Látigo y cascabel
Si alguien se dedicara a contar la cantidad de programas que en la Televisión Cubana de ahora mismo, en todas sus ediciones y frecuencias, recurren a la entrevista para suministrar información, quizá criterio e ilustración, e incluso entretenimiento, podría llegar a la conclusión de que tal género periodístico ha devenido tabla de salvamento y reiterativo comodín.
Como todos los recursos de la comunicación de los cuales se abusa, la entrevista televisiva ha devenido lugar común aburrido e inerte cuando se aplica, como ocurre la mayoría de las veces, desconociendo los requerimientos propios de la conversación televisiva, o talk show, como se le llaman en Estados Unidos, y en muchos otros países, a los muchos y muy populares espacios consagrados al intercambio de preguntas y respuestas entre un anfitrión y un invitado.
Por supuesto que el nivel intelectual, estilo y rigor de la entrevista dependerá del corte y el propósito del espacio, de modo que sería absurdo pedirle ahondamiento en lo personal a un diálogo insertado en un noticiero, ni tampoco tendría sentido recabar opiniones muy especializadas o profundas de la charla informal sobre temas más o menos abiertos, pero las confusiones e impericia de numerosos entrevistadores, directores y asesores de programas ha derivado en diálogos anodinos, cacofónicos, incoherentes que impiden cumplir la agenda básica del triunvirato entrevistador-entrevistado-televidente: información, opinión o conocimiento sobre un tema o personalidad. Como el espacio es breve, me limito a exponer los principales y más usuales errores de nuestras entrevistas cotidianas:
La información pura y dura debe ser transmitida por el conductor del programa. Es totalmente innecesaria la presencia de «especialistas» para exponer, muchas veces de la peor manera, el qué, dónde y cuándo de una noticia.
Las entrevistas en la calle, estilo reportaje, pueden enriquecer una información siempre y cuando se seleccionen los entrevistados y sus respuestas de verdad aporten.
Se pretende hablar de un tema candente, o curioso, y el cuestionario se pierde en circunloquios y digresiones, o en relajo y falta de seriedad. O el propósito es relajado, festivo y feriado, y de súbito se pretende pontificar y conceptualizar.
La conversación que pudo ser chispeante e ingeniosa, se malogra entre el «datismo» (exceso de informaciones superfluas), las observaciones cursi-filosóficas y la derivada posmoderna a la más completa intrascendencia. La gracia y la inteligencia no siempre están desvinculadas de cierta dosis de frivolidad, pero el quid está en no perder el balance.
Las preguntas están tan mal elaboradas que solo permiten respuestas del tipo Sí o No, o sugieren contestaciones obvias, o evidencian lo que viene a continuación: el bostezo del televidente.
El entrevistador histriónico se olvida de que está intentando tratar de conocer mejor a un personaje, o de agotar un tema, y coloca en primer plano sus experiencias personales, anécdotas y opiniones como si fueran imprescindibles y de universal atractivo.
La amistad del entrevistador con el entrevistado debiera ser adivinada por el espectador, y nunca ser expuesta como si se tratara de algo que le concierne a todo el mundo. Muchas veces se olvidan del notable resultado proveniente del respeto a las formas establecidas y a la distancia crítica.
El periodista en pantalla no sabe a quién tiene delante, y por tanto es incapaz de improvisar una pregunta, o de reaccionar ante la sugerencia de un tema mejor que el marcado en la agenda. Son muchos los que aparecen pensando en la próxima pregunta, sin prestar atención a lo mucho y muy bueno que le están diciendo.
Se ha impuesto el monopolio de la entrevista en la salita (estudio), supuestamente coloquial, cuando se pudiera pensar en otros formatos, espacios y tiros de cámara, es decir, en romper de alguna manera la rutina.
Debiera prohibirse, so pena de sanción o multa, las averiguaciones del tipo «háblame un poco sobre…», «qué se siente cuando…», y sustituirlas por variantes que vayan más al cómo y al por qué, y al menos parezca que los dialogantes están pensando, razonando, recordando, sintiendo, de modo tal que el espectador se verá tentado a seguir el mismo itinerario de acciones. Cuando no hay sorpresa ni elaboración intelectual previa, ni manejo diestro del lenguaje, la entrevista se convierte en parloteo trivial, charla de esquina que apenas merece la presencia de las cámaras.