo y Grau comenzó a arreglarse el cabello. De pronto su mano tembló, el peine cayó al piso y el futuro presidente de la República, sin quitar los ojos del espejo, dijo como para sí mismo: «Esto no está bien», antes de volverse, enérgico, hacia su sobrino y ordenarle que pidiese una escolta policial, fuera a la casa y le trajera su peine.

El aludido, molesto, respondió:

—Muy bien, tío. Voy a la casa y traigo tu peine, aunque eso retrase la ceremonia. Pero antes de salir, me asomaré al balcón y gritaré a la multitud que deberá seguir esperando porque el doctor Grau no puede peinarse si no es con el peine que es el suyo.

Grau, de golpe, pareció percatarse de lo ridículo de la situación. Sonrió.

—Perdóname, Mongo, creo que tengo mis prioridades un poco confundidas. Ayúdame a mantenerme en mi sitio para no sobrepasarme, dijo y terminó de peinarse con el peine ajeno, que había recogido del piso.

Fue un solterón empedernido, lo que no quiere decir que no le interesaran las mujeres. Su gran amor —se sabe ahora— fue Enma Gueist, la enfermera norteamericana que lo atendió mientras estuvo hospitalizado, en EE. UU., a causa de la tuberculosis que contrajo durante su estancia en el Presidio Modelo, donde guardó prisión por su oposición a Machado. Grau mantuvo siempre discreta reserva sobre esa mujer, desconocida incluso para su propia familia, que por mera casualidad supo un día de su existencia.

¿Por qué no te casaste con ella?, preguntaron entonces. Respondió: Porque ella es protestante y yo, católico, y mi madre no hubiera permitido jamás un matrimonio entre nosotros. Así, yo preferí romperme el corazón antes de destrozar el corazón de mamá.

La relación epistolar entre Grau y Enma se interrumpió en 1965.

LA LECHE DE ZAYAS

No precisan los testimoniantes los detalles de aquella visita. Dicen que una comisión de estudiantes y trabajadores, de la que formaba parte el líder universitario Julio Antonio Mella, acudió a visitar al presidente Alfredo Zayas a fin de solicitarle la excarcelación de un dirigente obrero.

Zayas accedió a recibir a la comitiva, pero le pareció de mal tono aquella mezcolanza de obreros y estudiantes. Aguardaban todos a que los hicieran pasar al despacho presidencial cuando uno de los edecanes anunció que el presidente los atendería en dos grupos; primero, a los estudiantes, y luego a los obreros, y ya cara a cara regañó a los primeros por la juntera.

Julio Antonio Mella le salió al paso y fue tan rotundo y convincente en sus argumentos, que Zayas reconsideró su actitud y ordenó que hicieran pasar a los trabajadores que habían quedado fuera.

En eso un sirviente de Palacio entró al salón con un vaso de leche para el primer magistrado.

—¿Ustedes gustan?, dijo Zayas con cortesía, pero también con la seguridad de que ninguno de los presentes aceptaría el ofrecimiento. Se equivocó, pues de inmediato se dejó escuchar otra vez la voz de Julio Antonio, que solía tomar más de un litro de aquel alimento todos los días y que para colmo no había desayunado aquella mañana.

—Sí, gracias, dijo y se zampó de un tirón la leche del Presidente de la República.

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