Látigo y cascabel
Una vieja noticia que parece broma (pero no lo es) recorre desde hace varias semanas la red de redes. Un mendigo español llamado Germán González fue confundido con una acción plástica y vendido a un coleccionista privado en la edición 2013 de Arco, la feria internacional de arte contemporáneo, que se celebra en España.
El vagabundo logró ingresar una noche al recinto de la feria y al día siguiente, mientras aún permanecía dormido en el suelo, un coleccionista dio por él 150 mil euros, como si se tratara de una obra de arte. Su reacción, según se afirma en el sitio digital elmundotoday, no fue negativa.
González (cuyo actual «dueño» recibió un Certificado de Obra que lo identifica como Técnica mixta sobre cartón: Hombre maloliente, orín y vino), se mostró encantado con su situación al conocer que, en lo adelante, sería llevado como pieza artística a inauguraciones donde podrá comer y tomar vino gratis.
«Me hace ilusión ir a Nueva York», dijo, porque «es la capital mundial tanto del arte como de la mendicidad. Los mejores mendigos han pasado por Nueva York y eso da mucho currículum».
Este estremecedor incidente, que salió a la luz con motivo de la reciente celebración de Arco 2014, no es un ejemplo aislado. Hoy día no solo expone a mendigos, sino también a cadáveres plastificados y presentados como neoesculturas, a personas defecando en público en una galería o teniendo relaciones sexuales (con la justificación de que se trata de un performance), a discapacitados, perros moribundos, animales decapitados.
Y todo eso en nombre del arte contemporáneo, término un tanto ambiguo que muchas veces ha servido como pretexto para exhibir lo transgresor (aunque no sea novedoso ni tenga nada que ver con una manera auténtica de hacer arte), incluidas las más patéticas imágenes de la miseria humana.
Vender a un hombre como una creación de arte contemporáneo, decir que ejemplifica como ninguna otra «una búsqueda consciente y ardua de todo aquello que es feo y poco artístico pero que, sin embargo, representa el futuro del 99 por ciento de los artistas de esta generación, que acabarán durmiendo en la calle como él, convirtiéndose a la vez en sujeto y objeto artístico», es darle a la pobreza un valor comercial. Es burlarse de la especie humana y alterar el sentido de lo artístico. Es descender aún más en la escala de valores.
Hay mucho de crueldad, cinismo y falta de compasión y de eticidad en algunos ¿curadores? que haciéndole creer al público que se trata de una propuesta muy esnobista y renovadora, con un lenguaje adelantado en términos estéticos, venden hasta su alma con tal de ganar dinero.
¡Cuánta frivolidad hay en algunos comerciantes de arte que fabrican una mercancía que no existe y crean todo un mito alrededor de ella para venderla! ¡Cuánta frivolidad hay también en algunos compradores que invierten su dinero en adquirir cualquier cosa, porque para ellos el acto de comprar no es más que un entretenimiento (o recurso para mover su capital) y no una manera de engrandecer el espíritu!
Qué inmensa capacidad de persuasión la de ese curador que logró confundir a un coleccionista hasta el punto de hacerle creer que un hombre maloliente, que se cubría del frío con unas cajas de cartón y padecía de un hambre atroz, era una acción plástica. ¿O será que el coleccionista razonó que es necesario estremecer al resto de los seres humanos con «una obra» bien elocuente de la cruel realidad actual?
¿Es que acaso lo que prima es el valor de cambio y no la dimensión humana y cultural? Duele saber que con tantos aportes y valores que hay en el arte contemporáneo, en ocasiones lo que triunfe sea la perversión y la mentira convertidas en justificación estética.
Es cuestionable la manera en que se asume a veces el arte contemporáneo y se excluyen obras valiosas (que también son contemporáneas por sus ideas y modo de realización, pero que están más apegadas a lo clásico, lo tradicional, lo moderno), dándole paso a otras carentes de significado y valor artístico. ¿Es que realmente se tiene claro qué quiere decir arte contemporáneo?