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ES «un problema de derechos humanos de profundas proporciones», dice la ONU refiriéndose a las violaciones en Afganistán. El término fue empleado por Norah Niland, la representante del organismo internacional, quien en conferencia de prensa en Kabul, tras una campaña de 16 días de activismo contra la violencia de género, aseguró: «Mujeres y niñas están en riesgo de ser violadas en sus casas, en sus aldeas y en las instalaciones de detención».
Nada ocioso resulta recordar que entre los principales argumentos utilizados por EE.UU. y el mundo occidental para invadir y ocupar Afganistán en 2001 estaba la necesidad de sacar del poder al régimen talibán que sometía a las mujeres a condiciones de vida oprobiosas, dictadas por un ejercicio extremista del islamismo: no podían salir de su casas sin el acompañamiento de un familiar varón, se les prohibía trabajar e ir a la escuela, etcétera.
Las miles de muertes, la destrucción expandida, los dolores y crueldades de una guerra que ahora está en escalada, no pudieron detener esas prácticas profundamente enraizadas en la cultura y las leyes tribales, que solo habían tenido un valladar legal en el código penal afgano de 1976, precisamente instaurado por un gobierno de nuevo carácter social que fue satanizado por sus vínculos con la entonces Unión Soviética, y contra el que EE.UU. lanzó una fuerza que aupó, organizó, armó y financió: el Talibán.
Esa fue la olla de brujas preparada por Washington, y del brebaje son los sorbos amargos de ahora.
«La democracia y la paz en Afganistán dependen de la eliminación de la violencia y de la plena participación de la mujer, igual que de los hombres, por supuesto, en el proceso de tomar decisiones que afectan sus vidas y el futuro de la nación», dijo Niland.
Está claro entonces que democracia y paz son dos palabras suprimidas del diccionario para el pueblo afgano… al menos por un mal tiempo.
El Nobilísimo Barack Obama, el que prometió cambios y no ha hecho ninguno, está a punto de tomar una decisión que continuará destruyendo la moral y la economía estadounidense: prolongar la guerra, escalarla, tal y como hizo Lyndon B. Johnson en Vietnam, dejar en fusiles, cañones, bombas y drones (aviones sin piloto) el destino de dos pueblos, la vida de los jóvenes estadounidenses y continuar hasta el infinito el ciclo de la violencia en el país centroasiático.
Enviar 40 000 soldados más a Afganistán durante un año tiene un costo estimado se-
mejante al de proveer de enseñanza primaria a cada niño del mundo que ahora carece de ella. Cada soldado enviado a Afganistán costará un millón de dólares al año. Estas son cifras lastimosamente ciertas.
Junto al abominable crimen de la violación femenina, este otro lleva peores consecuencias. El lunes, The Capital Times, de Wisconsin, publicaba un editorial que comenzaba así: «La única respuesta humana y apropiada al desastre en Afganistán es la rápida retirada de todas las fuerzas de combate de EE.UU.», y le advierte a Obama que si escoge escalar los niveles de las tropas en Afganistán «usted estará cometiendo el mayor error de su presidencia».
Pero este martes, Obama escogió el trabajo sucio y no escuchar las voces del raciocinio: anunció su plan de enviar 30 000 efectivos más, y lo hizo a la usanza de su predecesor, en la Academia Militar West Point.
La ocupación está mal desde su inicio: ahora sirve para sustentar un Estado productor de drogas, y EE.UU. la mantiene. Lo grotesco sigue teniendo asiento en la Casa Blanca.